En México, el acceso a internet es un derecho constitucional, pero ¿es uno que gocen todos los mexicanos? En este reportaje, Violeta Santiago da voz a los pobladores y activistas que habitan regiones donde la conectividad es escasa o nula.
El derecho al internet no es una garantía universal, sino capitalista
En México, el acceso a internet es un derecho constitucional, pero ¿es uno que gocen todos los mexicanos? En este reportaje, Violeta Santiago da voz a los pobladores y activistas que habitan regiones donde la conectividad es escasa o nula.
Texto de Violeta Santiago 02/08/21
Para contestar una llamada telefónica, Dolores Villalobos avisa cuándo bajará a Creel, Chihuahua. La intérprete tarahumara vive en San Ignacio de Arareco, una comunidad enclavada en un pintoresco valle semidesértico que en los años noventa captó el interés de particulares por su atractivo turístico. Aunque la lucha organizada concluyó a favor de las personas locales, el impedir la construcción de hoteles también trajo consigo el silencio: la señal telefónica es deficiente y no hay infraestructura de internet. “Sirve para desconectarse”, bromea Dolores sobre lo irónico de la situación.
Para quienes visitan Arareco, a 15 minutos de Creel, dejar de lado el celular y disfrutar de la hermosa vista del lago puede parecer hasta necesario en una época de hiperconectividad desigual. Para Dolores y su familia, lo cotidiano es la comunicación intermitente. Antes de concretar la entrevista, reagendó dos veces hasta coincidir con un viaje a la cabecera municipal.
En Creel, Dolores no sólo realiza llamadas, sino también aprovecha para tomar su diplomado en “Violencia, género, interculturalidad y políticas públicas” del Instituto Nacional de Antropología e Historia. “Es difícil. Ahorita para todo se utiliza el internet”, afirma.
La Reforma a la Ley de Telecomunicaciones de 2013 que impulsó Enrique Peña Nieto supuso la elevación a derecho constitucional del acceso a internet. Luego, en 2016, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) ratificó el acceso a internet como un derecho fundamental de los seres humanos. Sin embargo, como sucede en México con los derechos, muchas veces resultan ser de papel: en la práctica, la brecha digital provoca que el derecho a la comunicación se incruste en distintas realidades en el país e influya en el goce de otras garantías como la educación, la defensa del territorio o la seguridad.
La conectividad es un derecho capitalista
Cuando las antenas de telefonía celular se multiplicaron a partir de 2013 en Las Choapas, municipio al sur de Veracruz y colindante con Tabasco, las personas se oponían a su construcción: creían que las ondas electromagnéticas provocarían cáncer; las llamaban “antenas radioactivas”. Así que en el barrio de Tepito, de esa ciudad, los colonos se unieron para impedir que la compañía Matc Digital instalara una antena de Iusacell.
La escena la recuerda bien Armando Serrano, reportero local. Narra que los vecinos “hasta quemaron llantas” como forma de protesta; lograron que el Ayuntamiento revocara el permiso y detuviera la construcción de la torre. La resistencia se mantuvo varios años, hasta que eventualmente las antenas se instalaron con facilidad en otras colonias del municipio de más de 80 mil habitantes.
En otras regiones del sureste mexicano, como ocurre en decenas de municipios de Oaxaca, la señal de telefonía celular es inexistente porque no hay infraestructura. Ahí, las compañías no tienen interés de instalar antenas porque, de acuerdo con el doctor Carlos Baca Fieldman, coordinador del Centro de Investigación en Tecnologías y Saberes Comunitarios (CITSAC), “no hay un beneficio económico: la gente que vive ahí es poca y no tiene ingresos económicos altos”. Incluso relata que los pobladores oaxaqueños llegaron a escribir a las empresas para pedirles que instalaran las torres, pero no tuvieron éxito.
Esta dinámica se replica por todo el país. La gran excusa, señala el Dr. Baca, es que la orografía dificulta el emplazamiento de infraestructura de telefonía o internet, lo que afecta a las comunidades enclavadas en la sierra.
