Tenemos que hablar de anti-populismo

César Morales Oyarvide discute sobre el concepto de “anti-populismo” y sobre sus posibles implicaciones en el devenir de los sistemas democráticos.

Texto de 31/07/24

Trump

César Morales Oyarvide discute sobre el concepto de “anti-populismo” y sobre sus posibles implicaciones en el devenir de los sistemas democráticos.

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Más allá de las diferencias entre PRI, PAN y PRD, los partidos de oposición en México comparten un núcleo que los une. No se trata solo de la animadversión hacia Andrés Manuel López Obrador o una visión nostálgica de la transición, aunque ambos elementos resulten importantes. Consiste en una retórica, una práctica y un estilo de hacer política que podemos definir como “anti-populismo”. Esta seña de identidad opositora no es una excepcionalidad mexicana. Por el contrario, el anti-populismo es un fenómeno presente en buena parte del mundo, que hermana a políticos tan distintos como Joe Biden o Emmanuel Macron con Marko Cortés y Jesús Zambrano.

“[…] el anti-populismo es un fenómeno presente en buena parte del mundo…”

Se ha dicho hasta el cansancio que el mundo vive desde hace años un “momento populista”. En el centro del interés por políticos como Chávez, Trump o el propio AMLO está su relación con la democracia liberal, frente a la que suele vérseles simultáneamente como correctivo y amenaza. A diferencia de los populistas contemporáneos, que acaparan titulares, columnas de opinión y textos académicos, el ascenso del anti-populismo ha despertado un interés más modesto, en buena medida porque sus planteamientos son vistos como cuestión de sentido común. Esto representa un serio problema. En México y en el mundo, hoy la disputa entre el populismo y su “opuesto” es uno de los ejes que más influye en las elecciones. En este contexto, analizar los discursos y prácticas anti-populistas se vuelve una necesidad. Hacerlo es el propósito de este ensayo.

¿Qué es el anti-populismo?

El anti-populismo es, en pocas palabras, una “reacción” contra la irrupción política del populismo. Esta idea aparentemente sencilla es especialmente útil porque permite superar el principal obstáculo a la hora de comenzar a analizar la política anti-populista: su pesada carga normativa. Para la mayoría de los comentaristas políticos, los opuestos del populismo son valores tan preciados como la democracia, el liberalismo o el pluralismo. Lejos de ser neutral u objetiva, esta oposición implica ya un posicionamiento. Desde esta perspectiva, el anti-populismo no es simplemente una “reacción” en un sentido mecánico, sino la “solución” a un problema. Son, en pocas palabras, “los chicos buenos”. Para empezar a entender realmente al anti-populismo es preciso, en primer lugar, abandonar este enfoque y preguntarse qué características específicas tiene esta política reactiva.

Habría que comenzar dejando claro que el anti-populismo es una reacción “antagónica” al populismo. Los anti-populistas no solo critican, sino que se oponen radicalmente a los discursos, estilos y actores que etiquetan peyorativamente como populistas. Como explica el teórico Yannis Stavrakakis, en el discurso anti-populista el populismo funciona como una especie de “sinécdoque” que condensa todo lo que está mal en la política: de la irresponsabilidad a la demagogia, pasando por la corrupción y la irracionalidad.

El anti-populismo es también una reacción “restauracionista”. Los anti-populistas buscan el restablecimiento de un mundo anterior a la irrupción populista, que se identifica generalmente con la antítesis de la polarización: el consenso. De igual modo, pretenden restaurar una forma de hacer política marcada por su dimensión administrativa y tecnocrática, el business as usual y la “normalidad”. En tercer lugar, el anti-populismo enfatiza un “estilo” particular de hacer política en la que rigen los buenos modales, la institucionalidad y el cosmopolitismo, así como el respeto a los procedimientos y el legalismo. Frente a los outsiders populistas, que van de lo hosco a lo campechano, el anti-populismo destaca una forma “apropiada” de actuar en el mundo político.

En cuarto lugar, la reacción anti-populista tiene siempre un carácter “heterogéneo”. Dado que los populistas exitosos desacreditan a un amplio espectro de las elites existentes, los anti-populistas suelen ser un grupo variopinto tanto en términos ideológicos como de clase, lo que incluye a fuerzas tanto de izquierda como de derecha no sólo de las elites, sino también de las clases medias. Finalmente, el anti-populismo se presenta casi siempre como una defensa de una visión particular de la democracia, casi siempre de corte liberal, frente a lo que se considera una amenaza autoritaria o “mayoritarista”.

