En entrevista con el periodista Paris Martínez, el defensor de derechos humanos Abel Barreda explora algunos de los rasgos más lacerantes de la exclusión en México, tal como se ven desde La Montaña de Guerrero, la región con el municipio más pobre del país.
La Montaña de Guerrero, morir de cara al sol
En entrevista con el periodista Paris Martínez, el defensor de derechos humanos Abel Barreda explora algunos de los rasgos más lacerantes de la exclusión en México, tal como se ven desde La Montaña de Guerrero, la región con el municipio más pobre del país.
Texto de Paris Martínez 01/09/21
La zona conocida como La Montaña, con sus 19 municipios de población mayoritariamente indígena, es una de las siete regiones que conforman el estado de Guerrero. Mientras que al sur de la entidad están el calor, la playa, el turismo y la inversión, al noreste está La Montaña, siempre húmeda, fría, ignorada y diezmada económicamente.
Se trata de un rincón de México, corresponde apenas al 0.3% del territorio nacional. No obstante, en él se condensan las realidades más amargas de toda esta patria. Desde La Montaña, la exclusión, la desigualdad y la miseria presentes en todo el país pueden verse con absoluta transparencia, especialmente ahora, durante la pandemia de COVID-19.
Oficialmente, esta región del país abarca poco menos de 7 mil kilómetros cuadrados. Sin embargo, para bien y para mal, La Montaña se extiende más allá del polígono que la circunscribe en los mapas; más allá de sus elevaciones, de sus caminos de terracería, de sus humildes caseríos de madera, prendidos con debilidad de las laderas de los cerros. La Montaña se ha desgajado, remontando las fronteras del estado y el país.
Fue justo por eso, explica Abel, que en el momento en que la pandemia de COVID-19 le pegó a La Montaña, su golpe inicial no se sintió en los cerros de Guerrero, sino a 3 mil 500 kilómetros de distancia. “El anuncio de la muerte —dice Abel, con su voz de tronco hueco— llegó desde Nueva York”.
Según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social (CONEVAL), los 19 municipios de La Montaña están entre los más pobres del país, empezando por el más pobre de todos: Cochoapa el Grande, donde el 99.8% de la población vive en pobreza; mientras que en los otros 18, un promedio de entre 7 y 9 pobladores de cada 10 son pobres.
Por esta misma razón, esta zona es un importante punto de expulsión de migrantes hacia Estados Unidos. De hecho, según el Censo de Población y Vivienda 2020 del Instituto Nacional de Geografía y Estadística (INEGI), al menos 10% de la población de esta región de Guerrero, aproximadamente 40 mil personas, depende de las remesas que sus familiares emigrados les envían desde el extranjero.
“Entonces —continúa Abel—, la alerta en La Montaña no se declaró por la información que daban desde el centro del país sobre la pandemia: llegó con la información de los hijos que están allá, en Nueva York… de cómo fue tocando la vida y la salud de los hijos… de que estaban enfermos… de que estaban muriendo”.
Abel Barrera es un hombre de 61 años, de mirada a veces tersa y a veces dura, originario de Tlapa de Comonfort, el municipio más poblado de esta región. Dirige el Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan, uno de los organismos civiles más reconocidos del estado y el único que ha mantenido en alto, sin interrupción, desde 1994, las denuncias de marginación y discriminación de los pueblos indígenas, campesinos y pobres de la zona.
“Después —narra Abel—, en los primeros meses de 2020, a La Montaña llegó una señora que regresó de Estados Unidos, que estaba contagiada y que había llegado al hospital de Tlapa, y ahí había muerto. Fue la primera muerte de una mujer mayor. Y, ¿qué se decía? Que la enfermedad estaba llegando del norte”, y que alguna respuesta debía ponerse en marcha.
Con 406 mil habitantes registrados por el Censo 2020, de los cuales el 88% son indígenas, los rituales ancestrales en esta región cumplen una doble función: por un lado, alimentan y mantienen viva la tradición, las relaciones entre comunidades y la cosmogonía de estos pueblos originarios; por otro lado, sirven como plataforma para la organización popular.
Por eso, explica Abel, ante la certeza de que la pandemia de COVID-19 las había alcanzado, en abril de 2020, “las comunidades empezaron a tener sus asambleas, a tomar medidas, porque primero empezaron a enfermarse los mayores. Un hecho muy lamentable fue antes de la Semana Santa: estaban preparando las fiestas del Viacrucis, cuando se reunieron previamente los principales en Acatepec (uno de los municipios de La Montaña). Al reunirse hacen un rezo y después hacen una comida ritual. Ya se sentía mal el principal sabio de Acatepec, que es el que sabe, el guía, y resulta que a la hora en que se sentaron a comer, ahí fue donde él se sintió más mal, y ahí mismo, en la mesa, murió”.
