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“Esa es la migración
que nos preocupa”
A menos de una semana de asumir su cargo como comisionado
del Instituto Nacional de Migración (INAMI), Francisco Garduño otorgó varias y
necesarias entrevistas, en las que dejó constancia de su visión y misión al
frente de la principal institución pública del país encargada de implementar la
política migratoria. Pero también puso en evidencia, si se leen sus
declaraciones entre líneas, un sesgo desconcertante para un país como el
nuestro, habituado por necesidad a arropar la migración y a entenderla en todo
su contexto, no a contravenirla como fenómeno o manifestación, ni siquiera en
el discurso. En la entrevista que Garduño otorgó a Pascal Beltrán del Río para
Imagen Radio, reproducida por Excélsior el
19 de junio, el novel comisionado afirmó que los cerca de 472 mil migrantes que
ingresaron a territorio nacional por nuestra frontera sur durante los primeros
meses de 2019 no eran sólo de países “hermanos latinoamericanos”, sino que
también “…están llegando de África, de Etiopía, de países que ya traen
problemas. También de Turquía… somalíes. Esa es la migración que nos preocupa”,
conminó el funcionario que días atrás tomara posesión del cargo bajo la atenta
y silente mirada de la Secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, cuya
dependencia incorpora estructuralmente al INAMI.
Las declaraciones de Garduño cayeron como balde de agua fría
para quien trabaja o sigue de cerca el calvario que representa ser migrante en
tiempos como los nuestros, donde nacionalismos aislacionistas en todo el orbe,
de Hungría a los Estados Unidos y de Australia al Líbano, engrosan un discurso
de xenofobia, intolerancia y discriminación que busca criminalizar a las
minorías y denostar al migrante, por el hecho de serlo. ¿Por qué habría de
preocuparnos la migración que viene de África o del Medio Oriente más o menos
que la originada en el Triángulo Norte de Centroamérica? ¿Por qué señalar al
migrante etíope o somalí y distinguirlo, como si se tratase de un caso distinto,
del migrante salvadoreño o guatemalteco? ¿Por qué unos son llamados hermanos,
más allá de las evidentes razones de vecindad cultural, histórica y geográfica,
y otros calificados como problemáticos? Acaso las razones que llevan a una
persona a tomar la difícil decisión de dejar su tierra y sus quereres, quizá
por siempre, para emprender un camino sin retorno, cada vez más peligroso y
complicado, e intentar buscarse un mejor futuro no son similares
indistintamente de la proveniencia del implicado. Acaso la preocupante
estabilidad social en Honduras y la debilidad creciente de sus instituciones,
creadoras de un clima de perenne violencia, no son equiparables al raquítico
estado de la paz social y la institucionalidad en Somalia. ¿Es un etíope
indigno de perseguir la misma esperanza que busca un salvadoreño de encontrar
una vida más estable y satisfactoria fuera de las fronteras de su país de
origen?
Los dichos de Garduño preocupan porque advierten un viraje
en la manera en que entendemos, discutimos y abordamos la migración, como
Estado y como sociedad. Al migrante no podemos ni debemos juzgarle bajo ópticas
distintas a partir de su nacionalidad: antes que ser sudanés, eritreo, sirio,
yemení, afgano, chadiano, singalés, libio, nicaragüense, cubano, congoleño,
camerunés, haitiano, venezolano, albanés, rumano, ucranio, iraquí, chino o
bangladeshí, es migrante. Así es como tenemos que asumirlo y definirlo, así es
necesario afrontarlo. La migración en México debe, sin duda, como afirma
también Garduño, no sólo preocuparnos, sino ocuparnos, pues fuimos, somos y
seremos país de origen, de destino y de tránsito de migrantes, más allá de la
actual coyuntura. La migración es y será tema que nos preocupe y ocupe
indistintamente de orígenes, destinos o nacionalidades; la migración entendida
como una sola, no la de los somalíes por un lado y la de los salvadoreños por
el otro, sino la migración como fenómeno integral y con todas sus múltiples
aristas. Un fenómeno, el migratorio, en el que no podemos hacer distinciones de
dicha magnitud si no queremos entrar en un pantanoso terreno del que resulta
casi imposible salir: la criminalización de la migración y de las personas
migrantes.
