En México, comienza de forma cada vez más extendida a hablarse de racismo pero de a poco, pues aún asombra a muchos. ¿Por qué? Olivia Gall analiza los orígenes del racismo nacional y la idea del mestizaje como el corazón de nuestro país.
El racismo mexicano en pocas palabras
En México, comienza de forma cada vez más extendida a hablarse de racismo pero de a poco, pues aún asombra a muchos. ¿Por qué? Olivia Gall analiza los orígenes del racismo nacional y la idea del mestizaje como el corazón de nuestro país.
Texto de Olivia Gall 01/09/21
No es una exageración decir que antes de 1994 nadie hablaba de racismo en México. El 1º de enero de 1994 el EZLN declaró que en este país había un claro racismo en contra de los pueblos indígenas. Entre ese día del levantamiento zapatista en Chiapas y los años de 2014-2015, aún eran pocas las voces que bregaban por que se reconociera que el racismo es uno de los importantes sistemas estructurales de creación de desigualdades en este país. Hoy en día, las cosas han cambiado desde esta perspectiva ya que es común escuchar que no sólo en otros países sino también en el nuestro hay racismo. Ahora bien, la presencia del vocablo “racismo” en el discurso de muchos sectores de hoy no necesariamente significa que todas esas voces definan de la misma manera lo que es racismo, entiendan de la misma forma cómo es el racismo en cada país, o aprecien cómo las formas en las que se expresa este fenómeno en México pueden variar entre sí.
También se escucha, aunque con menos frecuencia, que el racismo que vive y pervive en este país es mestizante, pero no es fácil desentrañar qué entiende cada quien por esa afirmación nada sencilla, que implica preguntarse qué significa que racismo e identidad nacional mestiza convivan y, más que eso, que en el seno del proyecto político-cultural central del Estado nazca, se desarrolle y florezca el racismo.
Siguiendo el modelo de Estado étnico propalado por Europa al mundo entero, muchos países, desde que fueron creados, partieron de un paradigma racializado que voy a ilustrar aquí en forma caricatural, pero espero que clara: sobre la base de una población de “sangre pura”, se construye una identidad nacional sobre la cual puede fundarse un Estado-nación viable y con futuro, cuyas instituciones y sociedad aseguren, a futuro, la reproducción de este particular conjunto de relaciones en cadena. El México decimonónico —en el que, tras muchos conflictos, salieron airosas las élites criollas liberales— proclamó, hacia dentro y hacia afuera de sus fronteras nacionales que una vez estabilizado su Estado cívico habría de construir su Estado étnico sobre la base de un paradigma también racializado, pero radicalmente diferente del arriba descrito; es decir, sobre la base de una población de “sangre impura o mezclada”; habría de construirse una identidad nacional sobre la cual iba a fundarse un Estado-nación viable y con futuro, cuyas instituciones y sociedad habrían de asegurar, a futuro, la reproducción ad infinitum de este particular conjunto de relaciones en cadena.
Que México haya hecho esto hacia mediados del Siglo XIX fue, junto con la separación entre la Iglesia y el Estado, una de las grandes hazañas progresistas del momento. Estoy hablando aquí del tema sin hacer presentismo histórico, sino mirando ese proyecto identitario mexicano desde aquel momento histórico y con los ojos y las mentes de la época. Y lo digo así porque, en ese preciso momento, el mundo ya había ingresado en pleno a la era del “racismo científico” y de los proyectos políticos a él ligados. Éstos sostenían que las diferencias esenciales, deterministas e inamovibles entre seres y grupos humanos eran las biológicas; que eran esas diferencias las que realmente marcaban la inferioridad o superioridad de los pueblos; que de ellas dependía la cultura, el grado de civilización e incluso la inteligencia y la calidad moral de la gente. También estaban convencidos de que permitir dentro un país la mestización era la mejor receta para el fracaso de ese Estado-nación, porque las poblaciones mestizas —de sangre y cultura impuras— eran poblaciones “bastardas”, sin raíces biológicas y culturales claras, y no apegadas a una escala humana de evolución que se veía como ascendente, partiendo de los primates y llegando al homo sapiens erguido, de tez blanca y de rasgos europeos.
