El segundo periodo de Donald Trump será movido por la ira, la euforia y el desprecio. ¿Campamentos migrantes, reducción de impuestos a los más ricos, el fin del T-MEC? En este texto, Aníbal Santiago le pone palabras a un futuro que todavía no ocurre, pero que se mantiene en estado de latencia.
Mexicanos, Trump nos ha vuelto a ganar
El segundo periodo de Donald Trump será movido por la ira, la euforia y el desprecio. ¿Campamentos migrantes, reducción de impuestos a los más ricos, el fin del T-MEC? En este texto, Aníbal Santiago le pone palabras a un futuro que todavía no ocurre, pero que se mantiene en estado de latencia.
Texto de Aníbal Santiago 14/10/24
La imagen de la Associated Press carecía de palabras y ni siquiera las necesitaba, o eso pensaron Estados Unidos y la humanidad. Sus elementos eran una magnífica escenografía muda: Donald Trump con sangre en la cara por el rozón de la bala dirigida a su cabeza, su puño derecho en lo alto apuntando al cielo azul de la ciudad de Butler, la bandera de las barras y las estrellas torcida (símbolo de un país descompuesto) pero aún hermosa y agitada por el viento (había esperanza en el urgente Make America Great Again) por encima del rubio candidato al que un enemigo había disparado sin éxito. Y claro, los agentes del Servicio Secreto abrazando, cubriendo, arropando al héroe de la patria que se retiraba malherido de la oreja pero victorioso.
Al dramático realismo de la fotografía de Evan Vucci, histórica y perfecta, lo impulsaba el silencio. Había algo de efigie de piedra, un latido de callada eternidad entrañaban esas figuras de colores. Pero si mirábamos con atención, no todo lo que componía la imagen era silencio. Cierto, los guardaespaldas de lentes oscuros solo usaban su cuerpo y no su lengua para salvar al candidato republicano que, por el contrario, sí abrió la boca diciendo algo. ¿Qué dijo? Si uno revisa el video de aquel 13 de julio ni siquiera hace falta ser un experto lector de labios para descubrir lo que pronunció el magnate y político de 78 años de edad. Lo que Trump claramente alcanza a decir con su corazón galopando porque casi acaba de morir, porque el milagro de la salvación se produjo por dos centímetros, es la palabra ¡fight!
Fight es “fuego”, y a la vez “luchemos”. Fuego para acabar con el enemigo, y fuego para carbonizarlo. Las encuestas de Gallup, Pew Research Center, Quinnipiac University y tantas más, se equivocaron. Como en las elecciones de 2016, Trump ha vuelto a perder en el voto popular y ahora por casi cinco millones de votos, pero ha resultado ganador en los sufragios del Colegio Electoral que permite a unos estados tener solo tres votos, como Vermont, y otros 38, como Texas (o sea, hay estados de primera y otros de segunda en la elección del presidente). Trump ha doblegado a la encantadora candidata demócrata Kamala Harris por un mínimo y absurdo margen de votos populares en Nueva York, Florida y Texas, pero los votos del Colegio Electoral de esos estados bastan para que sea el hombre más poderoso del mundo cuatro años más, hasta 2029.
Ante la derrota de 2020, Trump fue persistente. En cuanto Ronald Reagan salió de la presidencia, se retiró. En cuanto George Bush se retiró de la presidencia, se retiró. En cuanto Obama salió de la presidencia, se retiró. Trump, no. En cuanto su primer cuatrienio concluyó, se ocupó de vender noticias suyas todos los días. Cualquier disparate que dijera, así tosiera, Trump era nota periodística y se volvía protagonista de redes sociales. Junto a esa sombra diaria, estridente y pesada, para Joe Biden gobernar fue una tortura.
El respaldo masivo de los blancos pobres otra vez encumbra a Donald. Trae frutos enamorar a los blancos en un país con 236 millones de blancos.