El discurso anti-populista: consenso, racionalismo y normalidad

Como toda forma de hacer política, el anti-populismo tiene una serie de discursos. Aunque la mayoría de las ideas anti-populistas son presentadas como argumentos de sentido común, lo cierto es que muchos de sus planteamientos tienen una relación problemática con la democracia que dicen defender.

Un primer elemento de la retórica anti-populista es el énfasis que se le da al consenso, contrapuesto a la lógica polarizante que caracteriza a sus rivales. Los anti-populistas imaginan una política protagonizada por centristas y moderados, basada en discusiones  que se dirimen con argumentos técnicos. Más que el conflicto, el símbolo de la democracia anti-populista es el acuerdo y el compromiso. El fallo de esta visión es que simplemente oculta la naturaleza esencialmente adversarial de lo político, en virtud de la creencia de que gracias a la globalización de la democracia liberal y la economía de mercado es posible vivir en un mundo sin conflictos, en el que los grandes debates han quedado zanjados. Aquí la cuestión no solo es hasta qué punto este consenso incluye efectivamente a todas, sino en qué medida el diálogo anti-populista presupone la imposición de un modelo sin alternativas.

La traducción política de este tipo de retóricas fue un fenómeno que la ciencia política bautizó como “partidos cartel”. A finales del siglo XX, de forma similar a lo que ocurría en la economía, muchas democracias se convirtieron en oligopolios de facto, en los que un puñado de jugadores se ponían de acuerdo para dar la impresión de que competían entre sí mientras que, de hecho, cerraban la puerta a sus adversarios reales. México no fue ajeno a este proceso. Lo interesante es que en nuestro país la cartelización de los partidos no fue un acuerdo tras bambalinas, sino que se anunció con bombo y platillo con la firma del Pacto por México entre PRI, PAN y PRD en 2012. Los restos de este cartel conforman hoy el núcleo de la oposición anti-populista.

Además del consenso, otro rasgo habitual de los discursos anti-populistas es la defensa de la “racionalidad”. Con ello, el anti-populismo busca distinguirse de sus adversarios: demagogos siempre dispuestos a aprovecharse de las pasiones de unos ciudadanos incapaces de votar “correctamente”. Desde los discursos anti-populistas, la distinción entre una ciudadanía “responsable” y una muchedumbre “irracional” y “manipulada” es una constante. El problema es que al hacer esta diferencia, basada en prejuicios y estereotipos, el anti-populismo reproduce un mecanismo mediante el cual se ha etiquetado históricamente a poblaciones enteras como “no aptas” para participar en la política por ser poco “racionales”. Como ha señalado la profesora Emmy Eklundh, las víctimas más frecuentes de esta retórica han sido las mujeres y los jóvenes. Hoy lo mismo ocurre con los populistas.

En México, quienes apoyan a AMLO y su partido han sido llamados “feligresía irracional”, “legión de idiotas” o “pejezombies”. Su “enojo” y “resentimiento” son presentados por sus críticos como un “peligro para México”. Como ha ocurrido en otros momentos de la historia, hoy la etiqueta de irracional usada en los discursos anti-populistas se ha vuelto una forma de vulnerar de forma más o menos explícita uno de los principios básicos de la democracia: el de la igualdad política.

Un tercer elemento del discurso anti-populista es su énfasis en la normalidad. Como sugiere el especialista Benjamin Moffitt, los anti-populistas fomentan una atmósfera en la que cualquier político que se desvía de la “norma” se gana el mote de populista, sin importar si su agenda es progresista o de ultraderecha. Si bien existen numerosas investigaciones que subrayan las notables diferencias entre las distintas encarnaciones del populismo, para la retórica anti-populista todos son básicamente lo mismo. De nuevo, el caso de AMLO es un buen ejemplo. En 2006, la campaña negativa contra el entonces candidato presidencial se centró en equipararlo con el gobierno de Hugo Chávez. Apenas una década después, en su tercera campaña por la presidencia, la comparación que se hizo de AMLO no fue ya con una izquierda más o menos revolucionaria, sino con Donald Trump, un plutócrata. Más que una utilidad analítica, estas analogías cumplen la función de desacreditar. El riesgo de esta estrategia es que contribuye a deslegitimar toda crítica  al statu quo, sin importar su pertinencia. La retórica de la normalidad produce así una política que vuelve imposible el cambio.

