La pandemia causada por el virus SARS-CoV-2 hizo patente el rezago técnico de diversos gobiernos a lo largo del mundo. Omar A. Guerrero —jefe de Investigación en Ciencias Sociales Computacionales del Instituto Alan Turing e investigador Asociado Externo del Centro de Estudios Espinosa Yglesias— analiza el problema y propone cómo abordarlo.
El rezago técnico de los gobiernos fue evidenciado por la pandemia
La pandemia causada por el virus SARS-CoV-2 hizo patente el rezago técnico de diversos gobiernos a lo largo del mundo. Omar A. Guerrero —jefe de Investigación en Ciencias Sociales Computacionales del Instituto Alan Turing e investigador Asociado Externo del Centro de Estudios Espinosa Yglesias— analiza el problema y propone cómo abordarlo.
Texto de Omar A. Guerrero 14/02/23
Todo parece indicar que el siglo XXI se caracterizará por eventos con un impacto global y de propagación veloz, cuyo origen no necesariamente será bélico (aunque no estamos exentos de conflictos internacionales como el de Rusia y Ucrania). Se vienen a la mente ejemplos recientes: la crisis financiera de 2008 y la pandemia causada por el virus SARS-CoV-2. Ambos eventos han tenido un efecto importante en la reorganización económica de diversas naciones (desarrolladas y en desarrollo) y en su tejido social. La pandemia global, en particular, ha evidenciado cómo estos fenómenos han rebasado la capacidad técnica de respuesta de muchos estados al momento de planificar y ejecutar intervenciones de política pública. Dicho rezago se deriva de la poca interacción y coordinación entre políticas públicas focalizadas a temas diversos, a pesar de que se cuente con capacidad técnica en cada tema por separado. Para hacer frente a los fenómenos del siglo XXI, los gobiernos deben privilegiar la evidencia científica de alta calidad en toda toma de decisión y promover el trabajo analítico interdisciplinario para que la política pública sea holística. Sin una visión sistémica u holística difícilmente se podrán sortear problemas de corto plazo como la prevalencia de la informalidad y el desempleo, y los de largo plazo como la falta de movilidad social.
Tanto en México como en el resto del mundo estamos acostumbrados a clasificar los temas de política pública de acuerdo con la índole que atienden, por ejemplo, el combate a la pobreza, la política monetaria, la protección a áreas forestales, la salud pública, la infraestructura de transporte. Esta práctica ha ayudado a entrenar profesionistas y crear instituciones especializadas en el estudio, regulación, gobernanza e intervención de estas distintas temáticas, por ejemplo, el CONEVAL, el Banco de México y la PROFEPA. Ello dota a las instituciones públicas de cierta ‘infraestructura’ de capital humano para responder a eventualidades como una pandemia. Desafortunadamente, los eventos de impacto global del siglo XXI han rebasado la capacidad de respuesta de muchos gobiernos. Durante la pandemia, en distintos países, incluyendo México, se desataron fuertes debates en torno a la disyuntiva entre los beneficios (en términos de salud pública) y los costos (principalmente económicos) de intervenciones como la suspensión de actividades escolares, el cese de actividades laborales, los toques de queda, el cierre de fronteras y los confinamientos. La proliferación de debates en foros públicos, medios convencionales, redes sociales y aulas universitarias no representa algo malo, sino todo lo contrario. El problema surge cuando estas discusiones están fundamentadas en evidencia relativamente pobre o unidimensional, al menos en lo respectivo a los efectos multidimensionales como los que se dieron durante la pandemia.
Un primer síntoma de la carencia de herramientas sistémicas de política pública se puede observar en la diversidad de intervenciones que se aplicaron alrededor del mundo como respuesta a la pandemia. En un extremo del espectro de políticas, tenemos el caso de Suecia, nación que apostó por la inmunidad de rebaño y que no implementó prácticamente ninguna medida para suspender actividades sociales y económicas. En el otro extremo está el caso de China, país que, hasta la fecha, sigue implementando severos confinamientos en cuanto se detectan brotes de SARS-CoV-2. En medio de estos extremos, podemos encontrar toda una ecología de intervenciones, sin quedar del todo claro cuáles han sido las más beneficiosas pues los casos que uno puede considerar exitosos en términos de balance entre costo y beneficio siguen careciendo de evidencia convincente y parecen ser más bien el producto de una serendipia. Algunos gobiernos no contaron con muchas opciones pues, como en México, la suspensión cuasiabsoluta de labores siempre fue económicamente inviable debido al carente sistema de seguridad social del país. Por supuesto, cada nación está sujeta a un contexto específico, por lo que el abanico de políticas públicas que uno observa en el mundo es, en cierta medida, reflejo de cómo los gobiernos responden de acuerdo con sus circunstancias sociales, institucionales, culturales, ambientales y geográficas específicas.
