Columna mensual
En la segunda mitad de 2018 me vi archivando un documento del antiguo Plan Nacional de Desarrollo, cargado de palabras o conceptos como logística, competitividad, clase mundial, conectividad, valor agregado y productividad. El lenguaje del pasado, pensé, está plagado de anglicismos. Cómo no iba a serlo si tal idea de progreso liberal no es más que la tropicalización del bendito Washington Consensus, ese hijo natural de Margaret Thatcher que al crecer asistió a las universidades del Ivy League.
El argot de este nuevo gobierno es mu-cho más humano que técnico. En vez de votación se habla de consulta, en vez de citar indicadores económicos se dice bienestar. Estamos en un mundo más emocional que racional y en ocasiones —cuando oímos exageraciones como transfiguración— pasamos brevemente a lo religioso. Cuando escucho tanto pueblo o pueblo bueno incluso, me es imposible dejar de pensar en la palabra volk. Es horrible recordar que cuando el infame canciller alemán de los años cuarenta del siglo pasado — que se llamaba a sí mismo volkskanzler (canciller del pueblo)— decidió exaltar lo público sobre lo individual, lo hizo enfatizando un nosotros en un largo listado de palabras como volksgenosse (camarada étnico), volksfest (festival público), volksfremd (enemigo del pueblo), etcétera. El discurso maniqueo crea un nosotros para deshumanizar a un ellos.
La propaganda política es similar a la mercadotecnia comercial: sabemos que es manipuladora pero la dejamos entrar, cual vampiro, y a veces hasta nos causa risa un anuncio. Es notable pero común el cambio de nombres institucionales, como pasar de Sagarpa a Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural, o de Sedesol a Secretaría de Bienestar. Cuando tuve la suerte de trabajar y vivir en la hermosa Caracas —hace como 20 años—, un teniente coronel le cambió de nombre a su país, calificando de Bolivariana a la República de Venezuela. No tenemos que escoger entre la misantropía mamona de Ayn Rand y la cursilería engañosa de Silvio Rodríguez, pero sí desconfiar un poco de la palabra, y no sólo de la que usan los políticos. Ludwig Wittgenstein, compañero de escuela del mentado canciller, ya advirtió que el lenguaje enmarca nuestro pensamiento. George Orwell ejemplificó la vocación dictatorial del lenguaje a través del newspeak en su novela 1984, voz acortada y simplona que disminuye la capacidad de discerni- miento de la población.
Tal vez Orwell no se asombraría hoy de lo limitado que es nuestro vocabulario, pero creo que sí de que esto no sea resultado de un plan perverso del Estado. A Twitter —corto y violento— entramos todos libremente, o eso creemos, pues el dinero es tan totalitario como el peor régimen, e invade no sólo nuestra vida práctica sino también la moral, en un mundo que se llama mercado y donde el éxito —o el número de seguidores— es la única medida de utilidad o valor. Las corporaciones nos ven- den mentiras en cajas de galletas que no engordan y nosotros no sólo las pagamos, sino que también nos las comemos. Los industriales de la alimentación lo saben muy bien. Por eso etiquetan libre de gluten a productos que ni siquiera llevan granos, lo que equivale a ponerle libre de arsénico al Gerber. En el supermercado, las fórmulas sin grasa, sin azúcar, orgánico, bajo en sodio o no modificado genéticamente, son en su mayoría tan falsas o irrelevantes como 30% de producto gratis, lo cual da por sentado que el consumidor entiende de porcentajes y de producción, a ver quién dice que no vivimos en un país industrializado. Porque nada es gratis y si no tiene azúcar es porque tiene más grasa o porque lleva un edulcorante más dañino.
Si en la época de la Segunda Guerra Mundial, cuando había escasez un plato abundante era el sueño de muchos, hoy, en plena abundancia, los nutriólogos fomentan el control de porciones. Una buena panza ya no es un indicador de riqueza sino de pobreza. Llamar leche de almendra al agua con polvo de almendra es aprovecharse de la asociación con valor nutricional que damos a la palabra leche, pero al mismo tiempo descartar al nuevo enemigo del pueblo: la lactosa. Mi favorita es superfood, una joya del marketing — otro anglicismo—, algo que habría sido útil a los promotores del modelo neoliberal, esa abstracción que la gente en el mundo entero se negó neciamente a comprar porque no apreció sus beneficios. No le vieron el queso a la tostada, como dicen los venezolanos, aunque ahora ni la tostada vean.
¿Cómo sobreponerse al bombardeo continuo de propaganda? Seguramente no con un detox, la moda sana para purificar el cuerpo (templo, le dicen ahora) luego de un fin de semana de iluminación propulsada por MDMA y LSD. Los smoothies de piña o betabel poco ayudan al organismo, que de por si ya está ocupado en deshacerse de todo lo que le metemos, mejor masticar la fruta entera. La mente también merece cuidado y no necesita mantras sino metáforas, lectura larga sin atajos, no simplificación, sino complejidad. EP
Con el inicio de la pandemia, Este País se volvió un medio 100% digital: todos nuestros contenidos se volvieron libres y abiertos.
Actualmente, México enfrenta retos urgentes que necesitan abordarse en un marco de libertades y respeto. Por ello, te pedimos apoyar nuestro trabajo para seguir abriendo espacios que fomenten el análisis y la crítica. Tu aportación nos permitirá seguir compartiendo contenido independiente y de calidad.