La discusión sobre el regreso a clases en México ha sido uno de los temas que más han polarizado a la población en las redes sociodigitales. ¿Son las infancias y las adolescencias lo más importante en esta discusión? María Antonieta Mendívil ofrece un panorama un poco más complejo y amplio abogando por la participación colectiva.
El regreso a clases, el regreso de donde partimos
La discusión sobre el regreso a clases en México ha sido uno de los temas que más han polarizado a la población en las redes sociodigitales. ¿Son las infancias y las adolescencias lo más importante en esta discusión? María Antonieta Mendívil ofrece un panorama un poco más complejo y amplio abogando por la participación colectiva.
Texto de María Antonieta Mendívil 30/08/21
Hace días la conversación con mujeres con las que suelo coincidir y a las que admiro se tornó ríspida. En el centro estaba la discusión que parece polarizada entre estar de acuerdo con el regreso a las aulas escolares o no.
Me di cuenta de que las posturas ante esa realidad no están en las antípodas ni son excluyentes. En el fondo las premisas que mueven el “sí” y el “no” son las mismas: un llamado a la urgencia de proteger a las infancias, un reclamo al advertir que la niñez no está en el centro de las prioridades de la sociedad, del país, de las políticas públicas.
¿Por qué entonces el tono ríspido entre personas preocupadas por la población infantil? Porque en el corazón de ese diálogo está el miedo, el instinto de supervivencia, la responsabilidad del cuidado, la falta de conciliación entre lo personal y lo comunitario. Y al final de cuentas, porque en el centro de esa discusión está la reflexión desde el centro de lo más privado y personal, que es el entorno familiar, las criaturas, nuestras criaturas, y la decisión que se gesta en el mayor celo, el cuidado de los seres queridos y el libre albedrío.
Detrás de la pandemia, se han revelado las enfermedades de nuestra sociedad y civilización: las enormes brechas económicas entre unos y otras; la inviabilidad de economías que generan tanta desigualdad; la fortaleza llena de humo de la especulación y de las empresas digitales y del espectáculo, en detrimento de una mejor distribución de la economía, de esquemas más sustentables de vivir y convivir, de inversión en salud y ciencia.
Y ahí está nuestra discusión. En un remolino del que somos víctimas y al que no queremos victimizar, en un abismo donde lo personal se confronta con lo comunitario.
Al principio de la pandemia, tuve una esperanza muy ingenua: que este parón colectivo y global nos enseñaría justo el sentido de que nuestros actos personales, individuales, tenían una repercusión en lo comunitario. Nos dijeron tantas veces y nos dijimos tantas otras que resguardarnos, salvaguardarnos, era por el bien de los demás, y que la única manera de salir adelante ante esta crisis sanitaria era desde la comunidad; y sin embargo esa reflexión, ese sentido, esa búsqueda se fue diluyendo en la supervivencia del día a día, con todo el esfuerzo anímico, económico, corporal (sí, nuestros cuerpos como barricadas en una guerra).
¿Qué hacíamos antes de confinarnos?
Es importante y sumamente necesario volver a ese punto. Las mujeres habíamos salido a las calles antes del 8 de marzo y el 8 de marzo, movilizadas por el hartazgo ante los feminicidios. El caso de la niña Fátima fue la gota que derramó nuestra paciencia, nuestro dolor, nuestra rabia. Una niña, que estaba bajo el cuidado de una madre con algunas necesidades de salud mental, había sido raptada afuera de la escuela. La madre no había llegado a recogerla. El padre estaba ausente de su vida. La escuela (sus directivos, docentes) decidieron dejar a una pequeña de siete años afuera de la escuela, sola. La niña apareció días después torturada, violada, asesinada. Al final, tanto el cuerpo de la niña como el nombre del culpable fueron revelados por una mujer del entorno familiar del feminicida.
No fue la autoridad. La autoridad no fue capaz de evitar que una madre con necesidades especiales declinara en el cuidado, dejando a la deriva a una menor. La autoridad no fue capaz de atender a la madre vulnerable y sus dependientes. La autoridad educativa, bajo la cual la niña estaba a su cuidado, no fue capaz de asumir la responsabilidad en sus manos. La autoridad no fue capaz de vigilar y proteger a una niña en el espacio público; de buscarla, de evitar la tragedia; de encontrar al cuerpo y honrarlo; de encontrar al culpable, un feminicida, un pederasta, y hacer justicia.
