Transformación versus Purga

A pesar de los ambiciosos ideales de los gobiernos por impulsar grandes transformaciones en sus naciones, son pocos los que realmente lo logran. En el caso de México, López Obrador prometió una Cuarta Transformación, pero los factores determinantes para su éxito no se materializaron o no se aprovecharon debidamente. Según el autor, en lugar de una transformación profunda, la gestión del actual gobierno se ha convertido en una implacable purga.

Texto de 05/06/23

A pesar de los ambiciosos ideales de los gobiernos por impulsar grandes transformaciones en sus naciones, son pocos los que realmente lo logran. En el caso de México, López Obrador prometió una Cuarta Transformación, pero los factores determinantes para su éxito no se materializaron o no se aprovecharon debidamente. Según el autor, en lugar de una transformación profunda, la gestión del actual gobierno se ha convertido en una implacable purga.

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Es común que los gobernantes busquen ser el motor de grandes transformaciones para su país; máxime cuando perciben tener un claro mandato de la sociedad para ello o atribuyen a su gestión un gran significado histórico. Esto no tiene nada de malo y, en cierto sentido, es lo que esperan los ciudadanos. Sin embargo, la realidad es que pocos logran las grandes transformaciones. En muchos casos se quedan cortos y, en algunos otros, el intento termina por empeorar las cosas. Por el contrario, hay líderes que con humildad buscan solo gobernar de la mejor manera posible en las circunstancias y con las restricciones que enfrentan. Su gestión es más discreta y menos transformadora quizá, pero frecuentemente son mejor valorados con el tiempo.

No son obvias las razones que permiten a un presidente o a su gobierno ser verdaderamente transformador. Por supuesto, es fácil identificar a gobernantes autoritarios que lograron grandes transformaciones. Adolfo Hitler, en su intento por establecer el Tercer Reich que duraría mil años terminó por destruir a Alemania. Al perseguir el “sueño bolivariano” para Venezuela, Hugo Chávez la sumió en una profunda crisis social y económica que continúa hasta nuestros días.

También es cierto que en condiciones de guerra los presidentes normalmente tienen un alto impacto e incluso popularidad. Nadie puede cuestionar el enorme liderazgo e impacto de Winston Churchill, pero a fin de cuentas perdió en la elección de 1945 –a pocos meses de haber terminado el Guerra. Pareciera que un buen gobernante en guerra no necesariamente lo es en la paz.

Otra cosa han sido los líderes que siguieron a dictaduras y (o) fuertes rupturas sociales o políticas, y que, efectivamente, lograron transformar a sus países. Podríamos pensar –con todas sus fallas y carencias– en los casos de Felipe González en España, Michael Gorbachov en la Unión Soviética, Vaclav Havel en la República Checa y Helmut Kohl en Alemania. Otro ejemplo podrían ser los presidentes de la Concertación de Partidos por la Democracia que gobernó Chile entre 1990 y 2010 tras la Dictadura. Caso aparte, interesante y a debate, es Singapur bajo el liderazgo de Lee Kuan Yew, desde su independencia en 1959 y hasta 1990. El desarrollo de este Estado-nación ha sido notable pero frecuentemente se ponen en tela de juicio sus credenciales democráticas.

Me parece que en una democracia y en ausencia de guerra es posible identificar al menos cuatro factores que inciden en la posibilidad de lograr grandes trasformaciones: 1) la lectura correcta de un momento histórico, 2) el equilibrio entre las fuerzas políticas imperantes, 3) la aparición de un “cisne negro” un evento imprevisible pero enormes repercusiones– y, al final de cuentas, 4) los resultados.

El presidente Andrés Manuel López Obrador ha buscado la autodenominada “Cuarta Transformación de México”. Su objetivo es expresamente un cambio pacífico de régimen. Esta transformación, se nos ha explicado, está a la altura de nuestra Independencia, Guerra de Reforma y Revolución. Como antes mencioné, me parece perfectamente legítimo que se tenga este objetivo y, de conseguirlo en beneficio del país, enhorabuena. No obstante, con tres cuartas partes de su gestión atrás, vale la pena reflexionar sobre las posibilidades reales y las consecuencias de conseguir esta transformación a la luz de los factores arriba descritos y de lo que está pasando en México.

