El derecho al trabajo está consagrado en la Constitución mexicana, ¿pero es un derecho consolidado? En este reportaje, Paris Martínez explora el panorama actual en torno al empleo y los derechos subyacentes.
Derecho al trabajo en México: un banquete de migajas
El derecho al trabajo está consagrado en la Constitución mexicana, ¿pero es un derecho consolidado? En este reportaje, Paris Martínez explora el panorama actual en torno al empleo y los derechos subyacentes.
Texto de Paris Martínez 01/07/21
Hablar de bienestar y empleo en México es, en realidad, hablar de carencias y de desempleo; tanto como pensar en comida ante una mesa con migajas, en el fondo es repasar el hambre. De ello dio muestra el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, el pasado 5 de mayo de 2021, cuando se congratuló por uno de los principales «logros» económicos alcanzados durante su gobierno: la superación del récord histórico de remesas mensuales enviadas al país, por los connacionales que han abandonado México en busca del trabajo y la seguridad que aquí no encontraron.
“Esto nunca se había logrado —enfatizó López Obrador, al calcular en 4,152 millones de dólares la inyección de recursos aplicada en marzo pasado a México por los «paisanos migrantes», como los llamó—. Pensábamos que iba a ser muy difícil llegar a esta cantidad”, pero así ocurrió. Luego, como si se tratara de otro de sus programas sociales de reparto de recursos en efectivo, explicó que el dinero de los migrantes “se dispersa abajo, en las familias, en los pueblos”. Con ello, sostuvo, se “reactiva la economía”, que se encuentra en recesión desde antes de la pandemia, y “permite que no haya crisis de consumo, que la gente tenga para consumir lo básico, lo indispensable”.
Gracias al salvavidas que representa la migración, reconoció López Obrador, su gobierno logró enfrentar “los estragos de la pandemia en lo económico”, y soportar el desplome del empleo y del comercio, todo lo cual, afirmó, se ha revertido. “¿Por qué mi optimismo? Porque está creciendo la economía”, anunció. Además, subrayó: “Si hay crecimiento, hay empleo. Si hay empleo, hay bienestar. Y si hay bienestar, hay paz, hay tranquilidad”. Los indicadores sobre empleo y bienestar, no obstante, contradicen al presidente.
Tener y no tener
En cualquier país del mundo, cada año hay un cierto número de personas que, por todo tipo de razones, pierden su trabajo; México, desde 2016, se preciaba de registrar un descenso sostenido en este indicador. Es decir, cada año era menor el número de personas que reportaba la pérdida de empleo.
Dicha tendencia, sin embargo, se rompió en 2020, con la pandemia de Covid-19. Ese año, el índice de personas que perdieron el empleo en México no disminuyó, sino que aumentó 86%, según los datos de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE), del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Todos los rubros relacionados con este cálculo experimentaron un incremento. Por ejemplo, el número de oficinistas que perdieron su empleo aumentó un 49% en 2020, en comparación con el año previo; el de trabajadores de la educación, aumentó un 57%; el de comerciantes, un 86%; el de profesionistas, 120 por ciento. En total, el número de personas con capacitación laboral que perdió su fuente de trabajo en 2020 incrementó un 127%, en comparación con 2019.
En contraste, el grupo de trabajadores que menor pérdida de empleos registró en 2020 fue el de funcionarios, ejecutivos y directivos, tanto del sector público como del privado. Entre ellos, nueve de cada diez mantuvieron su empleo durante el primer año de la pandemia.
“De las personas que se encuentran en el mercado laboral, especialmente las mujeres, las personas jóvenes y las personas mayores son los grupos de población que más han padecido las consecuencias económicas y sociales de la pandemia de Covid-19, porque desde antes de la emergencia sanitaria enfrentaban condiciones de precariedad, que luego se agravaron”, explica la doctora Alice Krozer, profesora-investigadora del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México, especialista en desigualdad, salario mínimo y discriminación.
Previo a la crisis sanitaria, señala Krozer, la globalización había colocado a la población trabajadora mexicana “en una posición tan inferior en relación con las empresas y empleadores, que ya no podían negociar libremente sus condiciones laborales, como salarios justos, porque la globalización mantiene siempre abierta la posibilidad de trasladar las operaciones a otras regiones. Esto representa una amenaza real para las y los trabajadores”; en esa situación de desventaja se topó el país de frente a la Covid-19.