Antropólogo de formación, Abel explica que “desde la cosmovisión de los pueblos indígenas de La Montaña, esto causó mucho miedo, porque interpretaron que la muerte había entrado al pueblo. Que había llegado con mucha furia, y que por eso se había llevado al guía del Acatepec en frente de todos”.
A raíz de esa reunión de principales, dos más resultaron enfermos y fallecieron en las semanas posteriores, una de ellas partera, es decir, sabia en el uso de las plantas medicinales, que son prácticamente lo único al alcance de esta población.
“Y, aquí —advierte Abel—, precisamente eso fue lo que más impactó, lo que más causó un desconcierto entre la gente: que los mayores, los sabios, las mayoras, empezaron a morir. La situación de esta pandemia fue interpretada por los sabios de La Montaña como un enojo de las fuerzas supraterrenales; es decir, como un castigo, porque ya no se hace la costumbre: la práctica ritual de los pueblos de poner la ofrenda en los cerros y pedir que haya maíz, que haya salud, que haya paz, que haya dinero para poder sostener a los hijos”, y que se ha ido perdiendo.
El hecho de que murieran tres principales de golpe hizo entender a los pueblos de la zona que enfrentaban un “castigo comunitario, de una enfermedad que llegaba para llevarse a la gente más valiosa de la comunidad, y ahí, obviamente, pidieron al sacerdote que rezara, que hiciera misas”.
La gente de La Montaña, recuerda Abel, no suspendió sus rituales de Semana Santa, “pero fue una fiesta fúnebre, una fiesta triste, una fiesta de lágrimas y procesiones. Ya no para retomar los lazos que hay entre familias y comunidades, sino, más bien, para sostener la vida en medio del peligro”.
Ignorancia, no. Experiencia…
Cuando se trata de cuestiones relacionadas con la salud pública, en La Montaña, tal como ocurre en otras localidades indígenas del país, prevalecen las interpretaciones emanadas desde la cosmovisión y la religiosidad de la gente. Y esto es así, detalla Abel, porque los servicios de salud públicos mantienen “mala fama” entre la población indígena, a la que en el pasado han sometido a campañas de esterilización forzada, denegaciones de la atención, suministro de medicamentos caducos o contraindicados y, siempre, vejaciones y tratos discriminatorios.
“Se piensa —afirma— que en los hospitales y clínicas la gente muere. Para las comunidades son hospitales de la muerte, porque históricamente siempre ha existido el trato discriminatorio a la población indígena que acude a pedir los servicios: no los atienden, la gente espera afuera de los hospitales un día, dos días, tirados en el suelo, nadie les dice qué realmente es lo que requieren. Es un trato muy inhumano, y por eso hay esa relación de desconfianza con el sector salud público”.
Por eso, aclara, “las señoras y los señores comenzaron a curarse con té, las parteras comenzaron a utilizar las plantas medicinales. Porque, pues, estamos hablando de que hay un pequeño hospital en Tlapa (para todas las comunidades de La Montaña), pero al iniciar la pandemia dejó de dar servicio, lo cerraron temporalmente. Ahí llegó un taxista enfermo, pidiendo el apoyo en la madrugada, sentía que ya no podía más, se quedó ahí acostado, afuera del hospital, esperando que amaneciera y lo pudieran atender. Y ahí murió. En la banqueta, sin que hubiera nadie que le abriera”.
Los registros del Censo 2020 revelan que 85% de la población de La Montaña no está afiliada a la seguridad social, por lo que la única posibilidad de recibir atención médica es a través de los sistemas de asistencia pública, como el Instituto de Salud para el Bienestar, cuya cobertura es de por sí acotada y que, en estas regiones, es prácticamente simbólica.
“A La Montaña no llegó la medicina —explica el defensor de derechos humanos—, ni siquiera paracetamol. Una Montaña sin médicos, una Montaña con clínicas cerradas, donde ni siquiera hay oxímetros, donde no sabemos cuál es nuestra saturación, cuál es nuestra presión arterial, cuál es nuestro diagnóstico básico”. Esa es hoy La Montaña de Guerrero: reflejo crudo y fresco de la exclusión social en México.
Aquí, dada la marginación imperante, a la gente no le queda nada más que, acaso, confiar en que alguna planta, algún remedio, algún rezo les guarde de la enfermedad, o que una adivinación les aclare, al menos, si van a morir o no. “Esto es como enfrentar la muerte de cara al sol —espeta Abel—, porque no hay nada que hacer, más que esperar”. Esperar a que el castigo amaine.
La corriente del río
Durante los 18 meses transcurridos desde que se declaró la emergencia sanitaria en México, en marzo de 2020, en el estado de Guerrero han muerto 5 mil 382 personas a causa de la pandemia de COVID-19, según los reportes de la Secretaría de Salud federal. No obstante estas cifras difieren de las que el mismo organismo reportó al INEGI.
