En este texto, Isidro Morales, miembro del grupo México en el Mundo, examina las implicaciones de que se acepte la nueva iniciativa a la reforma eléctrica.
¿Hacia una renacionalización sin expropiación de la industria eléctrica mexicana?
En este texto, Isidro Morales, miembro del grupo México en el Mundo, examina las implicaciones de que se acepte la nueva iniciativa a la reforma eléctrica.
Texto de Isidro Morales 05/10/21
Después de varios intentos por establecer una cuota mayoritaria en el mercado eléctrico a favor de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), ya sea a través de la Política de Confiabilidad, Seguridad, Continuidad y Calidad en el Sistema Eléctrico Nacional —emitida por la Secretaría de Energía (SENER) en mayo de 2020— o por la modificación a la Ley de Industria Eléctrica (LIE) realizada más recientemente, y con el fin de contrarrestar la cascada de amparos y controversias constitucionales habidas y por haber derivadas de dichas modificaciones, el presidente López Obrador mandó al Congreso el 30 de septiembre una iniciativa de reforma constitucional que prácticamente renacionaliza todas las cadenas de la industria. Mientras que la Reforma Energética de 2013 había considerado la generación de electricidad como actividad no estratégica del estado, la iniciativa actual vuelve a incluirla a nivel constitucional, así como su conducción, transformación, distribución y abastecimiento, por lo que todas esas actividades quedarían bajo exclusivo dominio del gobierno.
A diferencia de la nacionalización efectuada en 1960 por Adolfo López Mateos, en la que el gobierno adquirió las dos empresas privadas que competían con la CFE, esta renacionalización va sin expropiación de por medio: la iniciativa reconoce que la empresa pública podrá comprar fluido eléctrico proveniente de los generadores privados, que podrán a su vez abastecer hasta el 46% de la demanda nacional. En otras palabras, se acepta esta vez —a diferencia de la nacionalización de 1960— que el Estado no puede ni pretende generar toda la electricidad demandada a nivel nacional, que requiere del concurso de las empresas privadas, pero que todas las decisiones que afecten el desarrollo de las cadenas de valor, incluyendo las que den pauta para la descarbonización, quedan en manos de la CFE y de la SENER.
Independientemente de la retórica y de las múltiples acusaciones y descalificaciones plasmadas en la iniciativa, el punto más controvertido de la propuesta presidencial es aspirar a renacionalizar la industria a la par de pedirle a la CFE —la cual se mantendrá como productor dominante y gestora además del servicio público, que incluye la transmisión, distribución y confiabilidad del abastecimiento— que establezca una colaboración “honesta” y de “buena fe” con el sector privado, para adquirir el 46% de su producción, “basado en procedimientos de competencia […] en orden de mérito de costos de producción, sujetándose a los requerimientos de seguridad y confiabilidad del Sistema Eléctrico Nacional”. ¿Cómo se redefinirá esta relación de honestidad y buena fe entre la CFE y los productores privados, cuando la iniciativa denuncia “fraudes” e “ilegalidades” en la manera en que algunos de ellos han estado operando desde las primeras reformas que experimentó la industria? ¿Cómo se decidirán los cupos de dichos productores, cuando la misma iniciativa plantea que los mecanismos de mercado han hecho insostenibles al sistema eléctrico, porque comprometen su confiabilidad?
De hecho, la iniciativa, tal y como está, elimina prácticamente el incipiente mercado eléctrico que se había estado desarrollando desde hace más de dos décadas y que cobró un impulso definitivo con la emisión de los Certificados de Energías Limpias (CELs) y las tres subastas eléctricas que tuvieron lugar durante la década pasada. En este proceso, las labores realizadas por la Comisión Reguladora de Energía (CRE) y el Centro Nacional de Control de Energía (CENACE), tanto para llevar a cabo las subastas como para transparentar y regular el mercado, fueron cruciales. Como era de esperar, desde la puesta en marcha de la Reforma Energética de 2013 la capacidad instalada creció sobre todo del lado de la generación eólica y fotovoltaica, aunque también entraron en operación nuevas plantas de ciclo combinado cuyo combustible es el gas. En la actualidad, tal y como lo reconoce la iniciativa presidencial, la mitad de la capacidad de generación eléctrica está en manos de la CFE y la otra en manos de privados, aunque la primera abastezca solamente el 38% de la demanda nacional. Sin embargo, el grueso de la capacidad instalada con tecnología eólica y fotovoltaica está del lado de los privados, mientras que el grueso de las plantas con tecnología tradicional (carboeléctricas y térmicas convencionales) está en la CFE. Por lo que toca a las plantas de ciclo combinado, por ahora las más eficientes y menos contaminantes para producir fluido eléctrico las 24 horas, 29% de la capacidad pertenece a la CFE y el resto a privados, muchos de ellos proveedores de la CFE bajo la forma de Productores Independientes.
La entrada en operación de las compras del fluido eléctrico por parte del CENACE a precios competitivos y la puesta en marcha de los CELs tenía como objetivo último asegurar una oferta eléctrica cada vez más creciente, rentable y eficiente, y con una menor huella de carbón. Por ello la Ley General de Cambio Climático (LGCC), de octubre de 2012, había fijado como meta utilizar al menos 35% de energías limpias en la generación eléctrica para el año 2024, meta que posteriormente se confirmó con La Ley de Transición Energética (LTE) de diciembre de 2015. Con ello se intentaba asegurar la sustentabilidad del sistema eléctrico a la par de su progresiva descarbonización, bajo la conducción del CENACE, órgano operativo del estado que ha garantizado la distribución y suministro del fluido eléctrico, considerado como estratégico en la legislación vigente.