Cuando los especialistas explicamos, en otros países, que éste fue el proyecto de construcción identitaria, étnico-racial, sobre el que fue imaginada y levantada la comunidad nacional mexicana en tiempos de la post Ilustración, muchos nos escuchan incrédulos que afirmemos, inmediatamente después, que en México hay racismo. No sólo eso, sino que la razón por la que se negó por tan largo tiempo en México que aquí existía el racismo, es la misma que provoca incredulidad en otros países.
¿Por qué las élites criollas liberales mexicanas encabezaron y defendieron, a contracorriente, ese proyecto identitario nacional? Para dar una respuesta coherente y convincente a esta pregunta me remito a la historia colonial, premoderna, de México.
Acabamos de conmemorar los 500 años de la toma de Tenochtitlan por parte de una alianza política y militar de diversos pueblos mesoamericanos —los tlaxcaltecas, los tenochcas, los tlatelocas, los texcocanos y otros más— y de un millar de españoles. Los rebeldes se levantaron en armas en contra del pueblo mexica que les exigía el pago de altos tributos y una cuota nada despreciable de vidas humanas para ser sacrificadas en los altares de los dioses mexicas. Como hoy lo dicen los historiadores especializados en esos hechos, para la toma de la gran capital mexica los pueblos mesoamericanos rebeldes decidieron usar en su beneficio la pólvora, los rifles, los cañones y los caballos que el puñado de mil españoles al mando de Hernán Cortés traían consigo y ponían al servicio de esa batalla militar. No olvidemos a Jared Diamond y su magistral Armas, gérmenes y acero.1
A pesar de la enorme desventaja numérica y la reducida capacidad de organización y liderazgo que los españoles tuvieron en esa primera gran batalla en comparación a los otros pueblos levantados, esto fue cambiando a lo largo de las dos a tres décadas siguientes. Un número creciente de españoles fueron llegando a Mesoamérica, con la clara intención de conquistar estas tierras y sus pueblos, reclamarlas para la Corona española y colonizarlas, con la espada en una mano y la cruz en la otra. El período 1521 a 1545 representa la colocación de las primeras piedras de la Nueva España, gobernada por un sistema virreinal sujeto al poder de la monarquía de la Península Ibérica, armada sobre dos pilares culturales que fueron el catolicismo y la lengua mayoritaria ibérica: el castellano. Los pueblos nativos levantados en 1521 acompañaron a los españoles en muchas de sus conquistas dirigidas en forma creciente a otras tierras mesoamericanas, de Aridoamérica en el norte y de las selvas, valles y costas del sureste de este inmenso territorio. No podían imaginar, en un principio, que el poder mexica iba a ser reemplazado por otro que les resultaba culturalmente aún más extraño que el mexica, y que, como lo decía Miguel León Portilla, ofuscaría sus destinos echando mano de un etnocentrismo vertical que provenía de otros parámetros geográfico-culturales y que tenía una capacidad de sojuzgamiento y opresión muy grandes.
Sin embargo, las lógicas y las formas de dicho sojuzgamiento y opresión novohispanas hacia los pueblos originarios y, más adelante, hacia las personas esclavizadas provenientes de varias regiones y pueblos del África Subsahariana (se calcula que fueron 250,000) fueron muy distintas, por ejemplo, a las de las colonias de varios orígenes europeos que se fueron haciendo del poder al norte de la Nueva España. No tengo espacio para explicar aquí cómo fueron, en estas últimas, las relaciones interétnicas, pero fue el segregacionismo el que las guió, a pesar de que el mundo aún no se encontraba en la era del racismo, sino que todavía estaba en aquella del etnocentrismo. Este segregacionismo —el encierro de los nativos en reservaciones o los llamados “códigos de esclavos” para regir la vida entera de las personas afrodescendientes esclavizadas y libertas— estuvo siempre normado por una rígida prohibición de las “mezclas” entre colonos, “indios” y africanos. Además, en esos territorios, a partir del siglo XVII el color de piel de la gente empezó a ser asociado automáticamente a su estatus social. Finalmente, el gobierno de Estados Unidos abolió la esclavitud hasta 1865.