“Desde los discursos anti-populistas, la distinción entre una ciudadanía “responsable” y una muchedumbre “irracional” y “manipulada” es una constante.”

Ahora bien, a menudo, la apelación anti-populista a la “normalidad” tiene que ver con una cuestión “de forma”, que va desde el acento hasta las preferencias gastronómicas, pasando por la forma de vestir. En México, es habitual que las críticas hacia AMLO se enuncien en ese registro: su acento tabasqueño, el corte de sus trajes o su gusto por los tamales. En ese sentido, la “normalidad” anti-populista equivale a una política pulcra, ceremoniosa y formal. Cualquier proyecto que se salga de esa norma será criticado por quienes no quieren a “gente así” en el gobierno. Se trata de una visión elitista, no ya términos de clase o ideología, sino culturales, que rechaza un estilo “plebeyo” en aras de un posicionamiento “patricio” o “criollo”.

El anti-populismo en la práctica: de las elecciones al golpe de Estado

Además de un discurso, el anti-populismo es también una praxis. Pese al énfasis puesto en las elecciones y las instituciones liberales como los medios idóneos para responder al desafío planteado por los populistas, la práctica de sus rivales a menudo ha implicado acciones menos inocentes.

Como ha explicado el investigador Brandon Van Dyck, el éxito mismo de los populistas y su agenda anti-establishment suele dificultar, de entrada, el desempeño electoral de los partidos que se les oponen. Por otro lado, el acceso privilegiado de muchas organizaciones anti-populistas al mundo de las finanzas y los medios de comunicación ha posibilitado que realicen labores de oposición sin tener que limitarse a la política electoral. Otro tanto puede decirse del uso partidista del aparato judicial, lo que se conoce como lawfare: una práctica común en América Latina cuyo caso más tristemente célebre en México ha sido el del proceso de desafuero contra AMLO en 2004.

Una de las maneras en las que el anti-populismo ha buscado enfrentar a sus rivales dentro y fuera de la arena electoral ha sido, paradójicamente, imitándolos. En México, basta recordar los intentos de Ricardo Anaya de recorrer los municipios más pobres del país y viajar en transporte público, o la adopción, acaso inconsciente, de nombres asociados a movimientos populistas extranjeros por parte de algunos frentes opositores a la 4T, como los “Chalecos amarillos” y la “Marea rosa”. En todos estos casos, las imitaciones anti-populistas tienen un límite: la adopción de un estilo “plebeyo” puede resultar poco creíble ante los ojos del electorado. La autenticidad es una de las ventajas competitivas de los populistas frente a sus rivales y esta imitación puede interpretarse como una impostura.

En ocasiones, la reacción anti-populista no ha dudado en recurrir a medios anti-democráticos para echar a los populistas. El método más extremo de este tipo de política ha sido el golpe de Estado. Durante el siglo XXI, ha habido una veintena de intentos de golpes de Estado contra gobernantes populistas; entre ellos, al menos cinco se han llevado a cabo con cierto “éxito”: en Venezuela (2002), Tailandia (2006 y 2014), Turquía (2016) y Bolivia (2019). Estos golpes buscaron, en todos los casos, reinstalar el dominio de los grupos que gobernaban antes de la irrupción populista. Sin embargo, aunque algunos de ellos lograron tomar el control del gobierno en el corto plazo, ninguno ha alcanzado su propósito de erradicar el populismo de sus países. Al contrario, no ha sido extraño que este tipo de estrategias legitimen los planteamientos de los populistas, fortaleciéndolos y extendiendo su ciclo de vida. A menudo también, las intentontas golpistas han agudizado las dinámicas de polarización existentes en sus países y han contribuido al endurecimiento y cerrazón de sus gobiernos. Con ello, la política anti-populista no solo no ha contribuido a la protección de los regímenes liberal-democráticos que pretende defender, sino que ha acabado por trabajar por su destrucción.

La nueva fractura política

La necesidad de problematizar discursos y prácticas anti-populistas adquiere relevancia adicional ante la evidencia de que la disputa entre el populismo y sus rivales se ha vuelto un eje articulador de la competencia política. A la división tradicional entre izquierda y derecha se ha superpuesto una nueva dimensión de conflicto, cada vez más protagónica, que opone al populismo con el anti-populismo en las elecciones.