De aceptarse la propuesta presidencial tal y como va, todo este proceso se interrumpiría de manera irreversible: se suprimiría prácticamente el mercado eléctrico, sus operadores y reguladores y los incentivos de mercado (los CELs) para elevar la oferta de energías limpias. Lo que se propone a cambio no es sólo volver a integrar vertical y horizontalmente a la CFE, sino imponer un cupo mínimo a nivel constitucional (artículo 28) en la generación eléctrica para la compañía, el 54%. La CFE además decidiría a qué productores independientes comprar el resto del abastecimiento eléctrico (como máximo el 46%), pero sin criterios claros de precio, competitividad y tipo de tecnología, ya que la CRE como autoridad reguladora desaparecería y el CENACE pasaría a la CFE.
Aún más, la CFE dejaría de ser una “empresa productiva de Estado” para convertirse en “organismo de Estado” que, entre otras funciones, también tendría a su cargo “la ejecución de la Transición Energética en materia de electricidad, así como de las actividades necesarias para ésta”. Esta nueva figura jurídica intenta quizás librar los compromisos adquiridos por México en el T-MEC, donde se establece que las empresas públicas, incluyendo las del sector eléctrico y de hidrocarburos, deben mantener prácticas competitivas frente a las privadas. Muchos productores privados podrían invocar dicho acuerdo, alegando que la reforma constitucional —si se acepta como está redactada— menoscaba sus inversiones realizadas y violenta sus derechos.
La iniciativa presidencial también arguye que la pérdida de mercado de la CFE a favor de las privadas no se explica por sus mayores costos de producción, sino por la forma en que se han aplicado e interpretado las distintas reformas del sector, ya sea para estimar los costos, ya sea para decidir el despacho. El cálculo de los costos de producción del fluido eléctrico es, sin duda, la verdadera caja negra de todo el sistema. No hay información pública que permita estimar con precisión los costos de producción, tanto fijos como variables, de la CFE, como de las compañías competidoras. Sin embargo, gracias a la información proporcionada por el CENACE, sabemos que los precios marginales —el megavatio/hora más caro para satisfacer la demanda en un día y mes determinados— han ido en aumento, lo que ha hecho que los precios de la energía, sin incluir los subsidios, hayan aumentado, incluso por encima de los precios prevalecientes en Texas. El incremento de costos es multifactorial, pues puede influir en ellos el encarecimiento del tipo combustible utilizado, el tipo y obsolescencia de la tecnología, o los cuellos de botella manifestados en las líneas de transporte y distribución, que provocan verdaderas «rentas» de congestión.
El gráfico muestra la generación de electricidad en México por tipo de combustible, lo que facilitará entender el problema de costos. En la actualidad, 60% de la generación es hecha con gas, mientras que un 11% lo es por combustibles fósiles (diésel o combustóleo), 9% por carbón; el resto, 20%, por energías limpias, de las que la hidroeléctrica, solar y eólica no dependen de la quema de combustible, lo que reduce sus costos.
De acuerdo con datos oficiales, el carbón y los petrolíferos, homologados por su capacidad térmica, son más caros que el gas, lo que pone en desventaja a las carboníferas y plantas térmicas convencionales, en su mayoría en manos de la CFE como ya se ha dicho, frente a las que utilizan gas. A su vez, las plantas térmicas de ciclo combinado, en su mayoría en manos de privados, son más eficientes, por producir energía en cogeneración, que las plantas tradicionales. Ahora bien, todo esto se puede modificar por comportamientos del mercado que están fuera del control de la CFE o de las plantas privadas, incluso aunque se quiera volver al modelo de monopolio estatal.
México importa más del 70% de su consumo de gas, sobre todo de Texas, lo que hace que la generación eléctrica, tanto pública como privada, sea susceptible a cualquier variación de precios. Gracias a datos hechos públicos por la CRE, sabemos con precisión que los precios de importación de gas en febrero de 2021, cuando las condiciones climáticas congelaron los ductos de transmisión texanos, subieron de 3.4 dólares por millón de unidad térmica (MUTB) en enero, a 21.3 en febrero; un choque de precios que golpeó de manera desigual al sistema eléctrico y que ha llevado a la CFE a un litigio con los distribuidores texanos para dirimir el pago de una factura que excedió, con mucho, el precio normal del combustible. Por último, la iniciativa presidencial subraya los imperativos de seguridad energética y nacional que obligan al Estado a garantizar el suministro y la confiabilidad del sistema eléctrico. En eso no hay ninguna duda. Todas las naciones han hecho de su seguridad energética una meta estratégica. Sin embargo, existen muchas maneras para lograrla. De eso ha estado encargado el CENACE con ayuda de los reguladores y de agencias científico-técnicas, como la Comisión Nacional de Hidrocarburos (CNH), que también se busca eliminar sin explicación de por medio. Resulta desconcertante que la iniciativa no plantee estrategias para enfrentar una de las vulnerabilidades más importantes que enfrenta hoy la generación eléctrica: la del suministro confiable de gas natural, que ha entrado en un ciclo de volatilidad. Una manera de palearlo —sin resolver el problema de fondo— es estimulando precisamente el ingreso de energías limpias. Volver al monopolio vertical y horizontal de la CFE implicará, por el contrario, frenarlas y desincentivar la inversión en ellas, cuando hace casi cuatro años el CENACE había logrado un récord internacional de precios a la baja en su adquisición. EP
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