El momento histórico de la 4T

Es un error pretender despojar de toda dimensión histórica al triunfo de Morena –un partido que se define de izquierda– en la elección federal de 2018, así como a la llegada de López Obrador a la Presidencia de la República. El apoyo y la legitimidad con la que llegó son incuestionables y el hecho reflejó la voluntad y las aspiraciones de millones de mexicanos. A pesar de esto, México era exactamente el mismo país al día siguiente de la elección de 2018. No había, desde mi punto de vista, crisis alguna. Prevalecían, por supuesto, grades retos y problemas sociales, económicos e incluso políticos. Pero eran exactamente los mismos que el día anterior de la elección. No hubo una ruptura social, por el contrario, se verificó una alternancia que daba cuenta de la normalidad democrática de México. A mi juicio, aun en el justificado júbilo de la victoria y dentro de una narrativa de transformación, lo conveniente era aprovechar lo que funcionaba y cambiar en lo posible todo lo demás que fuera necesario. No se trataba, pues, de reinventar al país.  

“[…] lo conveniente era aprovechar lo que funcionaba y cambiar en lo posible todo lo que fuera necesario. No se trataba, pues, de reinventar al país.”

Fue el político estadounidense, Mario Cuomo quien acuñó la frase “se hace campaña en verso, pero se gobierna en prosa”. El presidente Lopez Obrador no puso suficiente atención en esta sabia máxima del quehacer público, que llama a asimilar que la campaña ha terminado y a tener cautela con la húbris (ὕβρις), o la arrogancia y orgullo desmedido sobre el que escribieron los antiguos griegos.  Curiosamente, de acuerdo algunos estudios, esta húbris se interpretaba también como la necesidad de victoria por encima de la reconciliación, una acepción que pareciera ser especialmente relevante considerando la actitud del presidente frente a cualquier oposición a su programa de gobierno.

Sinceramente pienso que López Obrador debió haber entendido y asimilado su triunfo como un importante punto de inflexión –quizá el final– en la larga transición política mexicana. Nada más y nada menos. También, sin duda, el momento aportaba la oportunidad de corregir muchos males de Mexico y, si se quiere, colocarlo en otra trayectoria. Pero poner a la historia por delante de los hechos a toda costa siempre es riesgoso. Parece que López Obrador cambió su perfil del político pragmático si bien popular y combativo que vimos en la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México, por uno guiado por la necesidad de trascender históricamente antes que hacer una buena administración pública. En resumen, no creo que hubiera un momento histórico especialmente propicio para una gran transformación, más allá del que el propio presidente calificó como un momento “estelar”.

La correlación de fuerzas políticas

Lograr grandes transformaciones en una democracia representativa como la que tienen la mayoría de los países democráticos es por naturaleza difícil. La democracia es un sistema precisamente diseñado para evitar la imposición de grandes cambios sin consensos amplios entre las fuerzas políticas, los poderes y órdenes de gobierno y por supuesto la sociedad. El presidente López Obrador frecuentemente critica que “lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer”. Creo que tiene razón, pero esto es una característica propia de la transición política mexicana. En lo fundamental nuestra transición se pactó: no fue producto de una ruptura social o política violenta. El punto relevante es que en una democracia lo viejo tiene el derecho a prevalecer en tanto esté dentro de la ley. En todo caso, es responsabilidad de la autoridad perseguir y procesar judicialmente las ilegalidades del pasado, pero debe hacerlo al margen de la política.  También pienso que en democracia un cambio de régimen implica, cuando menos, una reforma integral a la Constitución. Esto requiere por justas razones de mayorías calificadas. López Obrador y su partido, por supuesto, han promovido cambios constitucionales, algunos con éxito y apoyo de otras fuerzas políticas. Tal es el caso de la reforma que finalmente permitió a las fuerzas armadas participar en tareas de seguridad pública. Otros han fracasado precisamente por no contar con este respaldo. Este es el caso de su propuesta de reforma electoral.

Lo importante es que no hubo un planteamiento de una reforma constitucional integral para refundar el Estado, para hacer “un cambio de régimen” propiamente dicho. Vale la pena traer a colación dos experiencias. Primero, el intento del presidente Vicente Fox por promover una nueva Constitución, mismo que fracasó en buena medida por las mismas razones que aquí expongo. Segunda, el reciente proceso Chileno de crear una nueva Constitución, un proceso que ha resultado ser mucho más complicado de lo que pensaban sus promotores.  En enero de este año, en una de sus conferencias mañaneras, el presidente López Obrador habló precisamente de este tema. Señaló: “si nosotros estamos llevando a cabo la Cuarta Transformación, lo que correspondía era promover un constituyente para elaborar una nueva ley de leyes, una nueva Constitución, pero dijimos, nos vamos a estancar. No va a ser fácil, necesitamos ver qué es lo que podemos cambiar, lo estratégico, y qué dejar hacia adelante, entonces escogimos como diez reformas, muy importantes, quedaron pendientes otras”. El argumento no me parece equivocado, pero no se trata de un cambio de régimen. Recientemente parece haber recapacitado sobre esto al anunciar que buscará impulsar una serie de reformas constitucionales el ultimo mes de su gobierno, en la nueva legislatura y con mayorías calificadas del partido Morena.

