La presencia de fuerzas armadas al interior de diversas entidades federativas ha detonado violencias contra la sociedad; pero sobre todo, agresiones contra mujeres y niñas. Este texto, en colaboración con la organización feminista Intersecta, sirve de análisis para mostrar la cruel realidad en la que mujeres de todas las edades tienen que ajustar su vida para evitar los riesgos de estar en presencia de militares.
Va calado, va garantizado: más militares, más opacidad, más violencia contra las mujeres
La presencia de fuerzas armadas al interior de diversas entidades federativas ha detonado violencias contra la sociedad; pero sobre todo, agresiones contra mujeres y niñas. Este texto, en colaboración con la organización feminista Intersecta, sirve de análisis para mostrar la cruel realidad en la que mujeres de todas las edades tienen que ajustar su vida para evitar los riesgos de estar en presencia de militares.
Texto de Adriana E. Ortega & Nicole Huete 01/10/21
Como mujeres que vivimos los años más duros de la violencia durante el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa en Morelos y en Chihuahua, la militarización de las calles es algo que presenciamos en carne propia. Recordamos nuestras adolescencias y parte de nuestros años universitarios normalizando eventos atroces y tomando todo tipo de precauciones posibles al hacer nuestras actividades cotidianas. Al ser mujeres jóvenes —y como toda mujer joven— aprendimos a movernos con cautela en el espacio público. Crecer en este contexto de violencia exacerbada nos obligó a identificar diversas manifestaciones del peligro. Estas —además de las ya esperadas— se encarnaban en los narcos, en los policías y también, en los militares y marinos.
La presencia de las fuerzas armadas dentro de comunidades no es algo nuevo. Al menos desde mediados de los años setenta el ejército ha participado en labores de erradicación de plantíos de marihuana y amapola en el marco de la “Operación Cóndor”. Esta estrategia, influenciada directamente por la “Guerra contra las drogas” de Estados Unidos, desplegó elementos castrenses en diferentes zonas del país: en el llamado “Triángulo Dorado”, conformado por la intersección serrana de los estados de Chihuahua, Sinaloa y Durango, así como en Oaxaca, Guerrero y Michoacán. En este contexto, se estima que se incautaron más de 500 toneladas de sustancias psicoactivas, se destruyeron miles de plantíos de marihuana y amapola, se privó de su libertad a cientos de campesinos, además de la perpetración de otras violaciones a los derechos humanos de comunidades enteras.
En términos concretos de su participación en tareas de seguridad pública, en 1996 la Suprema Corte de Justicia de la Nación, mediante la resolución de la Acción de Inconstitucionalidad 01/1996, estableció que las fuerzas armadas podían participar en estas actividades siempre y cuando se les solicitara de manera fundamentada y se subordinaran a las autoridades civiles. Este argumento sirvió de base para su utilización en la estrategia de seguridad implementada en su momento por Felipe Calderón. A casi nueve años de haber dejado atrás el sexenio que reconfiguró y exacerbó la violencia en México, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador autorizó el uso permanente de las fuerzas armadas para llevar a cabo tareas de seguridad pública.
A nivel regional, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH), se ha pronunciado en contra de México en varias ocasiones condenando el actuar de las fuerzas armadas dentro del país. Específicamente, existen cinco sentencias que señalan los siguientes hechos: la desaparición forzada de Rosendo Radilla Pacheco en 1974; la ejecución extrajudicial de Mirey Trueba Arciniega en 1998; la tortura y violación a los derechos procesales de Teodoro Cabrera García y Rodolfo Montiel Flores en 1999; la tortura y las agresiones sexuales de Inés Fernández Ortega y Valentina Rosendo Cantú en 2002; y, por último, las desapariciones forzadas de Nitza Paola Alvarado Espinoza, Rocío Irene Alvarado Reyes y José Ángel Alvarado Herrera en 20091. Cabe mencionar que los eventos condenados en estas resoluciones sucedieron en los estados de Guerrero y Chihuahua; entidades en donde, históricamente, ha existido presencia militar, diversos grupos del crimen organizado, así como organización comunitaria.
Teniendo en mente estos antecedentes, ¿de qué manera ha afectado esta presencia la vida de mujeres? Gracias a estudios disponibles e investigación que hemos realizado en Intersecta, podemos afirmar que las mujeres experimentan violencia y agresiones que son ejercidas directamente por parte de elementos de las fuerzas armadas y son víctimas, también, de las dinámicas de violencia que la presencia de las fuerzas armadas y la estrategia de seguridad pública detonan en sus comunidades. Para ejemplificarlo, describiremos con más detalle los casos de las violaciones a Inés y Valentina, así como las desapariciones forzadas de Rocío Irene, Nitza Paola y José Ángel.