En el nombre de Fátima y de tantas mujeres víctimas de feminicidio (once diarias, por décadas), tomamos las calles, quemamos lo que había que quemar, rompimos lo que tuvimos que romper, rayamos lo que teníamos que rayar, lloramos lo que teníamos que llorar. Y al llegar el 8 de marzo hicimos un paro nacional: un día sin nosotras. Un día sin mujeres. Un día sin la hija, la madre, la hermana, la amiga, la abuela, la compañera, la colega, la desconocida, pero a la que nos une el colectivo de ser mujeres, de ser mujeres en riesgo, sobrevivientes, dolientes, con pérdidas. Un día después, tomamos las calles, con la sombra del COVID-19 rozando nuestros talones.
¿Qué lugar ocupan las infancias ante un Estado que no las protege, que no las ha protegido, que ha permitido que este país tenga el abominable primer lugar mundial en abuso sexual infantil y en embarazo infantil y adolescente?
¿Dónde están las instituciones, las políticas públicas que protegen a las niñas y a las mujeres?, nos preguntamos y lo rompimos todo.
Las infancias invisibles
El día en que las autoridades decidieron cerrar las escuelas y confinar a las niñas y niños en casa, ese día se reafirmó el abandono, la declinación del Estado al cuidado de las infancias. La niñez estaría a cargo de las madres (“¿Quiénes mejores que las mujeres para cuidar?”, fue la apuesta del presidente en una borrascosa Mañanera).
Confinarse se nos presentó como una decisión pasajera, fugaz, que lograría detener el paso tormentoso de la pandemia. Aunque de reojo veíamos la experiencia de otros países: no, el horizonte no era cortoplacista, no era efímero; el horizonte no era alcanzado por nuestra vista.
Nos dijeron: quienes puedan resguardarse en sus casas, háganlo; quien no, tome el riesgo de salir. El alimento o la salud, como si fueran dos caminos perfectamente delimitados, asépticos. Y quienes pudimos quedarnos en casa, con un techo estable, con un sueldo precariamente seguro, nos quedamos con la promesa de que nuestro confinamiento era un acto de corresponsabilidad.
Pero ¿qué sucede cuando confinan a los violentadores con las víctimas dentro del mismo candado?, ¿qué sucede cuando encierran a las niñas en la misma casa donde sucede el mayor porcentaje de los abusos sexuales infantiles?, ¿qué sucede cuando cierras la puerta con el violador y la niña adentro y cierras los ojos como Estado, como sociedad? ¿qué pasa cuando a esa pólvora le enciendes el cerillo de la precariedad económica, la sobrecarga en las responsabilidades de las mujeres, la presión sobre la salud mental?
Durante la pandemia, las llamadas de auxilio a los refugios de mujeres aumentaron 300 por cierto, según la Red Nacional de Refugios; las políticas públicas de confinamiento recayeron en los cuerpos de las mujeres que, desde los cuidados, hemos tenido que actuar como escudo y resistencia en la pandemia. Y el Ejecutivo de este país, ante la mirada atónita de las mujeres feministas en su gabinete, dijo que eran llamadas de broma.
El Estado declinando en su responsabilidad de proteger a la niñez, a las niñas, a las mujeres.
Abran escuelas, cierren los bares
La conversación ríspida que referí al principio me ha llevado a intentar entender por qué cuando decimos: “Abran las escuelas, no los bares” parecemos estar en lugares distintos, cuando estamos en el mismo flanco. Es desde ahí que quiero abordar el dilema del regreso a las escuelas de manera presencial. Porque si no es para encontrar esos puntos en común para caminar de manera constructiva hacia el mismo fin, entonces ¿qué sentido tendría añadir palabras al fuego y a la reyerta?
En su momento, muy al inicio de la pandemia, partimos de la idea errónea de que el contagio era a través del tacto y de las superficies. Por eso los tapetes sanitizantes, los aerosoles desinfectantes, los parques cerrados, las escuelas cerradas, las casas cerradas.
Ante la presión dominante de ciertos sectores económicos, las autoridades sanitarias abrieron restaurantes, bares, boliches, centros comerciales, oficinas. No las escuelas. No los parques. No las casas. Y poco a poco la evidencias científicas y empíricas fueron develando que el contagio era por vía aérea. Los restaurantes siguieron con sus terrazas para fumadores, las escuelas siguieron cerradas, los parques empezaron a abrirse poco a poco. El espacio público se nos mostró como ese lugar hostil, peligroso, poco amigable para la vida al aire libre, para el traslado pedestre, para el crecimiento creativo y diverso de una sociedad, para el encuentro y esparcimiento de jóvenes e infantes.