Al buscar la gran transformación de Mexico, el presidente López Obrador ha abierto pocos espacios, si es que alguno, para construir con su oposición, sea en los partidos o en la sociedad. Este no es el camino para una transformación en democracia. Nelson Mandela, quien como pocos vivió la opresión de un régimen que lo encarceló por más de veinte años (el Apartheid), al ser electo Presidente de Sudáfrica, entendió que era imposible –incluso inconveniente– borrar el pasado; y que más bien era necesario gobernar con éste de la mejor manera posible.

La transformación que el presidente López Obrador logre será a fin de cuentas suya, pero no producto de un consenso amplio. Será la que él estimó necesaria, pero no una con la cual incluso sus adversarios y amplios sectores de la sociedad podrían haber coincidido. Por ende, la transformación que finalmente logre López Obrador será endeble en el futuro. El Presidente ha procurado a toda costa que en la memoria de los mexicanos el llamado periodo neoliberal (36 años y 6 gobiernos) no pueda ser otra cosa que una pesadilla. No hubo el menor interés en reconocer acierto alguno sobre el cual seguir construyendo. De la misma manera, cuando venga un nuevo cambio político, que en algún momento vendrá, difícilmente los responsables de conducir el destino de la nación tendrán mucho interés en reconocer los aciertos de López Obrador. En una democracia las grandes transformaciones nacionales se construyen, no se imponen.

El cisne negro de la 4T

Un cisne negro puede describirse como un evento improbable de alto impacto y el cual, después del hecho, es posible entender como algo que no era tan improbable. Muchos autores han escrito sobre estos eventos y sus implicaciones desde distintos ángulos, siendo la obra de Nassim Nicholas Taleb, El Cisne Negro. El impacto de lo altamente improbable, uno de los más notables. La Cuarta Transformación se enfrentó al cisne negro de la pandemia de COVID-19. Se podrá debatir si la respuesta del gobierno fue correcta o terrible, pero no que el hecho marcó el mandato de López Obrador y limitó seriamente sus posibilidades de efectuar cambios con éxito. Una pandemia como la que enfrentamos, junto con el resto del mundo, por cierto, pudo haber sido un factor de unión entre los mexicanos. La pandemia llamaba a que la clase política, empezando por el presidente, hiciera alta política a pesar de sus diferencias. La oportunidad, si es que puede definirse así, se perdió irremediablemente. A la par, la pandemia habrá marcado el sexenio en al menos dos maneras importantes: absorbiendo tiempo, recursos y capital político valiosos para la propia administración pública y afectado de manera contundente su desempeño económico.  

Los resultados

Hoy, el presidente López Obrador enfatiza la necesidad de asegurar la continuidad de la “Cuarta Transformación”. No hay lugar a “medias tintas ni paso atrás” a fin de consolidarla, afirma frecuentemente. No soy de los que piensan que el Presidente de México –éste o cualquier otro– deba abstenerse de expresar sus preferencias políticas, defender sus posturas y hablar bien de su partido libremente, incluso durante las campañas. No encuentro eso democrático. Nuestra predisposición para evitarlo o, cuando menos, regularlo estrictamente es en buena medida producto de la imposibilidad de un presidente a ser relecto. Sin embargo, creo que el llamado del presidente López Obrador a consolidar su transformación, pero sobre todo su creciente beligerancia contra quienes difieren de sus ideas y su gobierno, se deriva fundamentalmente de que sabe que los resultados de su gestión no están a la altura de la gran transformación que pretendía, y que ha entendido que se fue el tiempo.

“López Obrador […] sabe que los resultados de su gestión no están a la altura de la gran transformación que pretendía, y que ha entendido que se fue el tiempo.”

La lucha contra la corrupción se ha centrado en la voluntad y el actuar del Presidente, bajo la idea que la corrupción se da “de arriba hacia abajo”. Hay algo de cierto en esto, pero el problema radica en que, siendo la lucha contra la corrupción un eje de su transformación, ésta no pareciera abordarse como un tema de legalidad sino de moralidad, empezando por la del propio presidente. No se ve a la lucha contra la corrupción como la continua construcción y mejora de instituciones, reglas y procesos sistemáticos para erradicarla, al margen de la política. Por otro lado, el crecimiento económico durante su gestión dejará mucho que desear. Pueden debatirse a la saciedad los llamados modelos económicos neoliberal y progresista o humanista, pero no están a debate dos datos: nuestra economía apenas este trimestre recupero su nivel de 2018 y se han creado hasta ahora alrededor de 1.3 millones de puestos de trabajo, pero la población económicamente activa ha crecido en 5.