De acuerdo con los reportes difundidos oficialmente entre la población mexicana, sólo en 2020, en Guerrero murieron 2 mil 929 personas por la pandemia. Sin embargo, los reportes sobre mortalidad entregados al INEGI señalan que, el año pasado, en realidad, fallecieron en el estado 4 mil 575 personas por COVID-19. Así, las estadísticas sobre la pandemia divulgadas entre la población no incluyen 36% de las muertes por COVID-19 ocurridas en Guerrero, en 2020.
Cabe destacar que esta disparidad en las cifras oficiales no se limita al estado de Guerrero. La Secretaría de Salud ha reportado a la población mexicana que, el año pasado, a nivel nacional murieron 149 mil personas por la pandemia. En tanto que al INEGI le notificó 201 mil muertes para el mismo periodo, es decir, 35% más casos de los reconocidos en informes dirigidos a la ciudadanía.
Ese maquillamiento estadístico también puede verse en La Montaña, donde el gobierno federal reconoce 115 fallecimientos por COVID-19 en 2020, aunque el INEGI dio a conocer que el número de muertes por la pandemia en esta región es de 185 casos. Además, Abel advierte sobre un fenómeno más que muestra la exclusión social y la carencia de oportunidades de estas comunidades y que invisibiliza a las víctimas de la pandemia: La Montaña no sólo expulsa migrantes hacia Estados Unidos, también provee campesinos sin tierra, o sin capacidad para sobrevivir de sus parcelas, a las grandes plantaciones de otros estados del país. Por ello, muchas personas originarias de La Montaña han terminado enfermas o muertas por COVID-19 en otras partes de México. Sus casos, sin embargo, no se incluyen en la suma de víctimas de esta región indígena.
“Una niña muy pequeña de La Montaña —recuerda Abel—, de tres meses de vida, murió en Aguascalientes, en un campo agrícola, precisamente porque se fue su mamá a trabajar allá. Y aquí se acostumbra que las madres de familia que se van de jornaleras cargan a sus hijos en sus espaldas, con un rebozo, y van cortando el chile o el jitomate. La mamá estuvo como tres o cuatro días trabajando, pero se sintió mal, ya no fue a trabajar, y resulta que también su niña se enfermó, la llevaron al hospital, la atendieron, y el diagnóstico médico que le dan es que también la niña estaba contagiada de COVID-19”.
Han sido muchos los casos, acusa. “Estamos hablando de hace un año, ya en ese tiempo hubo muertes de niños y niñas jornaleras en los campos, pero que lamentablemente no se conocieron. A final de cuentas, la muerte de una niña indígena de tres meses, de allá del municipio de Cochoapa, no es noticia”.
A raíz de la emergencia sanitaria y de la falta de acceso a servicios básicos de salud de calidad, las comunidades de La Montaña decidieron instalar cercos sanitarios para impedir el paso de personas ajenas al interior de sus comunidades; esto incluyó también a todos los proveedores de productos básicos, lo que no sólo provocó escasez, sino también encarecimiento. Y todo ello fue leña para la hoguera de la migración interna.
En el pasado, lo único que detenía a las familias, o que limitaba las temporadas en las que migraban como jornaleras, era el cumplimiento del ciclo escolar de sus hijos e hijas. Pero éste se suspendió con el confinamiento sanitario, ya que el programa educativo “Aprende en casa”, basado en transmisiones por televisión y enlaces por internet, es impracticable en La Montaña, donde las comunidades carecen de señal, de recursos para contratarla, de infraestructura para que les sea provista, y donde la electricidad es intermitente, debido al constante viento y lluvia. Así, la falta de acceso a la educación y a las tecnologías de la información se suma a la carencia de derechos que padecen estas comunidades.
Antes de la pandemia, lamenta Abel, la temporada de alta migración de familias jornaleras se presentaba hacia finales del año, “pero ahora ya no, ahora todo el año es una temporada alta”. Él habla con una fluidez y claridad que no admite interrupciones. Luego, cuando concluye, las precisiones prácticamente son innecesarias.
Desde lo alto de La Montaña de Guerrero, afirma, es posible “mirar la brecha que separa por una parte a la clase política de México, a los partidos políticos que caminan por el riel de la abundancia, que hacen una fiesta del poder; y en la otra parte, donde el río jala, ver a las personas pobres, que las arrastra la corriente, que las arrastra el hambre, que las arrastra la enfermedad, el desempleo, la violencia”. Desde aquí, remata, es posible ver “el festín de los lobos ante una Montaña sombría. Ante una Montaña desértica, abandonada, deforestada”. Una Montaña cuyas faltas se extienden hacia todo el país. EP
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