A pesar de que los gobiernos suelen adaptar sus decisiones a las circunstancias de sus naciones, sería un tanto ingenuo atribuir por completo la diversidad de políticas observada durante la pandemia al contexto de los países, descartando el hecho de que muchos gobiernos simplemente no contaron con la evidencia suficiente para evaluar los impactos multidimensionales de la pandemia. Como resultado de esta carencia, los hacedores de política se vieron orillados, en unos casos, a guiarse por opiniones de expertos en disciplinas aisladas. En otros casos, fueron los dogmas de los gobernantes y sus círculos cercanos los que dictaron las acciones a tomar. Ejemplo del primer caso es el sueco; en aquel país, diversos analistas han documentado el excesivo poder de decisión que se le dio a una sola persona, el epidemiólogo que lideró la estrategia de respuesta del gobierno, aparentemente sin ponderar la evidencia aportada por sus colegas. Los mismos analistas argumentan que este poder de decisión, aunado a una norma social de confianza casi absoluta en las autoridades, llevó a un muy precario cuestionamiento por parte de la población general, costando miles de vidas que, argumentan estos analistas, pudieron haber sido innecesarias.
El segundo caso —el de los dogmas— lo podemos encontrar en México, país donde se escuchó a autoridades declarar que “a los pobres no les da COVID” o que los equipos técnicos que han construido desde hace tiempo la infraestructura técnica del sector público sólo hacen “ciencia neoliberal”. Resulta difícil creer que gobernantes con estas ideas estarían abiertos a la mejor evidencia disponible (o a generarla), especialmente si ésta contradice sus dogmas. Claramente, es fácil caer en una trampa de ignorancia, independientemente de si se hace de manera intencional o no, o de si se está en un país con alto ingreso o en vías de desarrollo. Por ello, es importante discutir algunas de las razones estructurales del porqué se ha evidenciado esta carencia técnica alrededor del mundo; de lo contrario, se corre el riesgo de eximir a los gobernantes de la responsabilidad de procurar la mejor toma de decisión.
Hoy queda claro que la pandemia ha tenido efectos de muy diversa índole. En el sur global, la economía informal y la pobreza aumentaron; en países donde se suspendió la educación básica presencial, parece haber secuelas en el desarrollo de habilidades psicosociales en infantes; en poblaciones adultas que permanecieron en confinamientos prolongados, los problemas relacionados con la salud mental parecen haber aumentado. Además, empresas forzadas a cerrar plantas siguen en proceso de recuperación, si es que no cerraron permanentemente; las cadenas productivas globales sufrieron desajustes estructurales por una contracción unísona de demandas alrededor del mundo; algunas ciudades como Londres, ‘desalojadas’ gracias a nuevos arreglos de trabajo remoto, están experimentando una burbuja inmobiliaria a causa del súbito regreso de sus inquilinos. Algo a destacar de estos efectos es que también tendrán consecuencias a largo plazo. Por ejemplo, el aumento de la pobreza y, más generalmente, la desigualdad de ingreso refuerzan las condiciones estructurales que frenan la movilidad social. No conozco a ningún académico o experto que haya previsto tal diversidad de impactos por sí solo; no es de sorprender pues es un problema sistémico altamente complejo.
Entonces, si fenómenos de esta índole pueden ser tan difíciles de abordar, ¿qué es lo que deben hacer los gobiernos para enfrentarlos? En mi opinión, existen dos acciones fundamentales que son necesarias, independientemente de la estrategia que se decida tomar posteriormente: (1) la evidencia científica de alta calidad debe ser un requisito en toda toma de decisión y (2) debe buscarse una integración de los avances científicos y tecnológicos para obtener un entendimiento sistémico de los fenómenos que caracterizan el siglo XXI. Permítame explicar cada uno de estos puntos por separado y corriendo el riesgo de verme un tanto reduccionista al enfocarme en el caso de los efectos cruzados entre la salud pública y la economía durante la pandemia.