La venganza
El Capitolio es suyo, y desde ahí se oye la única voz que aquella fotografía nos permite escuchar. ¡Fight! ¿Contra quién? Contra sus grandes adversarios, a los que desde su primer día de su segunda presidencia ataca desde el discurso y la acción política: demócratas y liberales, grupos de derechos civiles, la comunidad LGBT, medios de comunicación, académicos y científicos, abortistas, activistas medio ambientales pero, más que nadie, migrantes. De toda la población que llega a radicar en Estados Unidos, con indios, chinos, salvadoreños y mexicanos al frente, éstos últimos son el blanco inextinguible de su furia. A Donald Trump, a cada pequeño acto de su gobierno, lo mueven la ira, la euforia y el desprecio, emociones a las que pone a trabajar para alcanzar su misión sublime: la venganza. Y el 47 presidente de los Estados Unidos se venga de dos agravios, caer ante Joe Biden y no haber sido capaz de instrumentar en su primer periodo presidencial una política antimexicana suficientemente violenta e incluso explícita (mediática). Cuando ese ¡fight! con que llamó a sus seguidores y al planeta el día en que casi atraviesa su cráneo el plomo descargado por un fusil semiautomático AR-15, su principal adversario, desde luego, no eran los demócratas; eran los mexicanos.
Los mexicanos –secuestradores, violadores y narcotraficantes, como los califica- son invasores. Y el invasor propaga el mal: arrebata el empleo, delinque, succiona al erario pese a no tener papeles que legalicen su estancia. En síntesis, burlan al gobierno, como roedores hábiles para escabullirse de la escoba asesina del patrón, ya sea abajo del refrigerador, en el drenaje, en los escondrijos donde se arroja la basura de los consumidores de la gente de bien, los blancos. Jamás, ni en los discursos en la Casa Blanca, ni ante los medios (aunque sean amigos como Fox News) Donald Trump admitirá que fluye un racismo primitivo en sus impulsos políticos, pero destila ese racismo desde que se despierta: los mexicanos le disgustan y la diáspora de 38.5 millones de mexicanos y méxicoamericanos en su país no contribuye a la grandeza de USA.
Trump sabe poco de historia, pero recuerda de su infancia el esfuerzo titánico del expresidente Dwight Eisenhower por despedazar a la migración con su campaña de 1954 para detener y sacar de las fronteras a inmigrantes mexicanos: la “Operación Espalda Mojada”. El neoyorquino seguirá el legado de su ultraderechista antecesor texano: niega visas humanitarias, elimina el estatus de refugiados a las mujeres y hombres protegidos por los gobiernos demócratas, cancela la ciudadanía por nacimiento de los bebés nacidos en Estados Unidos con padres ilegales, rechaza masivamente solicitudes de asilo. Pero hay algo aún más brutal: concentra en 50 campamentos de extensión inconmensurable a cientos de miles de mexicanos que aguardan ser expulsados.
¿Y de dónde saca recursos? Aunque el Congreso está dividido y le cuesta obtener dinero para ejecutar sus fobias, descubre una solución: redirige gran parte del majestuoso presupuesto del Ejército –782 mil millones de dólares– hacia las políticas antimigrantes. Y vuelve al Departamento de Seguridad Nacional de los Estados Unidos un súper ministerio con atribuciones extraordinarias para detener la migración y organizar los 50 campamentos de los que se sabe muy poco pero que, según investigaciones periodísticas de The Washington Post, CNN y The New york Times, recurre a los viejos métodos de tortura y hambre de la prisión de la Base Naval de la Bahía de Guantánamo.
Yates y marinas
El presidente de Estados Unidos es consecuente con lo que desearía para él mismo: reduce en niveles nunca antes vistos los impuestos a los ricos y engorda a la oligarquía. Para entender el crecimiento de los ricos no es indispensable un análisis macroeconómico; suficiente con echar un vistazo al lujo exponencial de las tres más ostentosas marinas de los empresarios, la Yacht Haven Grande de Miami, la Gurney’s Star Island Marina de Nueva York, la Safe Harbor Charleston City de South Carolina. Una sinfonía de ostentación vuelta yates y marinas rodeados de campos de golf.
