Un médico internista relata los primeros días de la crisis sanitaria provocada por el virus COVID-19, y su experiencia al trabajar junto a la delegación de médicos cubanos. La sede de su relato es el Hospital General “Dr. Enrique Cabrera”, ubicado en la colonia Ex-Hacienda de Tarango, en la Ciudad de México.
Mi experiencia como médico internista en la primera línea frente al COVID-19
Un médico internista relata los primeros días de la crisis sanitaria provocada por el virus COVID-19, y su experiencia al trabajar junto a la delegación de médicos cubanos. La sede de su relato es el Hospital General “Dr. Enrique Cabrera”, ubicado en la colonia Ex-Hacienda de Tarango, en la Ciudad de México.
Texto de Raúl Ricaño Rocha 17/06/20
1. La preparación
La incertidumbre se esfumó, no recuerdo con exactitud, a principios o finales de marzo: entre el nombre de varios hospitales, como el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias, el Hospital General de México “Dr. Eduardo Liceaga”, y otros del extinto D.F., brillaba el nombre del Hospital General “Dr. Enrique Cabrera”. Era la lista, recién publicada por la jefatura del gobierno de la Ciudad de México, de los lugares que recibirían a pacientes con síntomas respiratorios de COVID-19. Yo aún no cumplía un año de haber sido contratado para atender pacientes en el servicio de medicina interna del Enrique Cabrera, y esa bomba me estallaba en las manos.
En julio de 2019, después de casi 6 años de no dedicarme a la medicina interna, volví a trabajar en una de mis especialidades. El nombre de “medicina interna” no resuena en los conocimientos populares de las personas. Cuando explico con orgullo que soy médico internista, la expresión de la gente asintiendo con extrañeza siempre es similar. Es más fácil decir: “Soy ginecólogo”, “soy pediatra”, “soy urólogo”; de inmediato, ante estas especialidades médicas, las personas tienen una clara imagen del campo de acción, pero ante un internista la gente se desconcierta, imagina una diversidad de curiosidades, se confunden pensando que somos “practicantes” debido a la casi homofonía con “médico interno”, es decir el estudiante que se encuentra concluyendo sus practicas y está próximo a graduarse. Pero la disciplina de la medicina interna es algo sencillo de explicar, y suelo recurrir a una simple analogía: así como un pediatra es un especialista en niños, un médico internista es un especialista en adultos. Entonces la apertura palpebral de las personas denota una satisfacción de comprensión. Si el lector ha llegado hasta este punto de lectura atraído por el título de la nota, tal vez se sienta engañado y decepcionado porque hasta ahora me he dedicado a divagar un poco y sólo me he referido al denominado “coronavirus” una vez, pero no me gusta dejar cabos sueltos y para escribir una crónica es necesario presentar a la protagonista y heroína: la medicina interna.
El organigrama mutante se robustecía día con día, ninguna persona en el planeta tenía experiencia en una situación similar, la forma de planeación del hospital necesariamente era improvisada. Escuchábamos rumores, notas falsas en medios informativos, de remedios inverosímiles para combatir al COVID-19, de posibles colapsos hospitalarios y toda suerte de mitología que alimentaba nuestra angustia.
El protocolo inicial era fácil de seguir: los pacientes serían recibidos en el servicio de urgencias y, una vez estabilizados, su destino sería el servicio de medicina interna del hospital, con treinta y tres camas con tomas de oxígeno disponibles para ellas y, en caso necesario, treinta y tres respiradores artificiales. Cuando la capacidad del servicio de medicina interna fuera rebasada, los servicios de cirugía general y ginecología estarían habilitados para sumar 45 camas, casi el total de la capacidad hospitalaria, sin contar las ocho camas de la unidad de cuidados intensivos —ahora analizo el nombre “cuidados intensivos” y me resulta un termino gracioso e incluso despectivo, como si el resto de servicios no brindara cuidados intensivos a sus enfermos—. Por último, y para tranquilidad del sistema de salud y de las autoridades, en caso de una saturación hospitalaria, en el estacionamiento del hospital se montaría una carpa blanca del tamaño de un modesto circo de feria de algún pueblo lejano.