Según las estadísticas del INEGI, para finales de 2020, México tenía 3 millones 798 mil 350 personas ocupadas menos que el año anterior, con salarios superiores a 7,400 pesos al mes. Eso equivale a 7% del total de personas ocupadas en el país, al iniciar 2020. Las estadísticas sobre empleo del INEGI señalan que, tras un año de pandemia, se habían perdido dos de cada diez plazas laborales con salarios de 7,400 a 11,000 pesos al mes. Lo mismo ocurrió con tres de cada diez empleos con salarios superiores a 11,000 pesos.
La Dra. Alice Krozer añade: “Para los jóvenes, para las personas que ya terminaron su educación profesional y para las personas adultas mayores, las condiciones laborales desde antes de la pandemia eran de por sí precarias, debido a que no tienen antigüedad, o a que tienen menos experiencia o especialización laboral; por ello, es más fácil para las empresas echarles del trabajo. Se ha empezado a documentar empíricamente que, en la pandemia, los grupos de población que más han sufrido el desempleo son las mujeres, los jóvenes y los mayores”.
Efectivamente, 1.2 millones de personas de 15 a 29 años pasaron a la desocupación durante 2020, lo que los convierte en el grupo de edad con mayor pérdida de empleos, seguidos del grupo de 60 años y más (774 mil ocupados menos) y el de 40 a 49 años (321 mil ocupados menos).
Las estadísticas del INEGI revelan, además, que de cada 20 personas que pasaron a la desocupación durante la pandemia, 11 eran mujeres. De hecho, mientras la población ocupada del sexo masculino disminuyó 3% durante el primer año de la pandemia, la población ocupada del sexo femenino descendió 6 por ciento.
Para las mujeres en México, durante la pandemia, sólo hubo incremento de plazas en un rango salarial: el de un salario mínimo. No obstante, la disminución de espacios de trabajo durante la pandemia, advierte la doctora Krozer, no representó una reducción en la carga de trabajo para las mujeres, sino todo lo contrario. “Gran parte de la carga adicional de labores domésticas y de cuidado —explica— recayó en las mujeres. Si bien hubo un aumento en la participación de los hombres en labores del hogar, ésta no fue proporcional al trabajo adicional que generó el confinamiento sanitario; entonces, las mujeres tienen una carga laboral más grande ahora, la cual, de por sí, ya era desigual antes de la pandemia”.
En este sentido, brinda un ejemplo: “Lo que se ha visto en mi sector, el académico, es que desde el principio de la pandemia hubo un aumento en producción de artículos académicos y científicos firmados por hombres, pero hubo una baja en la producción de materiales académicos de mujeres. Y, ¿a qué se debe eso? A que gran parte de la carga adicional de labores domésticas y de cuidado recayó en las mujeres. Entonces, en la pandemia, los hombres académicos se vieron en la posibilidad de tener más tiempo, por la oportunidad de trabajar desde su hogar, mientras que a las mujeres les pasó lo contrario. Se trata de un ejemplo de nicho, pero que responde a una tendencia general”.
Las estadísticas dejan ver un hecho más, tan trágico como peculiar: mientras México perdía sus plazas laborales mejor pagadas, de forma paralela aumentaron aquellas que peores sueldos ofrecían. Las personas empleadas por un salario mínimo (3,700 pesos al mes, en 2020) aumentaron 11% durante el primer año de la pandemia, y los de hasta dos salarios mínimos crecieron 4 por ciento.
Según el Informe Mundial sobre Salarios 2020-2021, de la Organización Mundial del Trabajo, México se disputa con Haití (el país más pobre de América) el reconocimiento como la nación con el peor salario mínimo del continente. Ante todos estos desequilibrios en materia de desempleo, precarización y desigualdad, señala la doctora Krozer, cobra lógica la existencia de un «ingreso universal»; es decir, una compensación por parte del Estado para que, independientemente del salario de las personas, se garantice la satisfacción de sus necesidades, su bienestar. Esto es algo a lo que intentan asemejarse los programas de transferencia de recursos públicos a sectores específicos de la población, como jóvenes, estudiantes, desempleados, madres solteras o adultos mayores; estos programas en México iniciaron durante la presidencia de Carlos Salinas y fueron ampliados por todos sus sucesores en el cargo, hasta la fecha.