En contraste, la colonización novohispana siguió otro modelo, que podríamos calificar de más laxo, menos rígido, no segregacionista y no prohibitivo de la miscegenación entre los polos poblaciones más importantes: los españoles, los nativos y los 250 mil africanos que llegaron esclavizados durante la Colonia. Las poblaciones nativas, a pesar de las enfermedades traídas de Europa que las diezmaron, eran y siguieron siendo siempre una amplia mayoría demográfica. A partir de 1542, las legislaciones virreinales hacia ellas fueron avanzando en forma creciente hacia un modelo paternalista que, mal que bien, fue protegiéndolas de abusos indiscriminados, y que en 1551 prohibieron su esclavización. Los asentamientos territorial-fiscales que fueron creados —las Repúblicas de Indios y las Repúblicas de Españoles— nunca fueron normados por reglas segregacionistas rígidas, y en ellos las prácticas tampoco tuvieron ese carácter. Ni el gobierno ni la Iglesia prohibieron las relaciones sexuales o maritales y, por lo tanto, tampoco la reproducción entre españoles y aborígenes, que se fue dando en forma creciente. Hacia los africanos, las reglas fueron mucho menos rígidas y brutales que las de los vecinos del norte. Se les permitía tener oficios diversos, incluso en los gremios artesanales, en las artes o en la milicia, y se les permitía llegar a ser libres por varios medios; por ejemplo, en agradecimiento por sus servicios o cuidados, o comprando su libertad con dinero que reunían o porque se les permitía desarrollar algunas actividades comerciales. El cura Hidalgo, desde 1810, expidió un decreto de liberación de la esclavitud de estas poblaciones y, finalmente, en 1829, bajo la breve Presidencia de Vicente Guerrero, los afrodescendientes fueron definitivamente liberados en el México independiente.
Finalmente, las poblaciones criollas novohispanas, molestas contra sus padres porque no les soltaban grandes cuotas de poder, fueron creando para sí mismas una identidad que muchos historiadores han llamado fractal (Gruzinsky). Ésta estuvo simbolizada sobre todo por la promoción estratégica que la iglesia criolla hizo de la aparición y del culto a la Virgen de Guadalupe, la virgen morena y madre de indios, pobres, mestizos, castas e incluso de los propios criollos. El nuevo sincretismo barroco indígena-español-mestizo que la Guadalupana permitió instaurar, se fue implantando con éxito entre todos los nacidos en estas tierras americanas, y se fue convirtiendo en un símbolo de orgullo identitario y optimismo.
Así, cuando llegó la Guerra de Independencia, los indígenas —alrededor de 60% de la población— ya no eran los mismos que los conquistados trescientos años antes; los criollos ya no se parecían a los españoles peninsulares; los africanos y afrodescendientes tenían varios estatus sociales, y las mezclas eran muchas. Sobre la base de los estudios demográficos, imprecisos pero coincidentes, de Revillagigedo, Humboldt y otros demógrafos y geógrafos decimonónicos, sabemos que a principios del siglo XIX las poblaciones amestizadas —mestizos, mulatos y castas— representaban entre 25 y 37% de la población del nuevo México. Su peso y sus dinámicas eran pujantes, y en las guerras de Independencia estos sectores fueron aliados importantes de los criollos en armas.
