El emocionante juego electoral de la Liga Mexicana llegó a su fin. Aníbal Santiago nos explica las reglas, el estado de la cancha y las estrategias que siguieron los equipos para ganar la contienda.
Nuestras elecciones fueron un salvaje partido de futbol
El emocionante juego electoral de la Liga Mexicana llegó a su fin. Aníbal Santiago nos explica las reglas, el estado de la cancha y las estrategias que siguieron los equipos para ganar la contienda.
Texto de Aníbal Santiago 30/05/24
Las elecciones fueron un estadio majestuoso, estridente, apasionado y, sobre todo, violento, donde se jugó un partido de futbol. Aunque las medidas de seguridad —de múltiples grupos policiales que cargaron letales fusiles de asalto— en teoría serían extremas, y la vigilancia abarcó exterior, accesos, terreno de juego y vestidores, todo fue un fracaso. El saldo rojo de estos tres meses de campaña electoral es macabro: decenas de candidatos asesinados y retirados del césped con sus cuerpos perforados, y otros que renunciaron abandonando el encuentro antes de que algo les pasara.
En este extenuante juego que oficialmente inició el 1 de marzo pero al que antecedió una larga y caliente previa en que acusaciones justificadas y a la vez infamias venían incendiando a los hinchas —los 100 millones de electores de bandos que se odian—, fuimos testigos de los minutos finales del Clásico.
Del lado izquierdo se acomodó el poderoso equipo guinda, monarca actual, curiosamente enriquecido en posiciones clave por desertores de su adversario (en friega cambiaron sus principios y su jersey). Durante seis años, este equipo nos insistió que quien no pertenecía a su plantel era, sin discusión, un jugador abominable que no tenía derecho a ser parte de este planeta.
Del otro costado vimos a su detestado enemigo de camiseta azul y roja, campeón durante décadas que buscó recuperar el codiciado trofeo. Lo dejó ir en 2018 tras horrorosos torneos como líder general pero con el juego sucio como plan estratégico.
Es comprensible que, a punto de llegar al minuto 90, el árbitro, el Instituto Nacional Electoral, temblara: hubo regiones del país donde los barras bravas que solo aspiran a crecer su negocio de venta de droga entre los fanáticos, esos hombres encapuchados siempre prestos al terror, amenazaban no permitir que las casillas se instalasen. La democracia en sus territorios parecía inconcebible y, pese a esa tragedia, el encuentro llegó a su fin. Analicemos sus componentes, la mayoría de las veces dramáticos porque como nunca antes se votó menos desde la razón que desde las vísceras: la venganza fue el móvil esencial de este partido que trazará el destino de México.
La cancha
Había una cancha en común, la democracia, a la que adulamos antes de corroborar con los botines su suavidad: “Qué bella y justa es, con su césped fresco, verde y terso. Ahí jugaremos ambos y ganará el mejor (yo)”. Pues no. Visto de cerca, esa grama estuvo llena de agujeros; por todos lados hubo mechones secos, ampollas de tierra, piedras. Si la democracia fuese contar votos como se cuentan los goles, todo bien. Pero la democracia es más que sumar correctamente papelitos con cruces, y ahí la realidad fue que el campo de juego estaba en ruinas. Los partidos políticos se decían demócratas pero lastimaron sistemáticamente a la democracia con el abuso de poder, los contrastes sociales, el saqueo al erario, la entrega de la nación a grupos criminales, el uso retorcido de medios y redes con fines partidistas, la blasfemia hacia el contrario. Al final, qué desgracia, nos engañamos al decir “La democracia mexicana es ejemplar”, como si todo se redujera a contar votos cuando fueron diarios y abominables los atentados tanto a la democracia puramente electoral como a esa organización política llamada democracia.