Pocos científicos y analistas serios estarían en desacuerdo con mi primer postulado, pues la toma de decisión basada en evidencia es una de las condiciones necesarias de una buena gobernanza. Sin embargo, el término evidencia suele usarse con cierta ligereza, frecuentemente apelando a argumentos de democratización de la ciencia. Uno debe ser cuidadoso al respecto, pues el progreso científico no es democrático y no tiene por qué serlo. No toda la evidencia es de la misma calidad y no debe ser ponderada de la misma manera. Por el contrario, la evidencia de mejor calidad es aquella que sigue procesos más rigurosos, que se basa en estudios más exhaustivos y que ha sobrevivido a más pruebas. Por ejemplo, para decidir sobre la implementación de una medida de confinamiento, no se le puede dar el mismo peso a los argumentos de un equipo de científicos presentando simulaciones espaciales de la dinámica urbana (que han sido usado en numerosos estudios), que a las críticas de un segundo grupo que —por razones dogmáticas— no cree en los modelos de simulación y que tampoco propone evidencia rigurosa que vaya más allá de una retórica sin un escrutinio sistemático sustentado, por lo menos, con datos.
También es posible contar con distintos tipos de evidencia de alta calidad que pueden ser difíciles de comparar; es ahí donde entra el consenso científico y la importancia de considerar distintas perspectivas. Por ejemplo, supongamos que hay un tercer grupo de analistas que ha llevado a cabo trabajo de campo recolectando información —por medio de encuestas— sobre los motivos económicos por los que las personas deciden incumplir con las disposiciones gubernamentales de confinamiento. Al considerar la evidencia aportada por el primer y el tercer grupo —el del modelo de simulación y el de la encuesta— es evidente que es difícil hacer comparaciones, pues cada enfoque utiliza metodologías muy distintas, pero aportan evidencia que puede ser igualmente válida cuando están sujetas al escrutinio científico. He aquí la importancia del consenso científico para recolectar distintos tipos de evidencia de ‘alta calidad’, pues de lo contrario se corre el riesgo de caer en retrocesos y en pérdida de capacidad de respuesta.
La crítica retórica no es un ejercicio inútil. Bien canalizada puede servir para considerar mecanismos que han sido ignorados en ejercicios analíticos previos. Para ello, se debe tener un buen entendimiento del método o estudio a criticar, el argumento debe identificar claramente las limitantes, debe basarse en alguna evidencia y debe intentar ser propositiva para buscar mejorar la metodología. De lo contrario, se puede caer en el recurrente error de confundir el pensamiento crítico con el ‘ser criticón’. Volviendo al ejemplo anterior, supongamos que el grupo crítico del análisis de simulación espacial cuestiona dicho estudio porque el modelo utilizado no toma en cuenta los incentivos económicos de los individuos para incumplir con el confinamiento, los cuales pueden variar considerablemente a través de estratos sociales. En este caso, se puede recurrir a la evidencia recabada por el grupo encuestador, de modo que el grupo modelador intente incorporar dichos mecanismos para ofrecer un análisis más minucioso que permita desentrañar impactos diferenciados entre estratos sociales.
