En esta entrevista, Marta Ruiz —periodista y ex miembro de la Comisión de la Verdad en Colombia— habla sobre la importancia de los procesos de construcción de paz en México y Colombia, naciones hermanadas a raíz del funesto azote de la delincuencia organizada.
La paz verdadera se construye desde abajo: entrevista con Marta Ruiz
En esta entrevista, Marta Ruiz —periodista y ex miembro de la Comisión de la Verdad en Colombia— habla sobre la importancia de los procesos de construcción de paz en México y Colombia, naciones hermanadas a raíz del funesto azote de la delincuencia organizada.
Texto de Heriberto Paredes 20/12/23
Entrevista conducida por Heriberto Paredes
Este País conversó con Marta Ruiz, periodista que cubrió durante 15 años el conflicto armado en Colombia y hasta hace poco fue integrante de la Comisión de la Verdad en aquel país. Sus reflexiones sobre la verdad, las dificultades para construirla en función de un proceso de paz, y sobre el papel de las instituciones político-militares, del Estado y de las organizaciones criminales son fundamentales a la luz de lo que ocurre en México.
Colombia y México no solo han sostenido vínculos históricos, comerciales y culturales, sino que también se trata de dos naciones que bien podrían funcionar como un espejo. Actualmente nuestro país atraviesa por un momento crucial en el que la violencia no solo no disminuye sino que encuentra nuevas formas de reproducirse. De parte del Gobierno saliente, encabezado por Andrés Manuel López Obrador, la respuesta a los cuestionamientos sobre sus acciones concretas para disminuir el número de personas desaparecidas, de feminicidios y asesinatos dolosos no está cargada de argumentos, sino de acusaciones desgastadas que ocultan el empoderamiento atroz del ejército y de las propias organizaciones criminales.
Leer a Marta Ruiz nos puede devolver la esperanza en el papel tan fundamental que tienen las propias comunidades que componen estos países; su experiencia y reflexión sobre los retos que conlleva la construcción de modelos de sociedad pacíficos tienen claves que podemos recuperar, aquí en México, para comenzar un nuevo debate sin prejuicios y sin dejar de lado temas cruciales como la legalización de las drogas o la negociación con organizaciones criminales.
Este País (EP): ¿Qué es para ti la verdad? ¿Es posible construir algo llamado verdad?
Marta Ruiz (MR): Yo creo que la verdad tiene muchas dimensiones. Uno podría acercarse a la verdad de muchas maneras, pero en nuestro caso la verdad es un piso, una base para mirar el pasado y para imaginar el futuro. Yo pienso que la verdad es una especie de llave, una llave para abrir y para cerrar, es un umbral para transitar de una situación a otra, es un ejercicio para encontrar un lenguaje común, unas perspectivas comunes y también para poder esclarecer las diferencias que hay en torno al pasado. Es un espacio para construir acuerdos básicos, porque hay gente que dice que no hay una verdad sino muchas, pero realmente, en la Comisión de la Verdad, observamos que hay unos hechos que es necesario que todos admitamos que ocurrieron de cierta manera, porque si no entramos en un relativismo histórico completo y eso tampoco es sano para afrontar el cierre de las heridas de una guerra.
La verdad es también un hilo narrativo que sutura heridas que están abiertas. Es importante decir que hay una base fáctica, unos hechos que todos debemos reconocer como hechos que ocurrieron de cierto modo, un acuerdo básico que debemos lograr. Tendremos muchas diferencias en torno a los detalles o las motivaciones, pero es necesario que haya un mínimo acuerdo sobre lo que ocurrió.
EP: ¿En la Comisión, de alguna manera, lograron ese piso común…?
MR: Yo creo que sí, pero todavía hay mucho negacionismo; hay muchos sectores que niegan. Hay un negacionismo de corte ideológico, pero los hechos que la Comisión ha planteado están verificados y algunos ya tienen agregada una verdad judicial y otros están en camino de ser agregados judicialmente.