Y la niñez siguió siendo invisible.
Un vuelco a la narrativa
A lo largo del confinamiento, la narrativa había sido “quédate en casa”. Si puedes confinarte, confínate. El privilegio por fin encontraba un sentido comunitario: resguardarse evitaría el contagio a otras personas, la economía más o menos segura de algunos sostendría la de quienes resuelven el día a día de manera precaria.
De pronto la narrativa cambió: hay que salir, hay que arriesgar, no podemos seguir encerrados, la economía no lo soporta, el sistema educativo no lo soporta, las infancias están sufriendo más dentro de sus hogares que fuera de ellos.
No quiero pecar de maledicente, y optaré por concluir que la aceptación tardía de las violencias exacerbadas durante el confinamiento no fue por la negación previa, sino porque no existían datos estadísticos firmes. Pero junto al llamado a volver a las aulas, se lanzaron una serie de cifras oficiales del Gobierno de México que se habían negado o silenciado: la violencia familiar se incrementó 24 por ciento durante la pandemia, “en el 76 por ciento de los hechos reportados en estas carpetas de investigación el agresor fue una persona que tenía algún parentesco con la víctima. De estas denuncias de violencia, el 81.6 por ciento reportan actos cometidos en contra de niñas o mujeres jóvenes, en contra de quienes se ejerce violencia psicológica, sexual, física, abandono o negligencia”; los suicidios de niñas y niños entre 10 y 14 años aumentaron en 37 por ciento y 12 por ciento en adolescentes mujeres entre 15 y 19 años; en 2020, el homicidio fue la tercera causa de defunción en niños y la sexta en niñas de entre 1 y 14 años de edad; según el Consejo Nacional de Población, hoy cada día nacen más de mil bebés de niñas y adolescentes.
¿No es un panorama que se avizoraba ya desde el inicio? Si antes de confinarnos salimos a romperlo todo por las violencias contra las mujeres, ¿no era una tragedia más que cantada lo que sucedería? Y cuando salimos a las calles, nos dijeron que no eran los modos; y cuando pusimos el dedo en la llaga de las violencias azuzadas en el resguardo, nos dijeron mentirosas; y cuando nos quisieron afuera, nos llamaron comodinas, perezosas, negligentes, miedosas, inconscientes por temer salir.
La ciencia y el miedo
Esta es una sociedad en duelo. A la población del segundo país con más muertes en el mundo se le pide arriesgar; al país número uno en orfandad infantil por COVID-19 se le apremia a dejar el confinamiento; a la población del cuarto país que más tiempo ha dejado a la niñez sin escuelas se le regaña como si la negligencia hubiera sido de las familias y no de un Estado que decidió no priorizar la educación presencial (ni la virtual, basta ver los contenidos educativos por TV abierta).
Cierto es que los niños y niñas de este país no están ya totalmente confinados; están en la calle, con la normalización de una economía que no ha sabido conciliar nunca la vida laboral con la de los cuidados. Cierto es que el aumento alarmante de criaturas hospitalizadas por COVID se dio en el contexto de vacaciones, no de escolarización.
Pero igual de cierto es que muchas familias están aún en duelo por pérdidas cercanas y la idea de arriesgar a sus criaturas les resulta impensable y digno del más grande terror, aun cuando la probabilidad de muerte pediátrica sea menor al 0.1%; y a esas madres, padres y responsables de cuidados no se les puede zarandear para sacarles de casa. No es humano. Tampoco se les puede acusar de egoísmo, de privilegiados o burgueses.
La alta posibilidad de contagio de infantes a adultos abre otra puerta del terror que se busca evitar: el estudio sobre la orfandad por COVID de “The Lancet enfatizó que las muertes de padres o cuidadores aumentan el riesgo de problemas de salud mental; violencia física, emocional y sexual; y dificultades económicas familiares.”
Sí, hay una realidad de violencia mortal y deshumanizadora puertas adentro de los hogares mexicanos. Pero esa no es una realidad provocada por el confinamiento durante la pandemia; es una tragedia preexistente para la cual ha habido negación, omisión e irresponsabilidad, cuando no violencia institucional de parte del Estado. La pandemia ha venido a agravar esa realidad que debe ser atendida de manera urgente si no queremos perder una generación más en esta descomposición social y violenta que se va apoderando del país, un país feminicida, y que está siendo apropiada, articulada y sistematizada por el crimen organizado.