La FIFA
El presidente de la FIFA fue el presidente de México. Aunque debió ser ejemplar su conducta de neutralidad, su trabajo por todos los medios para que la democracia (la electoral y la de nuestro sistema político) alcanzara el rango de virtuosa y ganara con apego a las reglas el más habilidoso, sea quien sea, desde el primer día de su mandato —lucrando con su proyección pública— se manifestó a favor del equipo guinda. Lo defendió con pasión y los más bajos artificios. Dijo que el rival era, desde el portero hasta el delantero, fascista, corrupto, conservador (les llamó “conservas”). Para él, un alto directivo obsesionado por declarar ante los medios, el partido lo jugaron dos: su equipo, integrado por puros generosos, maravillosos cracks a los que repartió amor con sus declaraciones cada mañana, y el adversario, formado íntegramente por jugadores miserables —aunque su club haya contratado a montones de ellos— apoyados por una porra que vive en el error. Juró que el árbitro, el INE, se dedicaba a conspirar contra él, y por eso lo vejó un día sí y otro también con su guerra fría. Estaba harto, decía, de que el INE no estuviera de su lado.
Como fue tan parcial, arbitrario, reacio a la crítica y desde hace seis años usa su poder para el beneficio de su escuadra y el sufrimiento enemigo, se ganó un trofeo dorado y radiante: Verdugo de la Democracia.
Los equipos
Esto es futbol, y en este deporte solo se enfrentan dos equipos que se aborrecen —el tercer competidor, el equipo color fosfo, antes del silbatazo final ya quedó en un digno tercer lugar—: los dos finalistas se dedicaron a decir que son los mejores y a denostar a cada minuto al enemigo. Y los dos incurrieron en falacias para llegar al poder. Con el respaldo de la FIFA, el equipo guinda, actual campeón, juró que todos sus futbolistas eran puros como un manantial de los Alpes, y que la única misión de cada uno de ellos era hacer el bien al prójimo al que todo el tiempo llamó “pueblo”. Un defecto fue su autoritarismo. “Si no vas a apoyarnos con tus banderas, matracas y chiquitibunes, eres un mal ser humano”. Ellos —según ellos mismos, claro— fueron un equipo de súper héroes a lo Marvel blindados contra la corrupción, el cáncer del que no se curará jamás el adversario ni con las más crudas terapias.
Su rival rojo-azul fue, seamos francos, una fracasada mescolanza —por no decir un engendro— de lo que nos duele del pasado: una fusión de elementos de dos equipos —y uno tercero, amarillo e insignificante— al que gran parte de la afición le tenía pavor porque dominó por décadas la Liga Mexicana y lo hizo estruendosamente mal. ¿Y cuál fue su lema? “Tienes razón. Quizá no lo hicimos tan-tan-tan bien pero somos un equipo renovado, con principios nobles que te sorprenderán. Créenos”. ¿Quién les creyó?
Ay, qué calamidad de rivales persiguieron la gloria en esta Final.
La estrategia
Quisimos que el partido que terminó el 2 de junio a medianoche fuera un Real Madrid vs. Borussia Dortmund. No te confundas, esta no fue la Final de Champions ni a la estrategia la rigieron los pulcros principios del futbol según César Luis Menotti: defender, recuperar, gestar y definir. Aunque quisiéramos “futbol versallesco”, como dice nuestro narrador televisivo, esto fue un duelo llanero, emocionante pero desordenado, improvisado, caótico, cuyos jugadores carecieron de un solo gramo de la capacidad atlética de Cristiano o la magia de Messi. Fueron futbolistas excedidos de peso, rudos, torpes, soeces y dueños de un cuestionable atributo como método: la violencia artera contra el rival. Fueron salvajes.
El foul
El foul es la piedra fundacional de nuestra democracia, y por eso nuestra democracia es un enfermo terminal. Nada de Guardiola, Xabi, Klopp. Aquí las piernas fueron hachas que talaron al enemigo, y los dos equipos fueron incapaces de vencer innovando buenas artes; básicamente, pusieron la pata dura y quebraron al rival. La pierna fue un arma. Lucharon por acercarse a la victoria violando el reglamento. ¿Eso estaba prohibido? Ellos lo que anhelaban es vencer: el camino que eligieron es secundario.