Hay verdades que la Comisión estableció que no son verdades humanas, que no pasan por una verdad forense; por ejemplo, una dimensión de la verdad muy importante es subjetiva, es decir, lo que pasó con las personas, los sentimientos, las emociones, el daño que produjo el conflicto y la violencia en las vidas. Eso no tiene constatación judicial, eso es una constatación humana.
La Comisión tiene un amplio trabajo sobre impactos y entonces uno puede ver el daño o la herida y la profundidad de la violencia en la vida de la gente, y eso es parte de una verdad que no se puede negar porque ahí está el dolor de las personas.
EP: ¿Quiénes son los sectores más reticentes a aceptar determinados hechos?
MR: El problema es que todos quiere escuchar la verdad sobre lo que hicieron los demás, pero cuesta mucho trabajo aceptar las propias verdades; eso pasa en la vida humana en general. Todo mundo es mejor contando las verdades ajenas que las propias; para eso vamos al psiquiatra y ahí lo que obtenemos es que él no nos dice la verdad, sino que nosotros mismos nos la decimos.
Hay una dimensión de la verdad que es muy importante y es el reconocimiento, y ese era parte de nuestro mandato: reconocer lo que pasó, pero esa parte es la más difícil porque exige auto-reconocimiento también. Yo encuentro mucho negacionismo en sectores militares, porque hay una noción de heroísmo, de que ellos ganaron la guerra; así se lo han vendido los políticos. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) fueron a las negociaciones derrotadas; entonces, a ellos se les dificulta mucho asumir sus crímenes porque eso pone en entredicho su heroísmo, pero hay crímenes de guerra muy graves cometidos por la fuerza pública.
También hay una gran disputa política en torno al concepto de legitimidad, es decir, qué tan legítima fue la violencia institucional. El primer negacionismo viene históricamente del Estado; este Gobierno ha cambiado, pues el ministro de Defensa encontró órdenes judiciales, más de 50, de solicitud de perdón y de reconocimiento de que se habían realizado. Aunque incluso la Corte Interamericana [de Derechos Humanos] había exigido que el ejército y la fuerza pública reconocieran y pidieran perdón a las víctimas, eso estaba congelado.
Este Gobierno lo está haciendo, y eso es un esfuerzo que les cuesta mucho a ellos, porque siempre están alegando, como Milei, que fueron casos aislados y no patrones, a lo cual la Comisión respondió que ocurrió lo contrario. Existe la noción de que era necesario, de que era imposible no hacer la guerra o de que el desafío a la seguridad era tan grande que muchos de estos crímenes de guerra eran explicables. Ahí hay mucho negacionismo.
Pero también encuentras en las guerrillas negacionismo, porque también hay una narrativa revolucionaria que pretende que la revolución todo lo puede, que todo lo vale y que hay una noción de que la guerra es así, de que la guerra es injusta, cruel y despiadada. Entonces, les cuesta mucho aceptar el marco del cual nosotros partimos: los derechos humanos (DH) y el derecho internacional humanitario (DIH). Les cuesta entender que ciertas prácticas fueron crímenes de guerra, prefieren que se llamen errores, pero cuando un error se comete en muchas partes, durante muchos años, es un patrón.
Los actores armados encuentra muy difícil entender que lo que hicieron fueron patrones y no unos cuantos errores. Pero si esto es difícil con los armados, es mucho más difícil con los no armados, por ejemplo, con los presidentes. Tuvimos a todos los presidentes en la Comisión de la Verdad y les cuesta mucho reconocer que sus decisiones políticas tuvieron consecuencias nefastas en términos de víctimas. Les decíamos a cada uno: ‘Mire, en su gobierno hubo tantas víctimas, tantos desaparecidos, tantas personas tuvieron que abandonar su hogar’, pero es muy difícil para ellos asumir la responsabilidad política. Es casi un bien escaso en Colombia, la responsabilidad política, y finalmente todos le echan la culpa a los militares.