En el turno matutino estábamos adscritos cuatro médicos internistas y el jefe del servicio; en el turno vespertino había un médico que sería apoyado por residentes, y en el turno nocturno y fines de semana alrededor de diez. Como medida de protección, las universidades habían cancelado las actividades de los médicos internos de pregrado. Al imaginarme la cruenta batalla al lado de mis colegas contra el COVID-19, mi pronóstico pesimista nos posicionaba en la derrota: cuatro médicos en el turno matutino éramos muy pocos y, sin médicos internos, las posibilidades de triunfo eran escasas. Afortunadamente, la jefatura del servicio de urgencias nos preparó una inyección de ánimo al ceder, con gentileza, a cuatro residentes que cambiarían su uniforme de urgenciológos por los relucientes uniformes de los internistas. Los médicos residentes son aquellos médicos titulados que, en su afán y gusto por la medicina, escogen realizar una especialidad. La residencia médica es el camino necesario para ser un especialista; yo, por ejemplo, fui residente cuatro años de medicina interna y dos de reumatología para poder contar con un título y una cédula.
El hospital que había conocido en los últimos ocho meses había mutado. Su presencia ahora me parecía imponente. Las luces de color verde y rojo que iluminaban el nombre “Dr. Enrique Cabrera” le daban un aspecto de fortaleza inviolable. Desde mi vista a las 6:30 de la mañana, mientras caminaba hacia él por calles cercanas, su brillo me hacía evocar a un castillo. Debo decir, sin el interés de generar algún tipo controversia, que el equipo de protección para los médicos llegó puntual: no sé a qué se debió nuestra suerte, pero nuestras armaduras sobraban. Los informes provenientes de los hospitales del IMSS, donde el material médico era escaso, resultaban contradictorios ante esa torre de trajes de protección, miles de caretas, googles y cubrebocas de todo tipo, desde los clásicos azules hasta los sofisticados N95 —otrora desconocidos en tiempos no COVID-19—, disponibles para nosotros. Los controvertidos ventiladores mecánicos estuvieron ahí con puntualidad.
Antes habías sido necesario dar altas a los pacientes con destino a su casa —en el mejor de los escenarios— o trasladarlos a otros hospitales no convertidos en centros COVID-19, con el fin de que el servicio de medicina interna estuviera sin pacientes que no fueran “respiratorios”, listo para la recepción masiva de infectados por COVID-19. El viernes 3 de abril estuvimos preparados.
El jefe del servicio contestó el teléfono y, de inmediato, supimos que recibiríamos a los primeros seis pacientes con diagnóstico de “caso sospechoso COVID-19”. A manera de colegiales sorteamos con papelitos quién iba a ser el primero en atenderlos. Como éramos cuatro, tenía 75% de probabilidades de no perder, pero ese 25% en la gente sin suerte es más poderoso que cualquier súplica a San Juditas o a la Virgen. Con los dedos de mi mano desdoblé el pedacito de papel: el párvulo dibujo de una cara triste tradujo mi derrota. La llamada de aviso había sido a las 9 de la mañana y tres horas y media más tarde no había nada en la lejanía que me quitara la ansiedad. Escribir unas cuantas líneas sobre la primera experiencia no resulta tan difícil como vencer la ansiedad y el miedo ante ella. Las palabras escritas no pueden ser un medio suficiente para transmitir la vivencia: cómo explicar el momento en el que el cierre del traje llegó hasta mi cuello por arriba del cartílago cricoides y topó con mi mentón. Tenía la cabeza completamente cubierta y se asomaban, a través del gorrito, mis ojos cubiertos por una escafandra que se empañaba con cada parpadeo. La boca y la nariz herméticamente cubiertos por los hoy polémicos cubrebocas N95, y las manos protegidas hasta por dos guantes de látex.
Crucé la línea de entrada a la zona roja, estaba confundido, no sabía si empezar en orden numérico, en orden de gravedad o simplemente dejarme llevar por el ambiente de anarquía global. Poco recuerdo de los primeros seis pacientes —de los casi 300 que han llegado hasta ahora—. Recuerdo a uno de ellos con particularidad: Fernando será recordado por todos los médicos del servicio. Era el más grave de los seis y sentí compasión y miedo. Se notaba con una palidez en la piel patológica, no podía hilvanar más de tres palabras sin que suspirara hambrientamente para devorar el aire a su alrededor, la piel entre sus costillas se hundía de manera trágica, sus labios tenían un tono morado. No era un señor obeso, tenía 51 años y, al registrar sus parámetros vitales, su corazón se encontraba acelerado. Su oxigenación, a pesar de litros y litros de oxígeno en su mascarilla, no rebasaba el 75%; lo normal en una persona sana, para la altitud de la Ciudad de México, es arriba de 90%. A pesar de recibir casi 15 litros de oxígeno por minuto el daño en sus pulmones le impedía oxigenar su sangre. El señor se ahogaba y nuestra ignorancia global nos impedía hacer mucho por él.