¿Cómo no habrían de abrevar entonces los criollos triunfantes de las guerras de Independencia en el pozo del mestizaje y del hibridismo colonial novohispano para sacar de él el agua que habría de asegurar la cohesión identitaria nacional? Lo hicieron, acudieron a ese pozo y a partir de ahí imaginaron el futuro de este país naciente. La comunidad nacional así imaginada sonaba muy bien. Sin embargo, en la realidad social, política, cultural y étnica este imaginario acabó instalándose de una forma bizarra y contradictoria. Con el tiempo, y sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIX cuando el mundo ya había adoptado al racismo como uno de sus credos centrales, el proyecto mestizante de construcción de la identidad nacional fue tendiendo cada vez más hacia que la occidentalización y el blanqueamiento de la cultura y de “las sangres” tomaran la delantera. La historia de esa contradicción y de sus desenlaces es larga y no tengo espacio para recorrerla en estas páginas (ver Morales, Gall, Iturriaga y Rodríguez, 2021, Mestizaje y racismo en México, México: Conapred):
De esta forma:
- El racismo en contra de los pueblos indígenas ha residido en esconder que la mezcla entre indígenas y españoles sobre la que está supuestamente estructurado el México mestizo nunca fue planteada ni ha operado de manera equitativa entre los dos polos de este binomio. Es decir, no se le pidió al “polo español” que se indianizara, mientras que siempre se le pidió y se le impuso al “polo indígena” que se españolizara, se occidentalizara, se blanqueara. El mensaje que fue enviado a los demográficamente mayoritarios pueblos indígenas fue que, si sus integrantes querían ser reconocidos como ciudadanos y ciudadanas en pleno derecho, debían abandonar sus identidades étnicas diferenciadas y mestizarse. Nunca se mandó realmente este mensaje a los y las integrantes del demográficamente muy minoritario “polo español”. Para que ellos y ellas fueran aceptados como ciudadanos en pleno derecho no necesitaban pasar por el complejo y perentorio trámite de la mestización. Además, esta forma de racismo ha tratado a la categoría poblacional “indígena” y a quienes la integran, como expresión de “un polo” de población monolítico sin matices internos. En otras palabras, no reconoce ni otorga su justo valor a la gran diversidad étnica existente dentro de la población llamada “indígena”, cosa que ha tenido múltiples consecuencias en las vidas de los distintos pueblos que la integran.
- El racismo en contra de los afromexicanos ha estado marcado, a partir de 1829, por la invisibilización total de la población afrodescendiente de nacionalidad mexicana, a la que se liberó de la esclavitud y se le dijo que se fuera y viviera libre, pero nunca más se le volvió a mencionar como un componente de México y como uno de los polos que el agua hibridizante del pozo mestizo debió haber fusionado con los demás para conformar la comunidad nacional. Por eso los niños/as mexicanos no aprenden, en sus libros de texto, que José María Morelos o Vicente Guerrero, por ejemplo, eran en parte o totalmente afrodescendientes. Esta expresión del racismo abarca desde declaraciones como que en México no existe tal población, hasta tratar a las personas que la integran como extranjeras por definición, porque asumen que una persona de piel negra no puede ser de nacionalidad mexicana, ya que “en este país no hay negros”. Y finalmente, cosa no menor, no considerar a los afromexicanos como parte integral del mestizaje mexicano, a pesar de que a lo largo de la Colonia ésta fue la segunda población en importancia en el país.
- El racismo entre “mestizos”. El sector poblacional “mestizo” abarca a todos los que no son ni indígenas, ni afromexicanos, ni nacidos en el extranjero; es decir, alrededor de 75% de la población nacional. Se supone que las personas consideradas “mestizas” son, por definición, la “esencia identitaria” de este país. Sin embargo, en la práctica, no toda persona “mestiza” está orgullosa de serlo, ni tampoco la sociedad ve en todo/a mestizo/a al/la representante del orgullo nacional. Esta población es vista, valorada y tratada en formas contradictorias en este país. Mientras que sus integrantes pueden perfectamente ser parte de las élites económicas, políticas e intelectuales de México, pueden también ser despreciados y sujetos a un trato discriminatorio de varios tipos. La vida de la franja de los mestizos considerados como “inferiores” por su color de piel, su fisionomía y su clase social desfavorecida, está marcada por la inferiorización en el trato.
El ingreso de México, en 1992, a la era de la multiculturalidad no ha cambiado aún esta larga historia moderna de racismo mestizante de varias vetas. No es fácil ni posible dejar atrás de un plumazo un modelo identitario que ha sido tan poderoso en este país. Y, además, no olvidemos que muchos proyectos multiculturales o incluso interculturales no son también, necesariamente, antirracistas. EP
1 Diamond, Jared, Guns, Germs and Steel, W.W. Norton, Nueva York, 1997. En México se encuentra como Armas, gérmenes y acero en DeBolsillo.
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