A los casi 750 mil millones de dólares que genera el comercio entre Estados Unidos y México, y que vuelven a su vecino del sur su mejor aliado comercial, Trump no los menciona jamás. El valor del trabajo mexicano que catapultan la economía de Estados Unidos no existe, y los políticos mexicanos tampoco. Desde el sur de la frontera que delinea el Río Bravo, la primera presidenta de México, Claudia Sheinbaum –a diferencia del “communist friend” Andrés Manuel López Obrador que dispuso a la Guardia Nacional mexicana como extensión mexicana de la Border Patrol y fue cómplice en el sometimiento fronterizo de sus paisanos– es una mujer contestaría, terca, subversiva, áspera. Sheinbaum, menos preocupada por el carisma o por el obradorista equilibrio entre principios y eficiencia, repudia abiertamente la política de Trump. El presidente de Estados Unidos tiene una relación compleja con las mujeres, a las que suele violentar desde lo sexual hasta lo político. Su conducta con la presidenta es una calca a escala del modo en que trató a la candidata demócrata Kamala Harris en el debate del 10 de septiembre de 2024. No te miro, no te oigo, no te respondo. Es decir, Sheinbaum protesta por las acciones del gobierno estadounidense que asumen a los mexicanos como animales en un rastro y eventualmente amenaza castigar a través de medidas económicas que harían sangrar la economía del vecino, e incluso amaga suspender parcialmente el T-MEC (el tratado comercial entre México, Estados Unidos y Canadá). Juan Ramón de la Fuente, secretario de Relaciones Exteriores, se empeña en buscar un diálogo diplomático pero para Trump él tampoco existe. En todo caso, Stephen Miller, asesor de Trump en la Casa Blanca y “mente maestra” de la arquitectura antiinmigrante, recibe oficialmente las quejas para ignorarlas. Hasta ahí la deferencia trumpista: recibir inconformidades y olvidarlas en un cajón.
Por la llamada “diplomacia coercitiva” estadounidense, la tensión entre ambos países crece, pero el poder político del presidente de Estados Unidos se afianza en el músculo de la legalidad: sus primeros cuatro años de gobierno –2017 a 2021– con sus constantes nombramientos de jueces a modo, heredaron a su segundo periodo tribunales federales de apelación y una Corte Suprema profundamente conservadores. Con la llave del libertinaje, la ley está de su lado.
Contrario a lo que diría la teoría sobre un presidente sádico, a Trump le interesa poco el mundo y mucho su modelo de país, que es casi un Lego que construye con caprichos de niño. Trump tiene claro quiénes son sus peores enemigos: el presidente ruso Vladimir Putin, el primer ministro libanés Najib Mikati, el presidente de Irán Masoud Pezeshkian, el supremo líder Kim Jong-Un de la República Popular Democrática de Corea, el líder de la Organización Islamista Palestina Hamás, Yahya Sinwar. ¿Los enfrenta? No. Tiene claros los riesgos de una política internacional injerencista. Quizá porque recuerda lo que vivió su propia ciudad, Nueva York, cuando las Torres Gemelas fueron derribadas. “Tengo una ventana en mi apartamento dirigida al World Trade Center debido a la belleza de todo el centro de Manhattan. Vi cómo la gente saltaba, y vi llegar el segundo avión. Mucha gente saltó, y yo fui testigo de eso. Vi eso”, declaró el 11 de septiembre de 2024. Por el trauma del atentado terrorista, sufre aversión por la posibilidad de un segundo megaatentado. Su prioridad es lo que entiende como prosperidad americana, y esa se logra ordenando la casa desde adentro. Mientras “América” sea grande otra vez, que el mundo se inmole. Y para que “América” sea grande otra vez, lo indispensable es destruir al enemigo que habita en las entrañas americanas. El jefe antiinmigrante Miller ya lo había advertido en campaña: “Trump desatará el vasto arsenal de poderes federales para implementar la represión migratoria más espectacular. Los activistas legales de la inmigración no entenderán lo que estará pasando”. Si Obama deportó a 2.3 millones de mexicanos, Trump roza los 6 millones (niñas y niños por cientos de miles).
Donald tiene una fascinación: atacar con la boca. Insulta, apoda, miente, calumnia, exagera. El imperio de Trump nace en el huevo de la palabra. Y cuando su purga de mexicanos enfrenta resistencias humanitarias, apela al Título 42 de la Ley de Servicio Público de Salud, aval para el freno de importaciones y personas con el objetivo de evitar enfermedades contagiosas transmisibles desde afuera de las fronteras continentales de Estados Unidos. Los mexicanos, se defiende Trump con su boca, “guardan en su cuerpo cepas graves de sarna, tuberculosis, influenza, y enfermedades graves como el virus sincitial respiratorio”.
Trump siembra el odio, y esa siembra se riega abundantemente con el soporte incondicional y xenófobo de su gente, que vuelve propio el discurso según el cual en Estados Unidos hay buenos y malos. Y a los malos venidos desde la frontera sur, ¡fight! EP
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