Elecciones en Rusia: Putin y la nueva ola patrimonialista global

En un momento de erosión democrática como el actual, la influencia patrimonialista del presidente ruso podría llegar, si no es que ya llegó, hasta la Casa Blanca.

Texto de 06/03/24

En un momento de erosión democrática como el actual, la influencia patrimonialista del presidente ruso podría llegar, si no es que ya llegó, hasta la Casa Blanca.

Tiempo de lectura: 6 minutos

La siguiente parada del maratón electoral 2024 es la Federación de Rusia, el país más grande del mundo, que elige presidente el domingo 17 de marzo. Como ocurrió en El Salvador, se trata de unas elecciones en las que sabemos de antemano quién será el ganador. Vladimir Putin, hoy candidato independiente (la ley prohíbe al presidente en funciones tener afiliación partidista), extenderá su mandato hasta 2030.

El contexto de una victoria predecible

La previsible victoria de Putin, posibilitada por una reforma legal de 2021 que le permite reelegirse hasta 2036, convertirá a este exagente de la KGB en el gobernante contemporáneo de Rusia con más años en el poder, solo por debajo de Iosif Stalin. Desde 1999, cuando fue elegido heredero de Yeltsin, Putin ha conseguido una creciente concentración de poder en su persona y extender su mandato prácticamente de forma indefinida, aunque siempre con una fachada legal gracias a maniobras como la de 2008, cuando intercambió temporalmente su posición con su entonces primer ministro, Dmitri Medvedev, para regresar a la presidencia en 2012. Sí, lo mismo que hizo Porfirio Díaz con su compadre y vicepresidente Manuel González. Hay cosas del autoritarismo metropolitano que parece que nunca cambian.

“Desde 1999 […] Putin ha conseguido una creciente concentración de poder en su persona y extender su mandato prácticamente de forma indefinida”

Si pensamos que la democracia es, en última instancia, una política definida por la incertidumbre, lo predecible de los resultados de las elecciones rusas dice bastante de la naturaleza del régimen de Putin. Esto no significa, sin embargo, que esta campaña haya estado desprovista de incidentes. El pasado 24 de febrero se cumplieron dos años de la invasión rusa a Ucrania, el conflicto bélico más grande en suelo europeo desde la Segunda Guerra Mundial, y motivo de la más importante rebelión en el círculo de Putin, la del oligarca-mercenario Yevgueni Prigozhin. Apenas una semana antes, el opositor al régimen de Putin más conocido en Occidente, el abogado Alexander Navalny, moría en circunstancias sospechosas dentro de una prisión en el ártico, a 1900 km al noreste de Moscú, donde cumplía una condena de treinta años. Finalmente, una semana antes de eso, Putin hacía una inusual intervención pública al ser entrevistado (es un decir) por Tucker Carlson, antigua estrella del trumpismo hoy caída en desgracia. 

Putin, influencer

Pese a lo difundido del intercambio entre Putin y Carlson, la “entrevista” hizo poco para ayudarnos a entender mejor el pensamiento de Putin, cuya ideología sigue siendo objeto de intensos debates. Por lo general, el ejercicio fue interpretado como un despliegue de propaganda rusa en torno al conflicto en Ucrania y un intento de influir en las elecciones estadounidenses de este año.

Los rumores sobre la capacidad del gobierno de Putin para influir en los procesos electorales de otros países son viejos y conocidos. Piénsese, por ejemplo, en el affaire en torno a unos supuestos videos de Donald Trump en poder de la inteligencia rusa (el llamado kompromat) o la presunta intervención de hackers rusos en favor del millonario neoyorquino en las elecciones de 2016. Sin ir más lejos, muchos recordarán cómo, durante 2018, circuló en México un mensaje por WhatsApp que advertía que Andrés Manuel López Obrador entregaría el petróleo de México a los rusos.

A pesar de la dudosa veracidad de estos rumores, el peso de Rusia en la política de otros países es un hecho difícil de minimizar, aunque esta influencia no ocurra realmente de la manera en que suele contarse. Dedico la parte central de este texto a ofrecer una interpretación de la historia reciente —de Moscú a Estados Unidos, pasando por Hungría e Israel— que muestra cómo es que la autocracia de Putin ha dejado su huella muy lejos de sus fronteras.

Todo empezó en Moscú

Populismo, erosión democrática, regresión autoritaria. Son tres conceptos que forman parte del espíritu de nuestro tiempo, en el que las bondades de la democracia como forma de gobierno son cada vez más cuestionadas. Al mismo tiempo, lo mismo en países del norte que del sur global, los liderazgos personalistas cosechan éxitos con programas generalmente conservadores, opuestos lo mismo a un supuesto “globalismo” que a burócratas y tribunales. ¿Qué me dirían si les dijera que todo esto empezó en Moscú?  En una nuez, esa es la tesis de Stephen Hanson y Jeffrey Kopstein, dos politólogos que han tratado de entender el papel de Putin y la experiencia post-soviética en la política contemporánea.