“Bad hombres”,
violadores, criminales, narcotraficantes, son algunos de los varios apelativos que
el presidente de Estados Unidos utilizó a lo largo de su campaña por la
presidencia en 2016 y durante meses después de tomar posesión, para referirse a
los migrantes mexicanos. Calificativos que hoy todavía resuenan en los oídos de
los millones de mexicanos que han migrado a ese país y en los de millones de
seguidores de Donald Trump que, en su inmensa mayoría, creen al pie de la letra
afirmaciones como la siguiente: “cuando México envía a su gente, no nos envía
lo mejor, envían gente con muchos problemas que traen consigo. Traen drogas y
traen crimen”. Frase infamemente emblemática del discurso en el que anunciara,
en junio de 2015, su intención de llegar a la Casa Blanca y que abriría una
nueva y deplorable etapa en aquel país, en donde la palabra migrante se utiliza
de forma indistinta para significar mexicano y criminal.
Al equiparar a los mexicanos con criminales; al señalarlos
como migrantes con problemas, distintos de los alemanes, polacos, irlandeses,
británicos o australianos; y al estigmatizarlos, el presidente estadounidense
les revictimizó y abrió la puerta para que el resto de su sociedad se sienta
con la libertad de hacerlo, una y otra vez. La criminalización de la migración
mexicana en Estados Unidos, como sucede en Hungría o Polonia con la migración
del Levante, empezó con el discurso; un discurso esgrimido desde las más altas
esferas del poder político, que se nutrió de falacias promovidas por grupos
sociales racistas, supremacistas o antieuropeístas, para convertirse en una narrativa
generalizada en la que las víctimas de tráfico humano o de graves faltas a sus
derechos humanos, ya sea en sus países de origen o de tránsito, comenzaron
también a serlo en sus países de destino. Una narrativa que las sociedades en
cada uno de esos países, y en muchos más del mundo, han ido poco a poco
apropiándose. Hoy en México corremos el grave riesgo de andar por ese camino,
un callejón sin salida.
En la sobremesa de una comida entre amigos cuarentones de
clase media, en la colonia Portales de la Ciudad de México, se escuchan voces
insistentes: “el crimen en la ciudad está desatado, puras bandas de venezolanos
y colombianos”, “no se puede permitir que entre cualquiera, como y cuando
quiera”, “la impunidad de los migrantes es inadmisible”, “¿por qué tenemos que
pagar nosotros sus platos rotos?”, “¿por qué estamos regalando dinero a
Centroamérica cuando aquí recortan el presupuesto para medicinas y salud?”.
¿Acaso, en México, estamos haciendo propia una narrativa que no nos
corresponde?
El artículo 11
Toda persona tiene derecho para entrar en la República,
salir de ella, viajar por su territorio y mudar de residencia, sin necesidad de
carta de seguridad, pasaporte, salvoconducto u otros requisitos semejantes. El
ejercicio de este derecho está subordinado a las facultades de la autoridad
judicial, en los casos de responsabilidad criminal o civil, y a las de
autoridad administrativa, por lo que toca a las limitaciones que impongan las
leyes sobre emigración, inmigración y salubridad general de la República, o sobre
extranjeros perniciosos residentes en el país. Toda persona tiene derecho a
buscar y recibir asilo. El reconocimiento de la condición de refugiado y el
otorgamiento de asilo político, se realizarán de conformidad con los tratados
internacionales. La ley regulará su procedencia y excepciones.
El artículo 11 de la Constitución Política de los Estados
Unidos Mexicanos es el protagonista indiscutible del debate público sobre el
fenómeno migratorio, tras la dramática visita de una delegación mexicana encabezada
por el Secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard Casaubón, a
Washington D.C., la primera semana de junio, tras el iracundo tuit de Donald
Trump amenazando a México con la imposición de un impuesto de 5% a todos los
productos nacionales si el país no detenía el flujo de migrantes hacia la
frontera común. Un tuit que se convirtió en varios y luego en un comunicado de
la mismísima Casa Blanca, donde se advertía que el impuesto en mención entraría
en vigor el 10 de junio y se incrementaría gradualmente hasta alcanzar 25%,
hasta que “el problema de la migración ilegal se solucione”.