“Proveer un ingreso básico es algo muy necesario —concluye—, sobre todo en un contexto como el mexicano, donde no existe la infraestructura para garantizar una vida plena, con educación, seguridad, cobertura social, a menos que se tenga suficiente dinero para comprarla en el sector privado. Para quien no tiene ese dinero, la cobertura de sus derechos es bastante limitada. Sin embargo, esta política social tiene una debilidad: puede ser muy bueno darles la beca a las personas, pero también se tiene que pensar en qué va a pasar con ellas después. Se deben generar puestos de trabajo formales, para que estas personas y sus familias puedan mantenerse sin la beca”.
Un botón de desigualdad
En países como México, donde la cobertura de derechos elementales no está garantizada para toda la población, “las familias tienen que hacer un esfuerzo extra para cubrir esas necesidades, lo que implica echar mano de todos los recursos disponibles y, en ese sentido, todas las personas aportan, incluidos los niños, niñas y adolescentes”, advierte Tania Ramírez, directora de la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM), que agrupa a 75 organismos civiles que promueven y defienden los derechos infantiles.
“En México, el trabajo infantil es producto de la desigualdad —detalla— y en ese sentido no debe ser criminalizado ni estigmatizado, porque las condiciones estructurales que tienen a la mitad de la población mexicana en pobreza y pobreza extrema impiden el acceso a derechos tan elementales como educación, alimentación, vivienda digna. Por eso, en México el trabajo infantil va creciendo, de manera proporcional con la pobreza: en 2017 se calculaba que existían 3.2 millones de niños, niñas y adolescentes en ocupaciones remuneradas, que aumentaron a 3.3 millones en 2019; algunos cálculos indican que, a raíz de la pandemia, otro medio millón se sumó a la estadística de población infantil trabajadora”.
De este grupo, subraya Ramírez, preocupan especialmente 1.3 millones de niños, niñas y adolescentes que están ocupados en «trabajos peligrosos», los cuales son ofrecidos a esta población al amparo de las mismas condiciones de marginación e, incluso, de violencia de género que, de por sí, padecen.
Estos trabajos peligrosos, explica la defensora de derechos humanos de la infancia, son “la construcción y las actividades agroindustriales, así como labores en bares, en los que un sesgo de género asociado a los trabajos de servicios hace que exista un alto número de niñas en labores de meseras, camareras, etcétera”.
Los resultados de la Encuesta Nacional de Trabajo Infantil 2019 indican que un 19% de los niños, niñas y adolescentes trabajan para pagar la escuela; un 13%, para completar el gasto familiar, y un 12%, para el pago de deudas. “Esas tres causales concentran al 44% de la población infantil en actividades remuneradas —señala Ramírez—. Eso evidencia que las niñas y los niños están participando en las actividades económicas por una cuestión de necesidad de sus familias y de sus entornos. Por supuesto, no está bien, pero valdría la pena preguntarse si esa familia tuvo otra opción, si se vieron cobijados por el Estado, si vieron sus derechos garantizados mínimamente, porque probablemente lo están haciendo por una cuestión de supervivencia. Esta dimensión de desigualdad arroja niñas y niños al trabajo; si queremos modificar lo que estamos observando, hay que ir a las raíces, a las causas de la desigualdad tan profunda y enquistada en nuestro país, porque con eso sí vamos a ver otros resultados”.
Lamentablemente, finaliza, “esta forma no estigmatizante de entender el trabajo infantil no está ni mucho menos extendida en nuestro país; si a nivel social no lo está, las autoridades sí tendrían que estarlo, pero no es así. Eso implica un grado de complejidad y de profundidad en la reflexión que las autoridades no tienen, y eso provoca que sus acciones se vayan por la tangente. En vez de atender las causas del trabajo infantil, lo criminalizan para ofrecer rápidos resultados. En REDIM, por ejemplo, hemos acompañado casos de familias muy pobres, a las que les son arrancados sus hijos e hijas, quienes trabajan para contribuir al gasto familiar; esos niños y niñas han quedado separados y repartidos en albergues donde tampoco les garantizan los derechos a la salud, a la educación, al bienestar, etcétera. Son casos en los que la pobreza de esas familias no se atendió, y la solución fue desintegrar esas familias”.