¿Qué hace el Estado ante esto? ¿Cuáles son las políticas públicas para enfrentar esta terrible realidad que nos está explotando en las manos? Abrir las escuelas para sacarlos de los hogares violentos, o para salvar la salud mental de las familias, no es una política pública. Y mucho menos lo es cuando las escuelas se han mostrado como espacios igual de peligrosos, violentos y abusivos que los hogares o el espacio público. No lo son cuando las medidas sanitarias en las escuelas son tan absurdas como tener tapetes sanitizantes, ordenar las comidas dentro de las aulas escolares, y delegar las labores de limpieza y desinfección a las madres y padres de familia (cuando se cuenta con ambos o con uno de los dos).
El privilegio del cuidado
“Mis hijos se encerraron conmigo cuando lo prioritario era cuidar que los abuelos no se contagiaran”, escribió en su muro Ceyla Orlaineta, una maestra de arte para las infancias, “Después siguieron encerrados pensando en sus padres y tíos […] Tuvieron que transformar su vida y, aunque fue complejo, jamás los sentí resentidos por estar en casa a causa del cuidado de los otros. Lo que me pregunto es ¿cómo les explico que siendo la población más vulnerable deberán incorporarse a sus actividades, cuando quienes somos responsables de ellos estamos un poco más a salvo?”
A las infancias y adolescencias les debemos una narrativa. Les debemos un sentido. Les debemos una lógica. Aunque estemos cometiendo el mayor de los errores, debemos darles una explicación que le dé sentido a los acontecimientos y nuestro proceder hacia ellos.
¿Qué pasa cuando el entorno familiar de las niñas y niños toma la decisión de mantener el confinamiento en su seno? ¿Qué sucede cuando el núcleo familiar se siente capaz, fuerte, con los recursos emocionales y económicos, para mantener el resguardo y no enviar a sus niñas y niños a la educación presencial?
“Este delicado balance de riesgo/beneficio es diferente para cada familia. Si tu hijo vive en un entorno seguro, libre de violencia doméstica, tiene los medios para conectarse a las clases virtuales y alguien que lo supervise y apoye, si tiene un jardín donde correr y hermanos con los que jugar, quizá sea prudente esperar unos meses”, dice Almudena Laris, pediatra infectóloga, en un hilo que vale la pena leer para no polarizar.
Sí, se volverá a abrir la brecha social y económica de manera evidente; el presupuesto de las escuelas privadas que permitirán equipamientos recomendados como medidores de CO2; algunas familias podrán tener la posibilidad de elegir entre la virtualidad y la presencialidad.
Los cuidados son un derecho de las infancias, no un privilegio. Por lo tanto, deben ejercerse sin la culpa. Más bien hay que cultivar desde la empatía una corresponsabilidad social para traspasar el núcleo privado y unifamiliar de esos cuidados, y exigir al Estado que asuma su responsabilidad histórica ante la vergonzosa desigualdad que ha generado en este país.
Mientras sigamos pensando que el cuidado es un privilegio y no una responsabilidad compartida del Estado, de la sociedad y de las familias, no asumiremos este tarea pendiente de priorizar a las infancias.
El doctor Mauricio Rodríguez, vocero de la UNAM en temas de epidemiología, en su twitter compartió “Los retos en esta tercera ola de COVID-19 no son médicos, sino más bien de orden sociológico y bioético. Empatía, solidaridad, comprensión, bien común, humildad, confianza, mirar al otro, salir juntos de esto” y es en ese lugar donde nos podemos encontrar quienes pujan por volver a las aulas escolares de manera presencial, y quienes prefieren esperar a que las condiciones epidemiológicas se encuentren en otro momento no crítico. Y unas y otros estarán tomando una decisión razonada y corresponsable desde los cuidados. No hay enemistad, desencuentro, rispidez, fractura; podemos construir una visión de bien común, de mirar al otro, de salir de manera humilde y solidaria apoyándonos mutuamente. Y a partir de ahí seguir imaginando futuros más solidarios y empáticos. E imaginar esos futuros posibles escuchando a las infancias; porque justo son las herencias perniciosas de las generaciones que le preceden (incluyo a madres y padres) las que los han empujado contra esta pared histórica: una pandemia que no será la última crisis que sufrirán en cuerpo propio. EP
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