Hay una cosa muy especial en el reconocimiento y es que los que están fuera de la ley, como los guerrilleros o los paramilitares, asumen que están fuera de la ley; para el Estado es muy difícil asumir los crímenes porque cree que tiene una legitimidad ganada de por sí y esa legitimidad está muy rota por los crímenes de guerra que se cometieron, precisamente.
Hay otros sectores a los que les cuesta mucho trabajo reconocer la verdad, porque en las guerras hay muchas responsabilidades compartidas. A los periodistas nos cuesta trabajo reconocer que nos equivocamos o que contribuimos de alguna manera a la deshumanización. O la iglesia, que en muchos momentos, pudiendo hacer mucho, no hizo nada. Hay muchas responsabilidades: entre el sector económico, el sector político, la propia justicia. Sin embargo, la guerra se sigue viendo como algo que le corresponde solamente a quienes portan las armas, aunque las motivaciones de la guerra son políticas.
Y qué decir de Estados Unidos, que jamás reconocerá las cosas horrendas que hizo en este país.
EP: En Colombia, la construcción de este piso común de verdad pasa por la participación de fuerzas beligerantes reconocidas. Sin embargo, lo que ocurre en México es que no existe el reconocimiento de un conflicto armado, pero sí las consecuencias de la violencia.
MR: He ido adaptando mi opinión al respecto, a partir de mi experiencia en Colombia. Lo que puedo decir es que aquí hubo un conflicto netamente político, aunque con más de 30 años es un conflicto súper híbrido; es decir, un conflicto que es también criminal y del narcotráfico, pero la narrativa política, la historia política, pesa mucho y entonces es muy natural que el DIH y los DH sean la matriz sobre la cual se trabaja.
Eso es menos claro en un conflicto criminal como el que más o menos se tiene en México. Tienen unas guerras criminales atravesadas por la política, sin duda, pero no es tan claro que se pueda aplicar el DIH. En Colombia es más fácil hablar de construcción de paz y de negociación porque a los actores se les reconoce ese estatus político, por razones de la historia, porque, aunque los actores han mutado, la matriz principal es claramente una guerra insurgente y contrainsurgente.
La pregunta en México es: ¿qué es lo que está en disputa?
EP: ¿Cómo sentar a las partes? Imagínate un proceso de negociación con el Cártel de Sinaloa y no con un grupo político-militar reconocido.
MR: Partiendo de la experiencia en Colombia, hay que decir que las FARC no eran un cártel de la droga, sino una guerrilla que se financió con dinero del narcotráfico, y esto fue claro para el gobierno de [Juan Manuel] Santos porque negoció con ellos como un grupo político. Con Pablo Escobar hubo, prácticamente, negociaciones; se trataba de un sometimiento a la justicia, pero bajo las condiciones que él puso con un Estado muy débil, arrodillado por la violencia de Pablo, pero lo que ocurrió después de su muerte es que los otros narcotraficantes que contribuyeron a matar a Pablo se convirtieron en actores del conflicto armado.
Ellos eran narcos y en tres años los vimos camuflajeados como paramilitares, actuando al lado del Estado. El narcotráfico encontró en la guerra la manera de entrar al sistema, de legitimarse, de legalizarse. Se vistieron de camuflaje y se proclamaron defensores de las comunidades ante el asedio guerrillero y el Estado les permitió actuar impunemente, dominar regiones enteras y luego los desarmó. Se usa la palabra ‘desmonte’, uno desmonta algo que montó.
Ellos se metieron a la guerra porque, en Colombia, la guerra insurgente y contrainsurgente es un remolino que se lo chupa todo: su gran narrativa es la guerra y la paz. Todo aquel que no esté metido en la guerra es un simple bandido y ellos siempre se negaron a eso. Hoy ves a los grandes jefes paramilitares haciendo fila ante la justicia especial de paz —que no los cubre a ellos— y están diciendo: ‘Yo no era narco, yo era agente del Estado, trabajé al lado del ejército…’.