No obstante, en Chihuahua, por ejemplo, mientras los rarámuris se encuentran desconectados por esta razón, “hay señal donde están los hoteles caros en las barrancas, donde se hospeda la gente que viaja en El Chepe”. Así que la geografía de montaña rusa no sería la razón real por la que las empresas no invierten en instalaciones: “Siempre van a llegar donde tengan que llegar, si hay ganancias. El beneficio económico es parte de la cobertura”.
Esta fórmula capitalista que rige donde hay servicios de comunicación en México forma parte de la ecuación que agravó el acceso a la educación, cuando se desató la pandemia por la COVID-19.
Tal es el caso de Alma Delia, quien vive en la comunidad de Venustiano Carranza, muy cerca de Papantla, al norte de Veracruz. Para que sus hijos de primaria y preparatoria puedan enviar las tareas, gasta unos 200 pesos al mes en recargas. Quisiera tener internet en casa, pero no puede al no existir postes para llevar el cableado.
De forma similar, para no perder el ciclo escolar, muchas familias de Oaxaca se vieron forzadas a tener internet, lo que castigó su condición económica ya que la instalación del servicio en zonas sin cobertura comercial ronda los 4 mil pesos al mes, más rentas mensuales de entre 200 y 500 pesos. Los proveedores de telefonía comunitaria reportaron a las asociaciones civiles que el tráfico se incrementó tanto durante la pandemia que el servicio se caía a ciertas horas.
Zonas de silencio
“No todo México es territorio Telcel”, afirma Javier de la Cruz Martínez, encargado del área de soporte de Telecomunicaciones Indígenas Comunitarias (TIC), una organización civil que trabaja en Oaxaca.
Y tiene razón. Según el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) en México hay nueve operadores que ofrecen servicio de telefonía y datos; Telcel es la compañía con más cobertura 2G (llamadas y mensajes tradicionales), 3G (que incorpora datos) y 4G (la más rápida hasta el momento en México). No obstante, la cobertura garantizada se limita a importantes centros poblacionales, lo que deja fuera a muchas comunidades rurales, caminos y carreteras.
Los mapas de cobertura de Telcel se diferencian en áreas verdes, que representan la cobertura garantizada, en zonas de color amarillo en las que puede haber señal, pero no hay garantía de ello: una especie de gato de Schrödinger de la telefonía.
Además de estas zonas con falta de certeza tecnológica, es fácil distinguir las grandes áreas de silencio donde no hay ningún tipo de cobertura: buena parte de la península de Baja California; el triángulo dorado entre Sonora, Chihuahua, Sinaloa y Durango; la franja del pacífico que abarca a Colima, Michoacán, Guerrero, Oaxaca y Chiapas; y partes de Campeche y Quintana Roo.
En el intento por cambiar esta situación, las comunidades serranas de Chihuahua han emprendido actividades para conseguir un poco de señal. El investigador Carlos Baca explica que los pueblos forman comités pro obras —a partir de la venta de cerveza u otros productos— para reunir fondos y adquirir equipo.
No obstante, tal situación ha sido aprovechada por estafadores, como sucedió en Norogachi, del municipio de Guachochi en la sierra Tarahumara. El comité reunió cerca de 350 mil pesos para adquirir un equipo repetidor de señal que, en la práctica, es ilegal porque toma la señal de Telcel para replicarla en la comunidad. El equipo, cuyo valor real era de aproximadamente 70 mil pesos, se descompuso a los dos meses.
Los esfuerzos de las comunidades por conectarse se explican puesto que la lógica capitalista y su poca sustentabilidad ha conformado la acumulación por desposesión; es decir, el arrebato de los medios productivos (el territorio) a poblaciones que son forzadas a desplazarse, algo que David Harvey ha llamado “el nuevo imperialismo”.
Por eso, no es coincidencia que las zonas de silencio en México también sean aquellas con territorios ricos en recursos naturales.
La defensa de los derechos y la conectividad
“El problema de muchas comunidades es la falta de reconocimiento legal de su territorio. Fueron despojadas y quien tiene las escrituras son particulares. En Chihuahua, el bosque es el interés”, denuncia Diana Villalobos de la Red de Defensa Tarahumara.