Desde luego, en ocasiones desnudaron al rival mostrando con verdades lo troncos, limitados y corruptos que son, y eso es válido en cualquier contienda, pero aquí lo que los entrenadores trazaron sobre el pizarrón fue esencialmente un catálogo de faltas que erosionaron a la democracia. Ahí les va lo que marcaron con su plumón sobre la superficie blanca antes de saltar al campo: manipulación de medios y redes, polarización, desinformación, ataques personales, sabotaje, calumnia. Una lindura. Nuestro juego es más un combate de la UFC que futbol —perdón, UFC, no merecías esta agresión—.
La tarjeta amarilla
El pobre árbitro, el INE, no estaba autorizado a sacar nunca la tarjeta roja ni con ayuda del VAR —la Unidad Técnica de Fiscalización del INE— aunque la guardara en su bolsillo trasero. Es innegable, los dos equipos se merecían expulsiones en masa porque desde el primer minuto se dieron golpes explícitos y horripilantes, pero la persona vestida de rosa responsable de la justicia no tenía derecho a implantar el máximo castigo. Como la única opción era mostrar la amarilla, para los equipos fue más redituable pagar esa sanción que respetar el reglamento. La amonestación fue inocua, sirvió de nada. Equivalía a poner orejas de burro a un delincuente de alta peligrosidad; no hubo un acicate para que se comportara. En todo caso, si los finalistas se portaron mal, el INE obligó a retirar un spot o impuso una multilla económica menor —¿qué les podía importar?, si total, los equipos son millonarios—¿En algún momento hubo pérdida de financiamiento público, inhabilitación de un candidato? ¡No, por el Dios de los estadios, esto no es la Premier League! Es solo la Final de la Liga Mexicana.
La gambeta
Un jugador busca superar al rival mediante la destreza de la gambeta. La diversidad de maniobras elusivas que una gambeta contiene son casi infinitas, por eso nos encanta verlas. La improvisación nos ilumina con novedad. A veces un cambio de dirección, un toquecito corto, un túnel, un amague, lleva a ganar las espaldas al defensor y enfilar hacia la portería contraria. En un México ideal, esperaríamos que la habilidad política y discursiva de los candidatos superaran al rival. El argumento, la idea, la comprobación documental como herramientas. Pero no, instruidos en la Academia de la Obviedad solo tiraron patadas, se barrieron contra el tobillo, embistieron, sujetaron, obstruyeron, encajaron los tacos en la espinilla, dieron codazos, picaron ojos, taclearon, pellizcaron, metieron la mano.
El fuera de lugar
Como todo se redujo a foulear, adiós al debate, la mejor manera que se ha inventado para que las hinchadas se vuelvan más civilizadas e inteligentes. Jamás surgió un intercambio fino de ideas, una contraposición de argumentos con que los equipos nos ayudaran a los porristas a pensar a nuestro país, a desentrañar su complejidad. Lo días en que los vimos debatir, ¿acaso dijimos a la persona que teníamos al lado: “Qué profundo e interesante todo lo que acabamos de oír, me ayudaron a pensar a mi país”? Jajaja, ¡claro que no! En todo caso, destacamos quién se madreó a quién, quién en su intento de poner un golpazo cayó en el ridículo y nos hizo carcajearnos.
Concluido el debate, los únicos jodidos fuimos los electores: pese a no estar en el césped, los candidatos siempre nos hicieron caer en fuera de lugar. Supimos poco de sus propuestas, y si soltaron alguna siempre nos quedaron a deber los cómos —los esperamos expectantes, pero quizá ni ellos mismos los sabían pues ni siquiera se molestaron en pensarlos—. Siempre dijeron que volverán a México un país próspero, armonioso y pacífico. En vista de que no teníamos idea de cómo le harían para llegar a ese paraíso, nuestros votos no respaldaron ideas convincentes; fueron exclusivamente actos de fe: ayuda a mi candidato, Diosito, te prometo rezar a diario treinta y tres Padre Nuestro.
Alguien dirá que lo que votamos fue a un partido de izquierda o a una coalición de derecha, que seleccionamos justo eso, la visión de un país. La verdad, ese contraste ideológico estuvo bastante desdibujado, y lo demostró nuestra historia. A unos y otros les obsesiona el poder, su cuenta bancaria, su ascenso político. Al pueblo lo aman solo porque vota. El país, mientras tanto, son ríos de sangre de mujeres y hombres asesinados de las maneras más atroces. Es evidente que ni los abrazos que unos exaltaron, ni las balas que otros defendieron, han servido de nada.