El ejemplo anterior ilustra el caso de sinergias entre tres grupos de trabajo y tipos de evidencia. Es el escenario ideal para muchos equipos técnicos, pero algo sumamente difícil de lograr en la práctica. Permítame explicar esta dificultad ilustrando la desconexión entre los modelos epidemiológicos y los económicos evidenciada durante la pandemia. Por un lado, en la dimensión epidemiológica, los gobiernos que decidieron informarse por medio de las mejores herramientas disponibles emplearon modelos computacionales masivos, donde poblaciones enteras eran simuladas, con individuos desplazándose entre sus lugares de trabajo, de ocio, escuelas y viviendas (como los modelos usados por los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, en EE.UU.). Con este nivel de detalle fue posible pronosticar cómo cambiarían las curvas de contagio en distintas regiones o ciudades de acuerdo con algunos tipos de intervención. Desafortunadamente, dichos modelos tratan a las personas como átomos carentes de comportamiento humano e incentivos económicos; por ende, son incapaces de adaptarse a intervenciones gubernamentales. Del lado de los economistas, las opciones no eran mejores. Los modelos económicos que habitualmente se usan para asesorar a los gobiernos suelen ser altamente agregados; es decir, modelan mercados completos o agentes ‘promedio’. Difícilmente pueden considerar poblaciones heterogéneas con individuos interactuando en un entorno social (algo clave en un fenómeno epidemiológico) y con incertidumbre. El tipo de análisis que estos expertos pudieron ofrecer fue de impactos agregados, altamente estilizados y opacos en términos de elementos clave como la movilidad espacial o la evolución de normas sociales; por ejemplo, los mexicanos cambiaron drásticamente su norma social de rechazo a las mascarillas, mientras que la mayoría de los países occidentales ha mantenido una actitud de rechazo hacia el uso de éstas.
Durante la pandemia, hasta los países con mayor capital humano sucumbieron ante la brecha existente entre epidemiólogos y economistas; aunque algunos grupos intentaron cerrarla por medio del desarrollo de nuevos modelos, ya era demasiado tarde cuando publicaron sus avances (apenas este año han aparecido las primeras publicaciones de modelos computacionales detallados que integran aspectos epidemiológicos y económicos). Este retraso es reflejo de una cultura de trabajo en silos (de manera aislada) y de las dificultades conceptuales y técnicas asociadas con un pensamiento sistémico. Ello me lleva a mi segundo postulado: la necesidad de integrar los avances científicos y tecnológicos para desarrollar un entendimiento sistémico de los fenómenos.
Lo anterior parece más fácil de lo que en realidad es. En primera instancia, se requiere incentivar a los profesionistas e investigadores de distintas disciplinas a trabajar en conjunto con este tipo de problemas. Dichos incentivos usualmente están vinculados a programas de gobierno que buscan invertir en este tipo de investigación. En segundo lugar, no solo se requiere investigación, sino también entrenar a aquellos que utilizarán los métodos y herramientas derivados. Es decir, a los equipos técnicos y los futuros egresados que formarán parte de éstos. Tercero, tanto la inversión en investigación como en entrenamiento deben ser un esfuerzo sustentable que trascienda administraciones, no una política efímera que disfrace una falta de compromiso.
En cuarto lugar, se requiere que el aparato público cuente con estrategias robustas para canalizar la evidencia derivada de dichos expertos hasta las instancias más importantes de la toma de decisión. En los países más avanzados, dichos canales están constituidos por un servicio civil de carrera, agencias especializadas o comités (independientes) de expertos que, por ley, deben ser consultados en cierto tipo de decisiones. Este tipo de organizaciones se diseña con el fin de proveer robustez a la capacidad técnica del estado. En México, una fórmula recurrente ha sido la creación de entes autónomos. Sin embargo, ello no garantiza que las medidas anteriores tengan éxito. Por una parte, el contar con un ente autónomo no asegura que la evidencia generada sea de la mejor calidad, pues si no existe una inversión seria y sostenida en ciencia y capacitación, estas entidades carecerán de innovación y entrarán en un círculo vicioso de contratar personal poco diverso (lo que en las universidades se conoce como ‘incesto académico’). Por otra parte, y lo que me lleva al quinto punto, es necesario que el gobierno sea receptivo ante dicha evidencia. De lo contrario, toda la evidencia generada caerá en oídos sordos; algo que también se observó alrededor del mundo durante la pandemia.
En conclusión, estamos entrando en una época en la que los cambios bruscos de distinta índole nos afectarán con mayor frecuencia e impacto que en el pasado, de forma directa o indirecta y a una velocidad nunca antes vista. La incapacidad de responder a estas eventualidades con intervenciones holísticas de corto plazo nos pone en riesgo de experimentar rezagos en desarrollo económico, desigualdad, estancamiento social, salud pública, medio ambiente, resiliencia. En el largo plazo, la carencia de políticas integrales amenaza con un crecimiento en desigualdades estructurales que contribuirían a frenar la movilidad social. Afrontar estos cambios requiere nuevas herramientas por parte de los gobiernos y un compromiso serio y sostenido para apoyar su desarrollo. EP
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