Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP
Que vuelva a ganar El Toro
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Texto de Aníbal Santiago 21/10/20
Bajo un tenue foco amarillento, en el atardecer, entre montones de exámenes, lápices, carpetas y libros revueltos, papá podía teclear en su máquina de escribir Olivetti unas líneas como estas: “El enfoque epistemológico con el que aquí se examina la polémica sobre el estatuto de la pedagogía a fines del siglo XIX, mismo que Blanché denomina ‘epistemología regional’, forma parte de los enfoques alternativos que han aparecido en el campo de la reflexión filosófica de las ciencias”.
Cualquiera imaginaría que Héctor Santiago, profesor universitario, elegiría algo de “música erudita” para bucear en su hogareña faena intelectual. Por decir algo: la Sinfonía Nº 2 Op. 27 de Rachmáninov.
Pero no. Yo volvía de la primaria, abría la puerta del departamento de Copilco y lo que escuchaba, atrás de los teclazos de sus dedos gruesos, era una radio café que emitía a una afelpada voz masculina. Desde un lugar lejano, la ciudad californiana de Los Ángeles, rociaba sus relatos con frases como “¡Las bases llenas, el rancho ardiendo!”, o “¡Cantado el tercer strike, se quedó con la carabina al hombro!”. Aquel narrador, Jaime Jarrín, la voz latina de los Dodgers, se había convertido en el sonido de nuestra casa en esas tardes de los años ochenta. Nada tendría de raro si papá hubiera sido un sinaloense o veracruzano radicado en el DF. Pero él había nacido en Río Colorado, en la puerta de La Patagonia, a casi 9 mil kms de distancia de este país, en el Cono Sur, donde el béisbol es algo tan familiar como a los mexicanos nos resulta el kendo.
La culpa no la tenía tanto el cronista poeta —que en cada jonrón pedía a su audiencia “¡despídala con un besooo!”— como Fernando Valenzuela. ¿Qué poder misterioso tenía aquel pitcher zurdo que lo mismo hechizaba a millones de gringos y mexicanos que a un inmigrante sudamericano? ¿Cuál era el encanto de El Toro?
Como me hace muy bien, he visto muchas veces el video del momento de su victoria en la Serie Mundial de 1981, cuando la noche del 23 de octubre el manager Tom Lasorda, agradecido con el tímido chico de 20 años, abandona el dugout y corre a abrazarlo tras el out final del tercer juego de esa final contra los Yankees con que los Dodgers reducían la desventaja a un ganado y dos perdidos.
Me gusta repasar esas imágenes. Quizá busco develar los secretos del sonorense que al lanzar siempre miraba al cielo, renovando su pacto con el Nazareno para hacer abanicar a los bateadores como niños desesperados ante una piñata imposible con su screwball, hoy un lanzamiento desaparecido del béisbol profesional.
El chico nacido en la ranchería de Etchohuaquila que en cada salida al montículo ponía a México frente a la tele, formaba un círculo con pulgar e índice, y extendía los otros dedos dejando tres centímetros entre cada uno, una barbaridad de distancia. Su anular y meñique no presionaban el cuero sino lo abrazaban distendidos, y su mano giraba y soltaba la bola como si la fuera a tirar al suelo. ¿Qué efectos tenía ese lanzamiento en el que la pelota era agarrada de modo tan antinatural e implicaba una contorsión espantosa del brazo aplicando enorme fuerza a la muñeca con rapidez supersónica? La pelota salía con el efecto de un tornillo, algo extrañísimo. Para el bateador era un reto desquiciante tener que golpear con un palo un meteorito que se aproximaba a su cuerpo en una psicodélica trayectoria espiral.
El drama es que, según expertos, lanzar screwballs arruina el brazo, lo aniquila, lo va volviendo lisiado. Por eso la tortura beisbolera se extingue; es solo una maravilla del pasado casi prohibida que un mexicano encumbró.
Decidí escribirle a mi padre —hace 14 años regresó a vivir a Argentina— y le pregunté por qué admiraba tanto a Valenzuela. Desde un lugar llamado City Bell, donde retirado trabaja el campo, me respondió por email: “Fernando era un auténtico norteño, humilde y sencillo, un muchacho paria que exclusivamente por sus condiciones brillaba en Grandes Ligas: no tenía un cuerpo espectacular, era de escaso atractivo físico y encima era mexicano. Eso mismo, que uno de los nuestros, con tan escasa escenografía y recursos, superara las limitaciones de origen en el mundo de la excelencia, me provocaba una enorme satisfacción. Frente al desprecio y humillación que sufrían los mexicanos en USA, su triunfo era algo así como la venganza. El Toro —como mis amigos, el trabajo, la comida o el paisaje— fue uno de los puentes que me mexicanizaron. Desde que él abandonó las Grandes Ligas dejé de interesarme por el juego”.
Yo no, y quizá por desgracia. Desde los días de Fernando, enamorado de los Dodgers, como tantos mexicanos, veo los partidos. Y eso a sus seguidores nos ha traído dolores. No dolorcitos, sino dolores frecuentes y profundos. Aunque el equipo suma años y años de excelencia, desde 1988, última vez que Valenzuela y los angelinos fueron campeones, suman siete series de División de la Liga Nacional, cuatro Series de Campeonato y dos Series Mundiales perdidas, una de ellas con la inconcebible trampa ya pública de los Astros de Houston, que violando el reglamento robaban señales entre los managers, el lanzador y el cátcher rivales. Es decir, hemos perdido las últimas trece veces que vimos de cerca el título. Sí, trece.
Esta semana contamos con una oportunidad más: enfrentaremos en la Serie Mundial 2020 a las Rayas de Tampa Bay. Ya no tenemos a Valenzuela pero sí a otro zurdo, Julio Urías, un sinaloense de 24 años. Fue descubierto en un partidito en Oaxaca por el cazador de talentos de habano y sombrero Mike Brito, el mismo hombre que en los años 70 descubrió a Valenzuela.
La historia de Julio conmueve: nació con un tumor en el ojo izquierdo por el que desde niño ha debido ser operado en múltiples ocasiones, la última en 2015. Hoy, su párpado está caído, y ve parcialmente. Cuando le preguntan sobre eso, responde: “Así es como funciona Dios. Me dio un ojo izquierdo malo pero un brazo izquierdo bueno”.
Cuánto no tenemos, pero cuánto sí tenemos. ¿No?
Pese a su debilidad visual, su lanzamiento rápido —con que venció hace días a los Bravos de Atlanta para conducir al conjunto azul y blanco a otra Serie Mundial— roza las 100 millas por hora.
Ojalá el sinaloense nos regrese el campeonato luego de 32 años. Ya son demasiadas tristezas: si Julio gana, ganan los Dodgers. Y también vuelve a ganar aquel muchacho paria que emocionaba a papá: El Toro.
Que nadie discuta mi fantasía. EP
*** Este texto en su versión original fue publicado en octubre de 2013 en el periódico Más por Más.
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