México llora (en la espera de una tercera vía).
La hinchada
No nos engañemos. Nuestra posición como fanáticos de un equipo a veces se pareció más a la de un barra brava que a la de una ingenuo porrista familiar. La polarización de México hizo que, enfundados en los colores de nuestra identidad futbolera, apoyemos a nuestro equipo costara lo que costara. Si era necesario dar al hincha contrario una trompada en la boca, se la dimos. Si había que rompernos las manos aplaudiendo a nuestro líbero cuando clavó un alfiler en la nalga al rival en el tiro de esquina, ¿por qué no?
Nos gusta el futbol, ¡padrísimo!, pero ¡ojo!, le vamos a equipos diferentes. Y si el futbol —la democracia— nos une, la aversión por el otro nos separó.
Igual que el hincha, el votante estableció una ardorosa relación amorosa con su equipo, su partido político: no importaba si la estrategia del adversario era mejor, si mi conducta era artera. Quería a mi equipo ganador, y si eso significaba que los 11 enemigos salieran de la cancha sobre el carrito de las desgracias rumbo al quirófano con rotura de tibia y peroné, mi respaldo en las gradas valió.
¿Durante la hegemonía de mi equipo la violencia en la sociedad aumentó, la salud pública se arrastró en el fango, la educación cayó a la cola del mundo? Eso importó menos que la agonía de mi adversario. Nunca se admitió: “El penal en contra mío fue justo. Mi defensa rompió los ligamentos de la rodilla al oponente”.
Y que a nadie se le ocurriera pedir que dialogara con la otra hinchada, aceptara con respeto las diferencias, oyera activamente al que no pensaba como yo.
Gané, ¡y ya, pasemos a otra cosa!
El gol
Hay muchas vías para acercarse a la portería —sobre todo, las faltas— pero hay muy pocas vías para convertir gol. Los rivales pudieron anotar con una pared, un desborde fulminante, un tiro de larga distancia, una chilena. Pero no, el camino más certero para anotar fueron las encuestas. Por eso, los jugadores, en cuanto observaban cámaras y micrófonos, repetían: “Vamos 15 puntos arriba en las encuestas, 40 puntos arriba, 60 puntos arriba”. ¿Era cierto? ¿El balón en efecto había superado en la totalidad de su circunferencia la línea de meta y el gol era válido? Puede ser, pero mejor no preocuparse por nimiedades. Si gritabas gol, era gol. Como todo el tiempo dice nuestro presidente de la FIFA citando a Goebbels, jefe de propaganda nazi: “Una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”. Tú grita y vuelve a gritar que los números revelan que ya ganaste. Tú grita ¡goooooool!
El balón
El balón fue el voto, y solo por eso, por ningún otro motivo, los equipos deseaban al balón.
El silbatazo final
El silbatazo final resultó largo. Fue desde las encuestas de salida, pasando por el PREP y concluirá en la sentencia del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. ¿Ganó tu equipo este eterno partido de espanto? Festeja. En las calles, en tu casa de campaña, en los chacaleos. El poder en México es imperial, y la traición en tu contra, los ataques, las intrigas que te dañaron, nunca los olvidarás. Sabrás cuándo vengarte.
No obstante, el equipo ganador declaró sonriendo: “En México somos todos hermanos. Gobernaremos para todos”. La lengua de los ganadores clamó armonía, pero aquí, muy posiblemente, proseguirá la guerra. La lengua, hoy dulce, mañana será espada.
¿Y para los perdedores, qué? Claro que es muy dolorosa la derrota, pero ya habrá revancha. Espera paciente e iniciará otro partido de futbol para levantar cabeza haciendo polvo al enemigo.
Ahora lo que corresponde es que ambos equipos griten al rival, durante los seis años que vienen, todas las vejaciones posibles. Otra vez, trancazos. Desde el minuto 1, nuestra democracia es un partido apasionante. EP
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