Después de tres horas me fui a mi casa, mi sensación era neutra, ya no tenía miedo. El lunes 6 de abril Fernando continuaba luchando. Yo había jurado que yo mismo sería el último ser humano con el que intercambiaría palabras, y tres días después ya estaba cansado de hablar con tantos médicos y enfermeras. El reporte de su prueba PCR para SARS-CoV-2 fue positiva. Me enteré que su esposa también estaba hospitalizada en el Centro Médico Nacional “20 de Noviembre”. El protocolo de atención exige que ningún enfermo pueda recibir visitas ni contacto con el exterior y nosotros éramos su única red. Su esposa estaba bien, fue lo único que le dije. La palidez de su piel y la cianosis de sus labios se esfumaron. Su hermana nos reprochaba que la esposa de Fernando estuviera en mucho mejores condiciones, pensaba que algo estábamos haciendo mal. Dos semanas después Fernando fue egresado por mejoría, cuando su esposa continuaba hospitalizada ya que sus síntomas no habían disminuido. Nunca supimos si ella sobrevivió.
Hoy me he acostumbrado a escuchar al locutor del hospital decir, por medio del micrófono: “Se activa el código blanco, el día de hoy se dan de alta por mejoría cinco pacientes. Gracias a todos por su esfuerzo. Repito, se activa el código blanco y el día de hoy se dan de alta por mejoría a cinco pacientes, gracias a todos por su esfuerzo”. Entre gritos de júbilo, lágrimas y aplausos nos enteramos de cuántos pacientes salvaron la vida ese día. Pero, ¿y los muertos? Los muertos nos pertenecen a todos, porque, como escribía Bruno Traven en Macario, pasamos más tiempo muertos que vivos. No son nuestros muertos porque no son nuestra familia ni nuestros amigos, pero sí es la señora que vende jugos en la esquina; no son nuestros muertos, pero sí es el conductor de Uber que me regresó a mi casa después de la borrachera del fin de semana; no son nuestros muertos, pero sí es el policía de las calles 11 de abril y Periférico que vigila la ciudad perdida; no son nuestros muertos, pero sí es la médico que atiende a mi madre hipertensa en la unidad de medicina familiar; no son nuestros muertos, pero sí es el cargador de la Central de Abasto que recibe los aguacates de Michoacán el domingo de Super Bowl.
La señora Catalina, paciente de 64 años, cada día, cuando yo entraba en el área de atención —algunos le llaman “coviario” y otras suertes de neologismos similares— me preguntaba: “¿Y cómo está usted, doctor?”. Sería injusto de mi parte asegurar que ningún paciente nota el esfuerzo de los médicos, pero estoy seguro que ella lo notaba en mayor medida: su preocupación parecía genuina, no era una de estas preguntas protocolarias de las buenas costumbres. Murió a los tres días, nada pudimos hacer. Ahora la señora Catalina es un muerto que me pertenece.
2. Médicos cubanos
La coincidencia era casi hilarante: una delegación de médicos cubanos llegaría a México para prestar servicios en caso de que colapsara el ya colapsado sistema de salud. Por lo que me contaron los mismos cubanos, el grupo estaba compuesto por casi 700 isleños entre médicos, enfermeras y laboratoristas.
La historia de las relaciones entre México y Cuba es vasta y se distribuye en diversas ramas. No surgió con el auge de la Revolución Cubana de los años cincuenta: es casi tan extensa como la historia de la conquista. El intercambio cultural es amplio y fácilmente reconocible, desde los sones que interpretan los veracruzanos hasta la arquitectura merideña, Cuba siempre ha entrado a México, y en la medicina la relación entre los dos países no es la excepción.
A pesar de no ser cubano de nacimiento, todos recuerdan a Ernesto Guevara de La Serna como un feroz guerrillero revolucionario y pocos saben que fue médico. Hay quienes lo acusan de no haber ejercido la medicina, incluso recientemente hay quienes señalan que nunca obtuvo su título en Argentina; otros lo defienden a ultranza señalando que siempre fue el médico de sus batallones y con gran destreza cuidó la salud de sus compañeros revolucionarios. En México, al parecer en sus tiempos libres alejado de Fidel y la planificación de la revolución, realizó algunos estudios sobre Inmunología en el Hospital General de México, probablemente interesado en el asma que padecía: una enfermedad respiratoria que involucra al sistema inmune, una especie de alergia. En los pasillos del Hospital General de México aún se cuentan historias sobre el médico guerrillero, algún día me gustaría revisar su trabajo sobre inmunología, seguramente yace perdido en algún almacén, o tal vez algún visionario lo archivó y con suerte lo compartirá.