Inés y Valentina son dos mujeres pertenecientes al pueblo Me’Phaa, originarias de la montaña de Guerrero. En eventos aislados —el de Valentina, menor de edad, el 16 de febrero de 2002 y el de Inés, adulta joven, el 22 de marzo del mismo año—, fueron interrogadas, intimidadas con armas de fuego, torturadas y violentadas sexualmente por elementos del ejército mexicano mientras realizaban labores domésticas. Los casos de Inés y Valentina ocurrieron en un contexto de fuerte presencia militar en su estado, donde por años —y mucho antes de que Calderón Hinojosa asumiera la presidencia de México— se había desplegado a soldados para supuestamente “reprimir actividades ilegales como la delincuencia organizada”.2
Los casos de Inés y Valentina no son los únicos casos reportados de violencia sexual ejercida por militares en contra de mujeres indígenas en esa entidad. Según consta en las sentencias de la CoIDH para ambos casos, la Secretaría de la Mujer del estado de Guerrero señaló que una de las formas de violencia que afecta a mujeres indígenas es la “violencia institucional castrense”.3 No sorprende, entonces, que entre 1997 y 2004 se presentaran seis denuncias de violaciones sexuales a mujeres indígenas atribuidas a miembros del ejército en Guerrero, las cuales, según la información de la CoIDH, se procesaron dentro del fuero militar y sin que exista información sobre sus resoluciones.
Por otro lado, tenemos el caso de tres integrantes de la familia Alvarado: Rocío Irene, Nitza Paola y José Ángel, residentes del municipio de Buenaventura, Chihuahua. Los eventos ocurrieron el 29 de diciembre de 2009, cuando un grupo de militares —o “personas vestidas como militares”, que es la manera en la que, hasta la fecha, la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA) ha elegido describirlas— detuvieron de manera ilegal a Nitza y a José, mientras que, en un evento posterior, este grupo militar se trasladó a la casa de Rocío para llevársela junto con sus otros dos parientes. Hasta la fecha no hay información de su paradero.
Durante 2008 y 2010 se implementó el Operativo Conjunto Chihuahua, una de las estrategias emblemáticas del gobierno de Felipe Calderón, que consistió en el despliegue de la policía federal en conjunto con elementos de la SEDENA, los cuales perseguirían —de manera estratégica— al crimen organizado. Lo que muestran los registros de esos años, es que la puesta en marcha de estas actividades trajo consigo un aumento notable en los casos de tortura, desapariciones y ejecuciones extrajudiciales en la región; de igual forma, también se documentaron diversos incidentes de agresiones sexuales por elementos castrenses a mujeres en otros municipios de esta entidad.
Tanto lo sucedido con Inés y Valentina, como con la familia Alvarado, habla de sucesos que no acontecen en un vacío. No se trata solo de algunos malos elementos. Si observamos algunos de los poquísimos datos oficiales que tenemos disponibles acerca del actuar de estas autoridades, nos daremos cuenta que estos tres casos de ninguna manera son aislados.
Por ejemplo, datos de la Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad (ENPOL) 2016, muestran que, mientras que la policía municipal es a la que menos se le señala como responsable de perpetrar malos tratos en contextos de detención, esta proporción asciende de manera importante en el caso del ejército y de la marina. Esto es cierto para tratos como incomunicación, golpes, sofocamiento e incluso quemaduras. Si tomamos las proporciones de los incidentes de incomunicación, podemos ver que, mientras que el 50% de las personas detenidas por la policía municipal pasaron por esta situación, este porcentaje sube a un poco más del 70% en detenciones llevadas a cabo por las fuerzas armadas.
La agresión donde observamos mayor contraste entre agentes de seguridad y el sexo de los o las detenidas, es la violación sexual. Mientras que una de cada diez mujeres detenidas por policías municipales fueron violadas, los incidentes aumentan a dos de cada diez en caso de haber sido detenidas por elementos del ejército. Al tratarse de marinos, esta proporción se eleva a cuatro de cada diez. Para los hombres, esta agresión desciende de manera importante: solo 2 y 5% de los detenidos por la policía municipal y por las fuerzas armadas (tanto Ejército como marina), respectivamente, dijeron haberla vivido. La alerta que resulta constante, es la gravedad de los abusos cometidos sistemáticamente por las fuerzas armadas en actividades de detención y arresto.