El combate a la pobreza habrá sido nada más –y tampoco nada menos para ser justos– que una gran reasignación del presupuesto público a programas sociales con transferencias de ingreso a una parte importante de la sociedad. No hay nada de malo en poner primero a los pobres. Hay mucho de malo en pensar que esto es suficiente para mejorar las condiciones de vida de la población en una forma que sea sostenible a futuro y, más aún, lograr esto paulatinamente con el menor respaldo posible del gobierno. Quizá el presidente López Obrador podrá cobrar crédito por haber puesto primero a los pobres, pero no por construir condiciones para cada vez más mexicanos salgan de la pobreza sin apoyo del gobierno. Esto, más temprano que tarde, habrá que afrontarlo.

Por otro lado, aun en una de las pocas cosas que parece haber hecho la paz con el pasado, como fue respaldar y promover un acuerdo comercial con América del Norte, el presidente hoy parece empeñado en complicar la relación con nuestros socios comerciales.  López Obrador tiene mucho mérito en haberse convertido un férreo promotor del Tratado México, Estados Unidos y Canadá (TMEC), pese haber sido crítico del libre comercio y de su antecesor, el TLCAN, durante la mayor parte de su carrera política. Hoy, sin embargo, su posición ante los conflictos comerciales, sean en materia energética, agroalimentaria o de inversiones, reflejan más el interés en imponer su concepción de nacionalismo económico, que una decisión de aprovechar plenamente las oportunidades que el TMEC brinda junto con la reestructuración de las cadenas de producción y suministro mundiales.

Finalmente, en el combate al crimen organizado y la inseguridad, los hechos y el haber recurrido a las fuerzas armadas como de la manera que ha ocurrido y a pesar de sus promesas, lo dicen todo. Sin restar mérito alguno a las fuerzas armadas en este empeño, México sigue enfrentando en este renglón un enorme reto. El interés parece haber sido, una vez más, diferenciarse del pasado por encima de todo, en lugar de seguir construyendo para que México sea un país más seguro. Tratar de encapsular en la frase de “abrazos y no balazos” toda la complejidad del origen, evolución y perspectivas de la inseguridad, violencia y del crimen organizado en México ha probado ser un error estratégico. El debate nacional en torno a estos temas ha girado en torno a quien inició la guerra (el presidente Felipe Calderon se señala) y quien la terminó (el presidente Andrés Manuel López Obrador se afirma), sin reparar en que se trata de una guerra por necesidad no por elección y, en todo caso, la mejor manera de librarla.

En resumen, creo que el legado histórico del Presidente depende de que un nuevo gobierno de Morena tenga mejores resultados de los que él ha tenido. De ahí que su foco de atención sea, como ya es evidente, la próxima elección del 2024 y su propia sucesión.

“el legado histórico del Presidente depende de que un nuevo gobierno de Morena tenga mejores resultados de los que él ha tenido.”

Transformación versus purga

Por todo lo anterior, me parece que la gestión de presidente López Obrador puede ser descrita más que como una gran transformación, como una gran purga. Se trata de una purga, primero, porque no supo o no quiso encontrar nada de los últimos 36 años que pudiera sumar para su ¨Cuarta Transformación¨. Se trata de una purga, porque a contrapelo de las duras lecciones del siglo XX, no buscó atemperar los excesos de los mercados ni regularlos mejor, como lo hace la izquierda moderna, sino sustituir la iniciativa privada por el Estado como motor del crecimiento y con una visión basada en mundo de los años 70 y no en lo que el siglo XXI exige, queramos o no.

El presidente decidió también privilegiar la lealtad política por encima de la competencia profesional a la hora de armar su gobierno y los equipos que conducen el día a día del quehacer público, con honrosas excepciones de por medio. Podemos hablar de una purga porque ha pretendido acabar con el sistema electoral –perfectible por supuesto pero funcional– con el que él y su partido triunfaron. Ha pretendido acabar con las reglas e instituciones electorales que los partidos políticos consensaron a largo de tres décadas.

Creo que el Presidente tiene razón en cobrar crédito por la llamada ¨revolución de las conciencias¨. Nada en México será igual después de López Obrador, pero la posibilidad de una verdadera transformación se le ha esfumado, pese a su legitimidad, popularidad, astucia política y perseverancia.  Esta posibilidad la tendrá el próximo Presidente o Presidenta, sea quien sea. De ahí que convenga hacer un balance objetivo de lo que ha ocurrido y de lo que viene, sobre todo por parte de aquellos que aspiran a sucederlo desde las filas de Morena. EP

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