No encuentro, por otra parte, una biografía seria del Dr. Enrique Cabrera, quien nombró a nuestro hospital, ni siquiera en Wikipedia. Lo poco que circula en la red hace mención de un médico que hizo estudios en cardiología en el Instituto Nacional de Cardiología “Dr. Ignacio Chávez”. También que, seducido por las ideas de la revolución cubana, viajó a ese país donde impartió cátedra sobre electrofisiología. Tal fue su influencia en la medicina cubana que no tardaron en construir un importante hospital con su nombre en la Habana, así como una facultad de estudios médicos. Aquí su nombre apenas resuena entre algunos nonagenarios del Instituto Nacional de Cardiología y se menciona poco.
En cualquier caso, estoy seguro de que el nombre de Enrique Cabrera es más conocido entre los cubanos que entre los connacionales. Incluso puedo asegurar que la delegación completa de cubanos que llegó a trabajar con nosotros sabe quién fue el Dr. Cabrera y que la mayoría de los trabajadores del hospital mexicano del mismo nombre lo desconoce. Este, pues, fue el escenario donde nos conocimos.
Poco se ha hablado en los medios sobre la curiosa delegación cubana: no hay una explicación satisfactoria de por qué llegó, no sabemos cuál fue el acuerdo entre los gobiernos y, hasta ahora, no he leído alguna declaración del canciller al respecto. Cuando comencé a escuchar rumores sobre su llegada, mi pensamiento trasladó a los médicos a zonas marginadas o rurales, y no al poniente de la ciudad, a mi lado.
La visión romántica de los médicos cubanos, que históricamente han sido moldeados como súper humanos y todoterrenos, capaces de curar, diagnosticar y prevenir cualquier enfermedad; esa visión del científico que con el mayor de los rigores descubre algún remedio contra el Cáncer hecho con veneno de alacrán, se desmoronó para muchos de los que han visto su desempeño durante esta crisis, principalmente influidos por la ideología ultraconservadora tan común en los médicos mexicanos.
He sido testigo de cómo la delegación cubana es tratada con malas formas, por medio de gritos y agudas críticas a su desempeño. La mayoría del personal mexicano se encuentra inconforme con su labor. Yo no me considero en una posición superior para juzgarlos de la misma forma severa que mis compañeros. He tratado de entender su contexto y la conclusión que he podido sacar es que tanto ellos como nosotros fuimos engañados: a ellos les pintaron un desastre apocalíptico y a nosotros nos pintaron la figura heroica y salvadora de su estirpe.
Basta con hablar con ellos para entender que no son médicos hospitalarios, son médicos comunitarios que tienen otras funciones, poco comprendidas en la medicina de nuestro país. Ellos son expertos en realizar trabajos de prevención y, de esa forma, previniendo las enfermedades, logran que su país ahorre millones de dólares en atención médica, algo en lo que son inobjetablemente exitosos. Por otro lado, nunca recibieron orientación sobre cuál sería su funcionamiento en nuestro país. Simplemente llegaron y, ahora, el sistema de salud mexicano debe encontrar algún lugar y alguna función para ellos y su entusiasmo. Sus funciones son limitadas: realizan algunas notas médicas, ayudan a la toma de muestras de laboratorio, ayudan a las videoconferencias entre familiares y enfermos; sin embargo, no tienen lugar en la toma de decisiones. Su jornada laboral es de 24 horas con descansos de 48, se encuentran confinados en hoteles lejos de sus familias, algunos han sido contagiados, otros, con más suerte, realizan turismo en Tepito mientras que algunos más sufren los estragos de la comida picante.
He leído como, en las redes sociales, los opositores al gobierno mexicano exigen que se explique la presencia de los cubanos, muestran preocupación desbordada ante el “adoctrinamiento” comunista que realizan entre nosotros, como si ése fuera el objetivo de la misión y, si lo fuera, entonces posiblemente han fallado: hasta ahora no me siento con mayor espíritu socialista, ni mi amor por Fidel ha aumentado. Tristemente, tampoco noto que mis compañeros se hayan inclinado hacia la izquierda, ninguno se ha puesto a explicarme El Capital o a decirme por qué Hegel con su materialismo dialéctico es la vía para la redención del capitalismo; por el contrario, han venido a refirmar las bondades del sistema económico liberal y la infinita capacidad potencial de hacernos más ricos cada día.
Cuando, en el futuro, mis recuerdos románticos sobre la pandemia emanen, recordaré que nunca fui un héroe, que ningún cubano lo fue, porque los héroes son involuntarios y tanto ellos como nosotros escogimos esta batalla al elegir nuestra profesión. Al final, mientras haya Catalinas que te sonrían y se interesen en tu bienestar, que vengan mil pandemias y, con ellas, que vengan más cubanos. EP
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