Las amenazas trumpianas llegaron mientras en el Senado
mexicano preparaba el terreno para la votación y eventual aprobación del
tratado comercial tripartito sucesor del TLCAN, conocido como TMEC, y en
Estados Unidos el ánimo político caldeaba tras meses de la investigación
comandada por el fiscal especial Robert Mueller sobre la presunta intervención
rusa en el proceso electoral de 2016. La reacción fue inmediata y la
movilización de mercados e indicadores financieros fue paralela a la
instrucción de Palacio Nacional al canciller de presidir y encauzar un diálogo
que llevase a una negociación exitosa para nuestro país desde Washington. La
estancia de casi una semana de la delegación mexicana incluyó innumerables
reuniones con todo tipo de interlocutores y culminó con dos extenuantes días de
encerronas en el Departamento de Estado, tras los cuales se anunció un
“acuerdo” entre las partes. El seguimiento mediático de esos días fue tan
agotador como las conversaciones sostenidas entre mexicanos y estadounidenses.
Con el humo blanco del final México respiró aliviado, aunque sólo
momentáneamente, para después quedarse sin aliento de nueva cuenta. Lo
acontecido en los días siguientes al regreso de la delegación mexicana es una
historia difícil de desentrañar: declaraciones de Trump sobre lo discutido y la
insistencia de un acuerdo alterno, conferencias de prensa del canciller en
sentido contrario y el reconocimiento de que ambas partes determinaron
suspender la entrada en vigor del impuesto por un espacio de 45 días, en los
que México trabajaría en reducir el flujo migratorio hacia la frontera común.
De lo mucho que puede y debe comentarse sobre lo discutido y
acordado en Washington, resaltan dos cosas no menores. La primera, la
aceptación explícita de condicionar la relación económica y comercial entre los
dos países a la agenda migratoria; dos temas estrechamente vinculados entre sí,
por razones completamente distintas, pero que más allá de la coyuntura estarán
siempre presentes en la relación y deberían seguir discutiéndose en sus propios
ámbitos, sin supeditar el uno al otro; sin hacer rehén a las metas o
aspiraciones económicas y comerciales de los retos y objetivos en materia
migratoria; sin condicionar el potencial comercial conjunto al devenir del
fenómeno migratorio. Dos temas complejos e importantísimos, continuamente
politizados a ambos lados de la frontera y contaminados por multiplicidad de
actores exógenos; dos temas que nunca debieron borrar esa delgada, casi
invisible, línea que les separa en el marco de la plétora de tópicos que
conforman la relación bilateral. Cuando se hable de sanciones económicas vía
impuestos a importaciones no debe de hablarse de flujos migratorios, ya que son
dos idiomas distintos y como tales debemos mantenerlos, aunque seamos
claramente bilingües. La segunda: el reconocimiento implícito de que México no
hace, no ha hecho o no ha querido hacer, su trabajo en materia migratoria. Pero
¿es trabajo o responsabilidad de México “detener el flujo migratorio”?
Cuando, a su regreso de Washington, Marcelo Ebrard fue
llamado a comparecer en el Senado, las palabras del presidente de la Cámara de
Diputados fueron contundentes; “Vámonos por el derecho escrito”, dijo Porfirio
Muñoz Ledo, refiriéndose precisamente a la Constitución y a su artículo 11,
cuyo contenido propone ampliar para que incluya “la migración como derecho
humano fundamental”, de acuerdo con la iniciativa de reforma constitucional que
presentó un par de días antes ante la Comisión Permanente de la cámara baja.
Ese artículo, más allá de la propuesta de reforma constitucional aludida, es el
punto central desde el que debemos partir al hablar de la migración en México,
no los acuerdos o no acuerdos alcanzados en Washington. Como país de origen,
tránsito y destino de migrantes es nuestra vocación; como sociedad, nuestra
responsabilidad. De otra manera nos haremos cómplices involuntarios de una
criminalización de la que somos y seremos objeto.
¿Crisis migratoria?