Para ella, la falta de comunicación tiene relación directa con la violencia. En una ocasión, la activista y su grupo notaron que un auto les seguía en la carretera rumbo al pueblo de Bocoyna. No tenían forma de avisar que estaban en posible peligro, porque no había señal. Por suerte, cuando llegaron a un poblado con conexión, el auto dio la vuelta.
Otra activista chihuahuense —quien por seguridad solicitó anonimato— coincide con Diana. Recuerda que el activista rarámuri Julián Carrillo, quien luchaba contra la tala del bosque y la instalación de minas, tenía medidas cautelares. “Fue asesinado por no poder comunicarse al mecanismo”, asegura. Justo esa fue la razón por la que ella abandonó el activismo: sabía que moverse a la sierra en silencio era peligroso, porque estaban vigiladas.
Ahora, desde un trabajo en una oficina de gobierno, también lamenta la falta de conectividad. “Somos el estado que menos comunica”, afirma la entrevistada. Su dependencia ni siquiera tiene página de redes sociales.
En Sonora, donde hay una crisis de derechos humanos por la desaparición de personas, Cinthia Gutiérrez, del colectivo Guerreras Buscadoras de Sonora, refiere que los valles desérticos donde buscan restos humanos son más peligrosos por la falta de señal telefónica: “Andamos con más cuidado para no desbalagarnos, porque no hay comunicación”.
La posibilidad de comunicarse a través de la tecnología ha desempeñado un papel importante en Oaxaca, sobre todo frente a la represión del Estado. Javier de la Cruz recuerda especialmente 2016, cuando ocurrió la masacre de Nochixtlán alrededor del conflicto magisterial. La violencia de Estado no figuró en los grandes medios de comunicación, que prefirieron repetir el discurso oficial, pero con teléfonos celulares los pobladores documentaron y exhibieron los brutales ataques de la Policía Federal. Por esa razón, en esos años era común que hubiera zonas sin señal o con la comunicación limitada durante ciertas horas del día.
Aunque “todo medio de comunicación es una forma de organizarse”, Javier también advierte de los riesgos, como la posibilidad de identificar a defensores o manifestantes a través de sus redes sociales o el espionaje, como lo reveló el caso Pegasus en México.
Cómo quieren estar conectados
El internet es capitalista. Está más lejos que nunca de la misión de conectar a las personas de todo el mundo para compartir conocimiento. Diana Villalobos menciona la existencia de grupos en Facebook donde se comparte música en rarámuri, así como bailes u otras costumbres relacionadas con la identidad cultural. Pero “una cosa es compartir la música y otra muy diferente es usar el internet para la lucha”, declara.
Por eso, para Javier de la Cruz y Carlos Baca, una de las principales tareas de sus organizaciones es la alfabetización digital o mediática. El mito de la modernidad implica el pensar que las mejoras tecnológicas siempre traen beneficios. En realidad, es una idea colonialista: la conquista a través de la idea de mejorar a los “otros”, por ejemplo, con el internet.
“Lo importante no es la conectividad. Se piensa que con ampliar la cobertura, el problema se ha solucionado”, reitera Carlos Baca. La irrupción de la telefonía e internet puede asociarse con el mantenimiento del ciclo de la pobreza, debido a que las personas destinan más recursos para conectarse a la red y consumir productos de entretenimiento: “Hay comunidades donde llegan operadores y venden fichas. Es muy triste ver los cambios, sobre todo entre los jóvenes”.
La manera de generar una verdadera autonomía sobre la conectividad es que las poblaciones decidan cómo quieren conectarse y tengan una formación básica sobre el uso de las tecnologías. Es una oportunidad que la mayoría de quienes vivimos en zonas urbanas no tuvimos: pensar cómo queremos que la tecnología nos cambie la vida y qué implicaciones —como el consumo voraz o las noticias falsas— traerá con ellas.
“El internet va a llegar por nosotros o por otras personas a las comunidades desconectadas”, concluye Javier de la Cruz. “La diferencia que queremos hacer es que sepan qué están usando, qué pueden hacer y los peligros que conlleva estar conectados”. EP
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