En Colombia sí se ha negociado con el narco: la de [Álvaro] Uribe con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) fue una negociación con el narcotráfico, pero se construyó la narrativa de que era un actor contrainsurgente. Este era un camino que buscaron, con la anuencia de los Gobiernos colombianos y el de Estados Unidos.
EP: ¿Cómo pensar esto en México cuando los narcotraficantes no tienen esta legitimidad?
MR: Los narcotraficantes se legitiman a través del control de la política y del territorio. Por ejemplo, en Colombia hay mucho reciclaje de estos grupos, y la guerrilla fue una escuela, entonces la gente aprendió que la manera en que se construye el poder es dominando el territorio, dominando la economía. Por ello regulan los mercados, regulan la vida social a través de una pseudojusticia en donde imponen unos códigos, unas normas y dominan la política.
Es en el dominio territorial donde se parecen la situación de México y la de Colombia: somos países donde el control territorial lo están ejerciendo grupos armados de carácter criminal. En el caso colombiano es más pseudopolítico que criminal, y esto tiene que ver con fallas del Estado, lo cual permite las negociaciones de paz porque hay una agenda política en donde se incluyen reformas agrarias, laborales, etc., pero con los grupos criminales lo que se negocia es una agenda de justicia, lo que llamamos “el sometimiento a la justicia”.
En el Gobierno de Petro existe ahora una política de paz total: al comienzo fue darle un tratamiento igual a todos, desde al Ejército de Liberación Nacional (ELN), que todavía es una guerrilla política, hasta a las bandas que aún dominan criminalmente ciudades como Medellín o Quibdó. Lo que acaba de decir la Corte Constitucional es que sí se puede negociar con estos grupos criminales, darles tratamiento político o no es decisión del presidente, pero el Congreso sí tiene que fijar unos límites del sometimiento a la justicia. Y el punto crítico que aplica para México son las víctimas.
La Comisión de la Verdad sabe que hay que conversar con todos, porque incluso los grupos criminales son producto de nuestras deficiencias como sistema político y como Estado; el hecho de que los grupos criminales dominen territorios se explica por las fallas del propio Estado.
Sí tenemos que conversar con ellos, someterlos a la justicia sí, pero aplicar mecanismos de justicia transicional. En el mundo esta justicia ha estado reservada para los procesos de paz o transiciones a la democracia, pero en Colombia nos hemos dado cuenta de que los crímenes del narco han sido tan masivos como los de la guerra, y esas víctimas requieren verdad, requieren justicia, requieren reparación y requieren garantías de no repetición.
En Colombia, los sometimientos de justicia sin los elementos de la justicia transicional, como cuando se hizo con Pablo Escobar, van en contra de las víctimas, porque se piensa que someter a los narcotraficantes a la justicia es resolver el problema, frenar la violencia de estos grupos. Pero ahora ya no solo basta con frenarla, sino que hay que pensar en las víctimas y en México hay unos niveles de victimización y de violación a los derechos humanos muy altos.
Y hay que pensar también si estamos frente a nuevas guerras, es decir, si estas guerras son realmente distintas y si son realmente guerras, en el sentido de que también amenazan la existencia de los Estados. De alguna manera, el crimen organizado es un desafío para la existencia del Estado, aunque su fortaleza depende de la corrupción, pues esta explica que tengamos estos grupos criminales.
También está la base social. En el caso de Colombia, no solo ejercen violencia coercitiva, sino que dominan las economías. Eso beneficia a mucha gente y en muchas regiones la economía ilegal es la que existe, pero el Estado no regula las economías ilegales, que es el otro gran cambio que propuso este Gobierno y la Comisión: hay que regular el negocio de la coca, no hay que dejárselo a ellos. El mayor problema del mercado es que está anclado en el prohibicionismo y esto es lo que ha hecho que el negocio sea tan rentable y que ellos sean tan poderosos.
