Esta crónica narra la final olímpica de futbol, donde se enfrentaron los equipos de España y Brasil en un partido que no se decidió hasta el último de los tiempos extra. El autor Aníbal Santiago destaca el significado de esta victoria para el defensa brasileño Dani Alves.
Juegos Olímpicos A los 38 años, Dani Alves volvió a ser niño
Esta crónica narra la final olímpica de futbol, donde se enfrentaron los equipos de España y Brasil en un partido que no se decidió hasta el último de los tiempos extra. El autor Aníbal Santiago destaca el significado de esta victoria para el defensa brasileño Dani Alves.
Texto de Aníbal Santiago 09/08/21
El partido por el oro estaba inmovilizado con una camisa de fuerza, aprisionado con un cerrojo inviolable de pestillo de acero, cegado por un antifaz como el condenado instantes antes de morir en la horca.
Por Brasil, a Antony no le bastaban sus incursiones por derecha en las que la pelota sonríe con su genio porque siempre chocaba con españoles a montones. El entusiasmo aéreo de Cunha todo el tiempo encontraba una cabeza enemiga más certera, y Richarlison volvió al balón un transbordador espacial al ejecutar un penal.
España, por su lado, estaba despierta y alerta si era momento de defender, pero adormilada, tediosa, espesa, recién levantada después de una noche difícil si lo que en ese momento procedía era atacar. Cómo olvidar el peor (o uno de los peores) tiros de esquina de que tengamos memoria al minuto 41: Dani Olmo pateó la pelota desde el banderín de corner directamente hacia afuera, como si la pasara a un recogebolas detrás del arco.
Ante tanta impotencia en el gran partido del máximo evento deportivo del planeta, frente a tanto agotamiento prematuro de ideas, se necesitaba un viejo sabio que dijera “veamos, esto es demasiado” para ir encontrando la solución al laberinto. Por suerte ese individuo había acudido al Estadio de Yokohama, estaba vestido de amarillo y portaba el 13: Dani Alves, el defensor de 38 años, ya calvo, bastante arrugado, correoso y habilidoso como experimentado marinero.
Faltaban 13 segundos para que el árbitro australiano Beath Chris terminara la primera etapa. Sin embargo, para el defensor brasileño era tiempo suficiente, de sobra, para inventar algo: se fue al frente en el momento preciso y un centro malísimo, pasado, que estaba por abandonar el campo, lo salvó con una pirueta más de karate que de futbol para transfigurarlo en un centro delicioso que Cunha bajó con la panza. Al adelantarse, la pelota fue inalcanzable para tres zagueros europeos: el delantero pateó a la izquierda del arquero Simón y concretó el 1-0. Con su pase de gol, Alves había extraído agua de las piedras para que los sudamericanos se fueran al descanso con la ventaja.
Abofeteada pero por eso despierta, en la segunda parte España volvió con buen futbol, pero hasta ahí: Oyarzábal y Asensio creaban peligro, pero no gol. Frustrado por una incursión bloqueada, Oyarzábal abría la boca para insultar a su suerte. Y entonces la cámara registró un gesto: Dani Alves, al ver la frustración de su joven rival 14 años menor, le acarició la cabeza, cariñoso en una especie de: “calma y a volver a intentar: así es esto”. Y entonces el español lo volvió a intentar: recibió un centro larguísimo desde derecha, y cayéndose y de volea la conectó para el empate. ¿Corrió por toda la cancha para festejar? No. ¿Eufórico aceleró sus pasos por el césped para abrazarse con sus compañeros? No. Bueno, ¿al menos sonrió? No. Nada. Serio-serio-serio se dejó felicitar por sus compañeros, con el gesto paralizado.
Y entonces, acaso contagiada, toda España se puso seria. A diferencia de Brasil, que llegó más, pegó el balón en el poste y buscó voraz otro gol, el cuadro rojo acudió a un recurso del barcelonismo clásico: tocar, tocar, tocar la pelota, solo que sin el latigazo culé que destroza con un nocaut cuando parece que se aburre de tanto tocar sin pausa.
Con el empate, el partido se fue a tiempo extra, y entonces vimos a Dani Alves más capitán que nunca, hablándoles fuerte a sus jugadores, dando indicaciones, luchando con todas las ideas cultivadas en una trayectoria profesional ya de 20 años desde que saltó a la cancha con el Esporte Clube Bahia el 11 de noviembre del 2001, justo cuando la caída de las Torres Gemelas cumplía dos meses (así de antiguo es Dani). Voz firme, ojos bien abiertos y alertas como si fuera el primer partido de su vida, persuadía a su equipo de que la extenuación de los cuerpos por cerca de 100 minutos de partido podía aliviarse con mucha actividad mental.
El gol de Malcolm en un contragolpe por izquierda con una horrible marca de Vallejo en el segundo tiempo extra, hizo justicia. Brasil se desvivió por la victoria y no solamente jugando: una de las imágenes finales de la final de Tokio 2020 fue el arquero brasileño Santos, recostado, abrazando amoroso a la pelota y diciéndole quién sabe qué cosas.
El silbatazo final llegó: mientras sus compañeros corrían extasiados, Dani Alves se tiró al césped, empuñó mechones de hierba y lloró.
Minutos más tarde su compañero, el portero Brenno, le puso la medalla en el pecho. Dani abrazó al jugador, señaló al cielo, miró de cerca la medalla, y se acomodó la cinta, durante un rato largo-largo-largo, dando vueltas a la tira de tela para que quedara perfecta, como el novio inquieto que se acomoda el traje frente al espejo minutos antes de la boda para que no haya un solo doblez fuera de lugar.
Abstraído, alejado de la euforia colectiva de su equipo, acarició silencioso la medalla, la abrillantó con la yema de sus dedos, le aplaudió y ya sin tocarla la miró en calma con la cabeza gacha. Y de pronto recobró la conciencia del lugar en donde estaba y volvió al arrebato de la felicidad: la puso sobre su cabeza y sonrió.
Para ese momento la noticia se expandía: con este oro olímpico, Dani Alves lograba su título 43. Con 15 años en la selección y 118 partidos con la verdeamarela, ya era el jugador de cualquier nacionalidad más condecorado en la historia del futbol, el futbolista con más títulos de todos los tiempos del deporte más popular del mundo.
Siempre sencillo, él era ajeno a todos esos ribetes dorados: solo observaba a su medalla, enamorado, incrédulo a sus 38 años, como un niño feliz que recibe un trofeo por primera vez en su vida.EP
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