“…lo que ocurrió en Rusia tras la caída de la URSS fue una especie de presagio de lo que pasa ahora en el mundo.”

De acuerdo con estos académicos, lo que ocurrió en Rusia tras la caída de la URSS fue una especie de presagio de lo que pasa ahora en el mundo. La historia empieza así: el fin de los regímenes soviéticos y las economías planificadas coincidió con el apogeo del “Consenso de Washington” y de las supuestas virtudes de la liberalización económica radical. En ese clima de opinión, la orgía de corrupción, anarquía económica y caos social que fueron los años 90 en Rusia y sus países vecinos fue celebrada en Occidente como una prueba de la superioridad del modelo de libre mercado. Para los ciudadanos de las repúblicas exsoviéticas, por el contrario, esta situación significó que palabras como “democracia” y “liberalismo” quedaron indeleblemente asociadas al desastre.

En un contexto así, no resulta extraño que el principal objetivo de Putin cuando llegó al poder en 1999 fuera restaurar el orden y expropiar el poder de quienes hicieron su agosto durante la catástrofe, lo mismo oligarcas que jefes regionales. Tampoco es extraño el apoyo popular que recibió. Lo interesante del caso es que, con el liberalismo y el socialismo igualmente desacreditados ante la población, el nuevo régimen tuvo que recurrir a un proyecto alternativo para legitimarse: el “patrimonialismo”, un tipo de dominación donde el gobernante se “apropia” del aparato del Estado y lo trata como su negocio privado, difuminando la línea que separa lo público de lo privado.

Siguiendo la ola

Lo que sugieren Hanson y Kopstein es que, desde principios de siglo, este proyecto patrimonialista de restauración del poder fue presentado por Putin como una alternativa (o antídoto) a las fallidas recetas liberales y, como tal, fue exportado por su gobierno a los países de su entorno inmediato. Más importante aún, sobre todo tras la crisis de 2008, comenzó a ser imitado por gobiernos (democráticos y autoritarios) en otras partes del mundo. Aquí es donde la cuestión se pone realmente interesante.

“…lo que el proyecto de Putin representa es el regreso del patrimonialismo y la personalización del poder como una auténtica fuerza global.”

Hanson y Kopstein siguen la ola de difusión de este modelo patrimonialista de este a oeste, desde la Rusia de Putin y las repúblicas exsoviéticas, donde el modelo era más fácilmente exportable, hasta Hungría, donde encontró oídos receptivos tanto en el populista de derecha Viktor Orbán como en el partido Jobbik. Orbán, que desde entonces se ha convertido en un modelo para aspirantes a autócratas en sí mismo, compartía con Putin no solo su oposición al “liberalismo Occidental”, sino una misma estrategia para desmantelar al Estado y sustituirlo por el líder y su camarilla de leales. Desde entonces, esta “ola” patrimonialista no ha dejado de extenderse. El caso más sorprendente es el de Estados Unidos, donde el gobierno de Trump prometió “drenar el pantano” burocrático de Washington y acabó convertido en un grupo de familiares y amigos cuya falta de profesionalización tuvo mucho que ver, por ejemplo, con su catastrófico manejo de la pandemia. La experiencia del trumpismo muestra hasta qué punto una retórica aparentemente ultraliberal en realidad esconde un proyecto profundamente patrimonialista.

Es común que, tanto en la academia como en los medios, la figura de Putin se vincule a los nuevos populismos. Si bien Putin no es estrictamente un gobernante populista (el centro de su política no es el pueblo sino el Estado, como explica Luke March), su gobierno ha financiado abiertamente a partidos que sí lo son, como los préstamos de 9 millones de euros que dio en 2014 al Frente Nacional de Marine Le Pen; asimismo, ha mantenido lazos cercanos con personajes como Chávez, Modi o el propio Orbán. Sin embargo, la caracterización que hacen Hanson y Kopstein es más precisa: lo que el proyecto de Putin representa es el regreso del patrimonialismo y la personalización del poder como una auténtica fuerza global.

¿Por qué debería importarnos esto?

Los episodios de difusión internacional en materia política han sido ampliamente estudiados al explicar la extensión de la democracia. La transición de nuestro país, sin ir más lejos, se considera parte de la llamada “tercera ola democratizadora” de finales del siglo XX. Ahora bien, lo que muestra la Rusia de Putin es que estos procesos, aprendizaje e influencia son igual de relevantes para entender también la expansión de las fuerzas antidemocráticas.

En un reciente artículo sobre la figura de Navalny, Alexander Titov argumentaba que la muerte de este opositor había puesto punto final a la época en que aún había política en Rusia: ahora solo existe el autoritarismo personal de Putin. Las elecciones de este mes sugieren que esta situación no cambiará pronto. Con todo, quizá más preocupante que la longevidad del régimen del presidente ruso sean los efectos de su ejemplo alrededor del mundo: una ola patrimonialista global cuya resaca con toda certeza le sobrevivirá. EP

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