Hay que empezar a generar una cantidad de acciones que le quiten mercado a estos grupos. Yo no creo que las soluciones judiciales de “perseguir y perseguir” sean rentables. La economía de la coca está más viva que nunca, la violencia sigue siendo el factor principal en Colombia. Sin embargo, es muy difícil negociar con estos grupos.
Por ejemplo, negocias con la guerrilla con la idea de poner punto final, pero si negocias con el narcotráfico sabes que no hay punto final porque la economía está viva y vigorosa. Se negocia con una generación de narcos, pero diez años después tienes otra generación igual de poderosa; entonces, la gran pregunta en Colombia es: ¿qué negocias con ellos? Negocias que dejen la violencia y no les toques sus riquezas, reparen algo a las víctimas, pero paren la violencia, y es una negociación que me parece cíclica. El asunto es cómo romper este carácter cíclico.
EP: Lo que ocurre en México es que ya se están formando las nuevas generaciones de las organizaciones criminales.
MR: Yo ahí soy idealista. Creo que la estrategia tiene que tener un gran componente de trabajo con las comunidades, es decir, hay que quitarle el respaldo de la gente a estos grupos, y eso solo se puede hacer con una economía distinta.
Siento que en el caso de México todo se desató después de la firma del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, pues destruyó la economía de las regiones. Y lo que ocurre mucho en Colombia es que en muchas regiones se fueron creando dos países: uno que logra ponerse a tono con la Modernidad y otro que se va quedando sin oportunidades y aislado, y en esa Colombia es donde estos grupos lograron construir su retaguardia.
En Colombia es muy importante, también, la herencia de la guerra, porque los grupos se comportan como ejércitos: tienen retaguardias rurales, tienen unos modos de actuar heredados de la guerra, tienen unos modelos de esta naturaleza para su negocio. Mucha gente piensa que el gran negocio de los grupos ilegales no es la droga, sino el control del territorio, porque controlan rutas y cobran por el paso.
Por supuesto que el narcotráfico es rey, pero las economías ilegales como la minería ilegal, el tráfico de personas también lo son, como lo que pasa con el aguacate y el limón en México. Vemos que el oro es un producto legal, lo que es ilegal es la manera en que lo explotan. Pero más que el narcotráfico es que los Estados no funcionan, son “semi-fallidos”, esto explica lo que pasa. Por ejemplo, en Estados Unidos también hay mafia, porque alguien recibe la droga y la distribuye, pero ellos no han dejado que estos grupos controlen la economía ni dominen el territorio.
Tenemos que buscar soluciones desde el análisis, pero, para mí, una solución está tanto en las grandes negociaciones con estos grupos como en generar procesos con las comunidades mismas. Uno persigue y persigue narcos y eso ayuda, por supuesto, acabas con el poder del Chapo o de otro, pero esto es eterno. ¿Cómo le haces para quitarles el poder territorial, para que no gobiernen?
EP: Hay dos cosas que me preocupan, bajo la perspectiva de la construcción de paz: en primer lugar, la existencia de muchísimas armas en la región y su distribución masiva; en segundo, el papel de las víctimas, individuales y colectivas.
MR: Respecto a las víctimas se necesitan mecanismos de justicia transicional y otorgarle a los criminales algún tipo de beneficio a cambio de la verdad. En el caso de Colombia, lo que se ha hecho es incluso recurrir a una verdad extrajudicial, porque ellos no dicen dónde están los desaparecidos porque luego los van a enjuiciar por eso; entonces, este mecanismo implica beneficios para los perpetradores a cambio de verdad, reparación y de cierto perdón judicial.
Lo que sí hay que proponerle al crimen organizado es una política de paz, de paz regional, no necesariamente una negociación con los grandes jefes, porque el problema no son las armas sino la cantidad de gente que está dispuesta a usarlas para cualquier cosa: para extorsionar, para imponer su poder (todo esto vinculado a los modelos masculinos de ejercicio del poder); se requieren ejercicios muy fuertes con las comunidades.