¿Hay una crisis migratoria? A esta pregunta se da una
respuesta por adelantado, positiva en una abrumadora cantidad de casos, y sigue
irresuelta. Una pregunta que permea engañosamente el discurso público en forma
de aseveración; llena las páginas de docenas de publicaciones y aparece en
espacios radiales, televisivos y electrónicos casi de forma intermitente; se
cuela en conversaciones de todo tipo y, en la mayoría de las situaciones,
obnubila el juicio y el razonamiento. El flujo migratorio entre México y
Estados Unidos representa, desde hace años, el principal corredor humano del
planeta, de acuerdo con el Reporte Mundial de Migraciones de la Organización
International para las Migraciones (OIM), organismo preponderante dentro del
sistema de Naciones Unidas en lo relativo al fenómeno migratorio. Al cerca de
millón de cruces regulados y controlados que se realizan diariamente entre los
dos países se añade un número no siempre medible con exactitud de cruces
irregulares, individuales o colectivos, en gran parte consecuencia del tráfico
ilícito y de la trata de personas, migrantes en su mayoría.
De acuerdo con datos de la Secretaría de Gobernación, a lo
largo del último quinquenio entre 350 mil y 450 mil migrantes ingresaron
anualmente al país. Número, que de acuerdo con lo anunciado por Garduño la
semana de su toma de posesión al frente del INAMI, se cuadruplicó en los tres
primeros meses de 2019, con cerca de 472 mil migrantes ingresados por la
frontera sur y las costas del Golfo y del Pacífico. “El total de todo un año en
tan sólo tres meses”, aseguró el comisionado. Estos números son representativos
de un claro incremento en el número de personas migrantes; ver una correlación
positiva entre ese incremento numérico y los enormes desafíos que enfrentamos
como país y como sociedad en el marco del fenómeno migratorio hasta el punto de
calificarlos como crisis, sería, desde mi punto de vista, reduccionista. La OIM
reporta alrededor de 258 millones de migrantes internacionales, un número que se
prevé crezca antes de reducirse. Hoy, a diferencia de lo que pueda creerse, es
más fácil la movilidad, aunque sea también más sencilla la operación y
connivencia de redes criminales internacionales de tráfico y trata; hoy,
también, el número de conflictos internacionales, incluidas guerras civiles, es
mucho mayor que en ningún otro punto de la historia reciente, de Siria y Yemen,
a Venezuela y Corea del Norte; como también lo son las consecuencias de la
emergencia climática en la vida y sustentos de cientos de comunidades en
diferentes partes del orbe. Este listado de factores ha contribuido al alza en
el número internacional de personas migrantes. En el caso particular de México,
más allá del evidente empeoramiento de la seguridad y la estabilidad política y
económica en el extremo septentrional del istmo centroamericano, fuente de la
mayor cantidad de personas migrantes que ingresan a nuestro país, hemos de
subrayar los anuncios que al inicio de la administración de Andrés Manuel López
Obrador se dieron con respecto a la política migratoria del país, como una
razón que pudo jugar un rol en ese marcado aumento en el número de migrantes
que ingresan a territorio nacional.
El gobierno de Enrique Peña Nieto fue, en el estimado
histórico, el que mayor número de migrantes ha detenido y deportado en nuestro
país. Entre 2013 y 2016 el número de deportaciones aumentó cerca de 126%, para
alcanzar la cifra de 147 mil 370 personas migrantes deportadas en 2016, 97.2%
de ellas centroamericanas de El Salvador, Honduras y Guatemala. Si bien,
gracias a la implementación del Plan Mérida en 2008, durante el sexenio de
Felipe Calderón se incrementaron de manera exponencial las presiones por parte
de los Estados Unidos para ver un mayor involucramiento mexicano en la política
migratoria concebida desde Washington, fue en los años del gobierno de Peña
Nieto que tales presiones se vieron traducidas en acciones como las reportadas
por el INAMI en las cifras aquí citadas y como las visibles durante los
encontronazos entre la Policía Federal y las caravanas migrantes
centroamericanas de 2018. En este escenario los anuncios de López Obrador,
incluso antes de tomar posesión, al respecto de otorgar visas y trabajo a
migrantes centroamericanos, resultaron prematuros, como prematuras fueron las
primeras declaraciones, tras el inicio del gobierno de la llamada Cuarta
Transformación en diciembre, del flamante comisionado del INAMI, predecesor de
Garduño, Tonatiuh Guillén López, y de la misma Sánchez Cordero, cuando
prometieron una transformación completa del instituto con base en la
transparencia, el respeto a los derechos humanos y el debido proceso en casos
de deportación, y que consideraría “un programa continuo de regularización de
extranjeros (…) para favorecer su inclusión social y económica, además de
potenciar su contribución al desarrollo del país”.