Otros instrumentos estadísticos, como la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH) 2016, indican que alrededor de 573,000 mujeres vivieron agresiones —desde piropos sexuales, ataques físicos, hasta agresiones con armas— por parte de algún elemento de seguridad en su propia comunidad. El número de mujeres que reportó como perpetrador de este tipo de incidentes a algún miembro del ejército o de la marina, fue alrededor de 97,000.
Mirando el fenómeno desde una perspectiva más amplia, la mera presencia de las fuerzas armadas en las calles también desencadena incidentes de violencia dentro de las comunidades. Gracias a los hallazgos del informe Las dos guerras, pudimos dimensionar los alcances de estos efectos en las regiones en donde hubo presencia militar; específicamente, donde hubo enfrentamientos entre elementos de las fuerzas armadas y presuntos “grupos delictivos”. En este sentido, los resultados principales indican que lejos de reducir la violencia —como se prometía desde el Ejecutivo federal—, las operaciones de las fuerzas armadas se relacionan directamente con el incremento de homicidios tanto de hombres como de mujeres.
Asimismo, a partir de la implementación de estas estrategias de seguridad pública, los patrones de violencia letal en el país se transformaron —especialmente en el caso de los homicidios de mujeres—. Mientras que de 2000 a 2006, tres de cada diez homicidios de mujeres se llevaban a cabo a mano armada, para los dos últimos años de registro, esta manera de comisión pasó a ser la norma: seis de cada diez de estos eventos se perpetran con un arma de fuego.
Ante la vasta documentación de abusos y violaciones a derechos humanos por parte de las Fuerzas Armadas, debería ser más que evidente la elaboración de nuevas estrategias de seguridad. Sin embargo, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha optado por darles cada vez más importancia y presencia dentro de la vida pública a nivel nacional. Al día de hoy, elementos castrenses se encuentran resguardando la aplicación de las jornadas de vacunación contra COVID-19, participando en obras de infraestructura, “combatiendo” el robo a hidrocarburos, repartiendo despensas, resguardando hospitales, incluso, produciendo plantas para programas de reforestación. La expansión de las responsabilidades de las fuerzas armadas responde a un fenómeno más amplio. Tal como lo indica la especialista en seguridad Daira Arana, esta tendencia corresponde a un contexto de securitización, en el cual todos los problemas sociales se entienden como problemas de seguridad pública, de seguridad humana.
Este panorama no es muy esperanzador. Sabemos que en una democracia la rendición de cuentas es un requisito básico. En este sentido y con la evidencia disponible hasta el momento —la cual no es menor— las Fuerzas Armadas son de las autoridades más opacas a nivel nacional. Es difícil saber, con detalles, qué hacen, cómo lo hacen, por qué lo hacen y cómo miden si sus objetivos se cumplen o no, incluso para temas que no pueden argumentarse de seguridad nacional, como las capacitaciones que reciben sus elementos en derechos humanos y género. Saber con certeza cómo usan la fuerza, a quiénes detienen, hieren o matan —incluidas mujeres— durante el ejercicio de sus labores es una tarea imposible.
Tal como lo hemos mencionado, los efectos de la militarización en las vidas de las mujeres son evidentes. No solo se trata de agresiones directas de carácter sexual o físicas, sino que la mera presencia de las Fuerzas Armadas en las calles trastoca dinámicas enteras de violencia y exacerba incidentes de violencia como los homicidios. La presencia y el uso de las fuerzas armadas es incompatible con nuestro anhelo de vidas seguras para las mujeres mexicanas. EP
1 Karla Tesillo, “Militarización en México: ¿Qué ha hecho la Corte Interamericana de Derechos Humanos?”, Investigación para la Clínica de Políticas Públicas del CIDE e Intersecta.
2 Sentencia para el caso Fernández Ortega y otros vs. México, resuelta por la Corte Interamericana de Derechos Humanos el 30 de agosto de 2010, p. 29.
3 Íbid.
Con el inicio de la pandemia, Este País se volvió un medio 100% digital: todos nuestros contenidos se volvieron libres y abiertos.
Actualmente, México enfrenta retos urgentes que necesitan abordarse en un marco de libertades y respeto. Por ello, te pedimos apoyar nuestro trabajo para seguir abriendo espacios que fomenten el análisis y la crítica. Tu aportación nos permitirá seguir compartiendo contenido independiente y de calidad.