Aquí, a eso le llamamos “la asfixia democrática”, para que las comunidades mismas empiecen a sentir que ese no es el camino, sino construir modelos de paz local. En Colombia siempre hemos pensado que la paz es una gran negociación con jefes, lo cual trae cierta paz, pero la paz verdadera la tienes que construir desde abajo. Ese es el desafío.
Siempre pensamos que si se negocia con los líderes eso se derrama hacia abajo, pero no ha pasado así. Lo que necesita Colombia ahora es que las propias comunidades le cierren la puerta al crimen organizado; la gente ya se cansó de la violencia y no quiere que sus hijos vayan a estos grupos porque los están matando. Uno necesita dar muchos incentivos para que la gente diga: ‘Mire, yo prefiero no tener plata, prefiero tener otra vida’. Esto es difícil con una frontera como la que México tiene con Estados Unidos.
EP: Si es posible un proceso de paz en nuestra región, ¿para ti sería no solo a través de lo macro sino de lo local?
MR: Hay que reconstruir la relación del Estado con la gente. Todo esto pasa porque el ejército, porque la policía, todos están con el crimen organizado. La gente está muy sola y, en el caso nuestro, muy desprotegida; son Estados que no logran proteger a la gente.
Tenemos que fortalecer la relación entre el Estado y la gente. Intuyendo lo que pasa en México, creo que el neoliberalismo debilitó al Estado y su relación con la gente; todo esto está relacionado con la economía: si la gente no tiene plata, se vuelca a la economía ilegal. Y definitivamente la legalización de la droga se necesita: si sigue la prohibición, no va a haber paz.
Podemos arrebatarle violencia a estos grupos, pero es muy difícil un crimen organizado sin violencia. Tenemos la experiencia de Medellín: ahí ha bajado mucho la violencia, pero el crimen organizado sigue manejando los hilos de la ciudad. Creo que se dieron cuenta de que entraron a otro nivel de dominio, están más en negocios y tienen un ejercicio de la violencia menos coercitivo. Ellos, por ejemplo, están muy interesados en negociar con el Gobierno, porque ya tienen grandes capitales.
Aprendí una ley de Pablo Escobar: “Por más dinero que tengas, en algún momento tienes que ser legitimado”. No sirve tener demasiado dinero y no tener legitimidad, vivir en las alcantarillas; es una especie de “crecimiento decreciente”, en donde si tienes mucho dinero necesitas entrar al círculo de poder, porque de otra manera ya no es negocio tener tanta plata, porque no puedes usarla.
Es ahí donde se puede negociar, pero sigue el problema del reciclaje generacional, porque se puede negociar con los grupos actuales, pero vendrán nuevas personas a menos que el Estado tome acciones para controlar los territorios y generar dinámicas virtuosas con la gente. Estamos en una encrucijada.
EP: Partiendo de esta imagen de la encrucijada, ¿cuáles serían tus reflexiones finales?
MR: Hay que generar resistencias a la violencia desde la cultura de la gente. Sé que es una tarea muy fuerte, pero hay que generar modelos de sociedad más pacifistas, construir una cultura de la no violencia y esto es un esfuerzo más en la sociedad.
Es casi como un proceso civilizatorio y como referencia están sociedades antiguas que se fueron pacificando, pero que eran muy violentas. Se trata de una confluencia de procesos políticos, sociales y culturales. Con el crimen organizado hay que hacer sometimientos que incluyan a las víctimas y que se repare ese tejido social. Esto es un modelo de paz, pero no basta: hay que trabajar con la gente, fortalecer mucho la organización social, fortalecer la ética del país, la ética pública. Somos sociedades quebradas, pero eso no quiere decir que no se pueda. Tenemos que actuar como sociedades que tienen una catástrofe, necesitamos planes de la envergadura del Plan Marshall porque se trata de catástrofes sociales y tenemos que asumirlas como tal. Se necesitan pactos sociales y líderes morales, pero es difícil con el crimen organizado, aunque una domesticación de estos grupos va a significar una guerra entre ellos. EP
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