La fractura entre populismo y anti-populismo se ha convertido en una característica estructural de la política europea, que define las elecciones en un contexto caracterizado por las consecuencias que aún existen de la crisis financiera, el debate en torno al futuro de la propia Unión Europea y el desafío migratorio. De igual modo, esta división vertebra la política estadounidense contemporánea, con un Partido Republicano “secuestrado” por el populismo de ultraderecha de Trump y un Partido Demócrata dominado por liderazgos anti-populistas y la versión neoliberal del progresismo. En América Latina, una región caracterizada por partidos poco institucionalizados y una política más personalista, la competencia entre populismo y anti-populismo no es nueva en absoluto. Líderes populistas como Chávez, Uribe o Fujimori han creado verdaderas identidades en torno a su figura, tanto entre quienes los respaldan como entre quienes los aborrecen. Esta división sigue articulando la política en sus países aún incluso después de la desaparición física de esos líderes o su salida del escenario político. Algo similar ocurre en México, donde el anti-lopezobradorismo opositor es nuestra versión local de anti-populismo.

¿Qué implicaciones tiene la relevancia de esta división como eje de la competencia política? Aunque populistas y anti-populistas argumentan defender la democracia, lo cierto es que defienden visiones radicalmente distintas de este régimen político. Mientras que la visión de la democracia avanzada por los populistas puede definirse como una de tipo “popular” o “radical”, la visión de los anti-populistas es la de una democracia eminentemente “liberal”. Ambas legítimas, sí, pero probablemente incompatibles.

Desde 2018, el momento político mexicano puede leerse en estos términos. Más que una interpretación anti-populista que encuadre la coyuntura actual como un conflicto entre “democracia” y “autoritarismo”, lo que hoy define la política mexicana es una disputa entre dos visiones contrapuestas de democracia. Por un lado, la de los partidarios del lopezobradorismo, con su énfasis en los millones de votos obtenidos por AMLO y Claudia Sheinbaum, en la inclusión de nuevos instrumentos de participación popular como las consultas populares y la revocación de mandato e incluso en la incorporación del sorteo como mecanismo de selección de cargos públicos. Por el otro lado, está la visión del anti-lopezobradorismo opositor, que defiende un tipo de democracia más liberal y elitista, donde la lógica de los frenos y contrapesos a las mayorías resulta lo fundamental. El conflicto en torno a instituciones como el INE y los organismos autónomos ha sido un escenario ideal para observar el despliegue de estas ideas.

A modo de conclusión

Lo preocupante de la disputa entre populismo y anti-populismo es que con frecuencia ambos campos ven a sus rivales como enemigos y no como adversarios legítimos. El encuadre de esta disputa política en términos morales y normativos (una batalla entre “el bien” y “el mal”, la “verdadera democracia” y el “autoritarismo”) contribuye a su profundización por medio de estrategias que buscan cultivar miedo y odio. Se trata de un proceso impulsado por una polarización política que ha dejado de plantearse en términos ideológicos o de programas y se ha convertido en una cuestión de identidades y afectos. En México, un vistazo a las reacciones al triunfo de MORENA del 2 de junio en redes sociales basta para dimensionar la profundidad de esta grita.

“Lo preocupante de la disputa entre populismo y anti-populismo es que con frecuencia ambos campos ven a sus rivales como enemigos y no como adversarios legítimos.”

Estamos acostumbrados a censurar —y no faltan los motivos— las derivas autoritarias del populismo en el gobierno. Sin embargo, un problema del que no se habla lo suficiente son los riesgos que entraña el anti-populismo, quizá por ser el discurso mayoritario en la academia, los medios y la política institucional, lo que lo hace extenderse sin ser mayormente cuestionado. El peligro aquí radica en que, como reacción indiscriminada, la política anti-populista acabe por socavar las bases mismas del pluralismo, la tolerancia y la democracia que pretende defender. Al juzgar a todo proyecto populista automáticamente como una amenaza, el anti-populismo no solo desestima el potencial democratizante de los populismos que tienen un signo incluyente e igualitario, sino que le sigue el juego a aquellos otros populismos reaccionarios y de ultraderecha que se presentan como la única alternativa “real” de las mayorías frente a un statu quo cada vez más cuestionado.

El debate en torno al populismo sigue siendo el signo de los tiempos. Por el bien de nuestra democracia, tenemos que empezar también a hablar de los problemas del anti-populismo. EP

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