El pescado o la pesca
El derecho al trabajo debe entenderse en dos niveles, explica la doctora Patricia Kurczyn, académica del Instituto de Ciencias Jurídicas de la UNAM e integrante del Sistema Nacional de Investigadores: “Este derecho, en primera instancia, implica que cualquier persona debe tener las posibilidades de estar preparada, de elegir libremente una profesión, una especialidad, un oficio o el dominio de una tecnología, para poder ganarse el sustento y desarrollarse. Posteriormente, llega el momento de hablar de algo distinto, que es el derecho al empleo: cuando la gente ya está preparada, porque cursó un proceso educativo y se profesionalizó, porque libremente eligió, aprendió y domina un oficio, ¿en dónde va a trabajar? Para eso se necesita que haya algo que no hay suficientemente en México: industria, empresas, inversión tanto de capital mexicano como extranjero; esto genera empleos, de calidad, que permitan a la gente cubrir sus necesidades de vida y las de sus familias”.
Así es como, paradójicamente, puede quedar cubierto el derecho al trabajo en términos generales, sin que específicamente esté garantizado plenamente el derecho al empleo. “El concepto de derecho al trabajo tiene un contenido social muy importante; en ese sentido, la calidad regulatoria en México es alta —detalla la experta en derecho laboral y seguridad social—. Sin embargo, una cosa es la calidad del marco regulatorio y otra la calidad de vida que tienen los trabajadores de México; ésta es muy baja, por supuesto, a pesar de la calidad del marco regulatorio”.
Por ello, destaca la doctora Kurczyn, existe una serie de derechos (no sólo al trabajo y al empleo, sino también el derecho a la salud, a la educación, al bienestar, a la igualdad) cuya consolidación no depende de su reconocimiento legal, sino de que exista una estructura social, económica, política y cultural que los haga efectivos.
“Un ejemplo es lo que está ocurriendo en México con la vacuna contra Covid-19 —destaca la académica—: aunque el derecho a la salud esté garantizado en el marco regulatorio, sólo los que tienen los recursos suficientes para ir a EUA han podido vacunarse cuando lo consideraron imprescindible; los que no tienen esos recursos están esperando a ver cuándo les llega su turno, aunque lo consideren imprescindible ahora. Lo mismo sucede con el derecho al trabajo: está consagrado en la Constitución, pero no será un derecho consolidado mientras México no cuente con la infraestructura productiva suficiente para absorber a todos los que requieren empleo”.
En el fondo, subraya la doctora Kurczyn, la aspiración de una demanda de espacios laborales totalmente cubierta es una utopía, porque ni siquiera las economías más desarrolladas del mundo alcanzan la erradicación total del desempleo. “También Alemania o los países nórdicos tienen desempleo —señala—, pero la diferencia es que esos países cuentan con sistemas de cobertura amplios para las personas sin trabajo, que les permiten cubrir sus necesidades: tienen garantizada la asistencia médica, la vivienda, un ingreso económico suficiente por medio de un seguro de desempleo. Son sistemas de cobertura social con grandes diferencias en comparación con lo que se está haciendo en México; aquí la asistencia social ha sido convertida en una política pública de caridad, que se acerca, más bien, a las prácticas de control social de estados totalitarios, en los que la autoridad establece salarios que no alcanzan para cubrir las necesidades de las personas, y luego le dice a la gente: «pórtate bien y el gobierno te va a dar un subsidio para que logres atender tus necesidades y las de tu familia»”.
Según el INEGI, poco más del 9% de los hogares mexicanos reportaron limitaciones en el acceso a alimentos por falta de dinero, en 2020. En el caso de los hogares encabezados por hombres, la falta de alimentos por carencia de dinero se presentó en 8.5% de los casos; y en los hogares dirigidos por mujeres, se llegó a 10.6 por ciento. Además, durante 2020, la población a la que el salario no le alcanza para comprar la canasta básica pasó de un doloroso 35% a un 39%, según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval).
Patricia Kurczyn concluye: “La solución a la desigualdad no estriba en garantizar un derecho, ni siquiera uno tan importante como el derecho al trabajo, sino que se deben garantizar todos los derechos. Para ello, en México, necesitamos una corrección de toda la política pública en materia social: es mejor garantizar la educación, la salud, el desarrollo de una estructura económica que genere empleo en condiciones justas, que simplemente regalar dinero. Como reza el proverbio: «Regala un pescado a un hombre y le darás alimento para un día, enséñale a pescar y lo alimentarás para el resto de su vida»”. EP
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