La esperanza sobre la mesa de una política migratoria con
mayor enfoque humano, en un país que lo clamaba a gritos, de la noche a la
mañana se vio rebasada por una realidad que empujó hacia arriba el número de
migrantes llegando al país; por los brutales recortes presupuestales de la
“austeridad republicana” —disminuyeron el presupuesto anual del INAMI en más de
400 millones de pesos— y, llegado el tuit de Trump, por una agenda bilateral monotemática
y totalitaria que en tiempos como los actuales dista mucho de estabilizarse.
Así se crea la fórmula perfecta para convertir al fenómeno migratorio en una
crisis política y mediática; quizá también económica y social.
¿Qué no debemos
hacer?
Desde la migración que narra la mitología mexica de Aztlán a
Tenochtitlán hasta los movimientos actuales y constantes de personas por toda
la geografía nacional y hacia otras geografías, como consecuencia de una
multiplicidad de factores que incluyen la violencia y la falta de oportunidades
económicas, los flujos humanos constituyen una constante en la vida y en la
historia de nuestro país. Analizarlos, discutirlos y encararlos desde una
dimensión humana y de derechos es lo que debemos hacer. Sólo de esta manera
habremos de encontrar soluciones sustentadas y sostenibles, ajenas de
politizaciones y politiquerías, que provean seguridad a las personas migrantes
y allanen el camino hacia una migración por elección y no por necesidad. Lo que
no debemos hacer es claro también. Tenemos, como sociedad y como Estado, que
cesar todo atisbo de criminalización de cualquier persona migrante. La
fotografía del padre y la menor salvadoreños, ahogados al intentar cruzar el
río Bravo en las cercanías de Ciudad Juárez, boca abajo, inertes e inermes, a
expensas de la corriente, del sol y de la desidia deshumanizadora en ambos
lados del cauce, recorrió el mundo entero y se grabó en las conciencias de todo
el país. Tan lejana, en tiempo y distancia, infinitamente similar a la imagen
del niño kurdo sirio de tres años arrojado por el Mediterráneo a las costas del
idílico pueblo turco de Bodrum, ahogado al zozobrar la lancha en la que
intentaba llegar a las islas griegas con su familia. Ambas imágenes representan
el estado delicado que el fenómeno migratorio guarda en el mundo, las dos
simbolizan la abominable revictimización que como países y sociedades
realizamos de los migrantes; representan lo que no debemos hacer y continuamos
haciendo. México debe jugar un rol central en el diálogo internacional sobre el
fenómeno migratorio, le corresponde por las 35 millones de personas de origen
mexicano que viven en Estados Unidos y por los 472 mil migrantes que ingresaron
a territorio mexicano los tres primeros meses del año, huyendo de sus lugares
de origen con la intención de no regresar. México debe ser protagonista en la
búsqueda de escenarios porque conoce el fenómeno migratorio como pocos países
en el orbe y, dada su muy peculiar situación geográfica, debe lidiar con él
como ningún otro país. México entiende, además y como pocos, que el fenómeno
migratorio es trasnacional y multidimensional, que responde a numerosas causas
y tiene infinidad de implicaciones para los países, para las economías, para
las sociedades y, sobre todo, para las personas migrantes. Por ello es que los
esfuerzos de México en la materia, contados pero determinantes, se han dado
desde el ámbito multilateral, puesto que se trata de un fenómeno que involucra
a todos los países y los requiere a todos para su disección y prospección. El
esfuerzo más reciente, el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y
Regular, adoptado en 2018 en el seno de Naciones Unidas y copatrocinado con la
Confederación Suiza, fue el regreso a la mesa de debate multilateral del
fenómeno migratorio, tras décadas de ausencia. Y ahí debe permanecer, no ser
atrapado en discusiones bilaterales que no llegan a ningún lado; pero para ello
se necesita la presencia y el impulso de México, de su capacidad de
interlocución y negociación, de su imagen y prestigio.
Lo que no debemos hacer es enviar señales encontradas. Una
mayor militarización de las acciones que en política migratoria implemente
nuestro país, a través de la recientemente lanzada Guardia Nacional, del
ejército o la Policía Federal, envía el mensaje equivocado y no corresponde a
la manera en que aspiramos se ataje el fenómeno migratorio. Las escenas de
efectivos militares forcejeando con una madre migrante y su pequeña hija en la
línea fronteriza, para evitar que alcanzase a sus demás vástagos al otro lado
de la línea, ensombrecen cualquier discurso que sobre el trato con respeto y
dignidad a la persona migrante queramos enarbolar en cualquier foro
internacional. Como sociedad, no debemos permanecer tan distantes de un
fenómeno en el que somos resultado, juez y parte; tenemos que involucrarnos más
allá de opiniones vacuas o palabras sin acciones. Tenemos que estudiar y
documentarnos, que discernir y llamar a las cosas por su nombre, “todos los
refugiados son migrantes, pero no todos los migrantes son refugiados” —escribía
hace algunos días el representante permanente de México ante Naciones Unidas en
el diario El Universal—, ambos
términos “no deben ser usados indistintamente”, —apela el Embajador Juan Ramón
de la Fuente—, como tampoco pueden ser usados de manera indistinta criminal y
migrante o ilegal, en lugar de irregular o indocumentado.
Como Estado, no debemos dificultar más la función del INAMI o
de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, también afectada por los
recortes anunciados al inicio de la administración, sino facilitarla y
engrandecerla. Hay que revisitar la propuesta inicial de transformarla,
depurarla y transparentarla. Retomar el ímpetu con que se concibió al inicio
del presente gobierno, sí con más recursos y con muchos más funcionarios
especializados, en coordinación y colaboración con agencias de Naciones Unidas
con interés en la materia, como el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los
Refugiados y como la OIM; ese ejército de facilitadores y expertos en
protección podrían mejorar y acelerar procesos en nuestra frontera sur, así
como asegurar la integridad de las personas migrantes. Como Estado no debemos
desacreditar a través de la demagogia la labor importante de actores no
gubernamentales como los albergues para migrantes, sino robustecerla y
acompañarla; no hacerlo sería caer en el juego de criminalizar a los defensores
de las personas migrantes, como ya sucede en Estados Unidos y en muchos países
de Europa. Como Estado también debemos, ante todo, abatir la corrupción en esas
estructuras que conforman nuestra política migratoria y que han permitido el
crecimiento, sórdido y deleznable, del tráfico y la trata. Combatir a esas
nefarias redes de criminales es, de cierta forma también, combatir el sistema
prevaleciente.
Como país tenemos que abocarnos a la ley, a la Constitución
y a su artículo 11, que contraviene medidas como la adoptada por algunas líneas
de autobuses que solicitan una identificación oficial con fotografía a quien
desee abordarlas para trayectos interestatales; a los acuerdos y convenciones
internacionales de las que somos parte, como la Convención sobre la Protección
de los Derechos de Todos los Trabajadores Migratorios y de sus Familias de
1990. Como país también tenemos que abonar al camino andado y continuar
construyendo, como hemos hecho por muchos años, algunas veces con mayor ventura
que otras, una política migratoria propia, que responda a nuestras aspiraciones
y a nuestros intereses, a los de nadie más. Tenemos que mirar al norte sin
dejar de mirar al sur; atender las causas de la migración e invertir tiempo,
dinero y sesos, en mitigarlas con plena conciencia de que la migración, incluso
si llegase el día en que fuese sólo una cuestión de elección, nunca dejará de
ser parte de la experiencia humana. EP
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Con el inicio de la pandemia,
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