Boca de lobo: “Pu-pu-pu”, va la maquinita echando humo de algodón

En este texto Aníbal Santiago nos ofrece una sucinta visión del pasado y el presente del ferrocarril, un medio de transporte en el olvido que podría ser conveniente para el desarrollo de nuestro país.

Texto de 26/06/23

Boca de Lobo

En este texto Aníbal Santiago nos ofrece una sucinta visión del pasado y el presente del ferrocarril, un medio de transporte en el olvido que podría ser conveniente para el desarrollo de nuestro país.

Tiempo de lectura: 3 minutos

El volumen de gente que se agolpaba en los andenes de la estación Buenavista no lo había visto jamás: ni en el Zócalo un domingo a mediodía, ni en la avenida Coruña de mi colonia con sus puestos callejeros de gangas textiles donde montones de mujeres se arrebataban blusas y pantaletas, ni tampoco en los partidos en los que las Chivas visitaban a mi Atlante en el Estadio Azulgrana y la porra rojiblanca monopolizaba la tribuna como si estuviéramos en el Jalisco.

Las escenas en la vieja estación ferrocarrilera de la Ciudad de México eran delirantes, una marea humana: niños, madres, señores, viejos, estudiantes. Todos l@s mexican@s que uno imaginara estaban ahí, ansiosos, jadeantes, apurados, con urgencia de entrar a los viejos ferrocarriles como si su vida dependiera de ello, como si el fin del mundo se aproximara y el único modo de salvarse fuera trepando a esos vagones que, por cierto, eran una representación del mundo. ¿Por? Porque eran un ejemplo de la estratificación social, una maqueta de nuestras diferencias. Había vagones con primorosos camarotes tipo alcobas, con restaurante y bar, y luego los vagones de primera, segunda y la clase económica o tercera, donde el pueblo se agolpaba como podía.

Ricos y pobres íbamos ahí todos juntos, o cerquita.  

Aunque, para mi primer viaje en tren, mi madre —profesora del IPN con presupuesto limitado— hizo un sacrificio extraordinario y dormimos en un cuartito privado con litera, en aquel viaje a Oaxaca, yo, de 8 años, me daba mis escapadas para echar un ojo a los otros estratos, caóticos pero entretenidos. Y ahí, en las paradas de pueblitos, descubrí la imagen más viva de mi único viaje en el histórico tren mexicano: por las puertas, pero también por las estrechas ventanas, la gente metía no solo guacales llenos de frutas, verduras, granos o lo que fuera para nutrirse sabroso y tradicional, sino metía y sacaba guajolotes y gallinas. Vivos y vivas. Es decir, en el transporte predilecto de los mexicanos para trasladarse por todo el país, desde Comitán hasta Tijuana, los animales tenían derecho a viajar, y además gratis, casi con las mismas incomodidades que los humanos.

“Ricos y pobres íbamos ahí todos juntos, o cerquita.”  

¿Por qué en México la gente prefería el tren que el autobús? Antes que nada, los precios: era mucho más barato que el autobús.

Hace unos días pasó por mis ojos una de las columnas periodísticas de Jorge Ibargüengoitia que, de tan divertidas, se leían tan rápido como el nuevo tren Maglev chino, que alcanza los 600 km/h. En esas líneas publicadas el 18 de diciembre de 1978, el escritor mexicano dice: “El tren me dejó marcado más profundamente que ningún otro medio de transporte. La sensación de misterio y aventura que me produjo el primer viaje en tren no tiene paralelo en mis experiencias en autobuses, aviones o barcos. Del tren todo me fascinó”. Desde luego, un lustro después se mató a los 55 años en un avión; no en su querido tren.

Aquel artículo tenía una misión: denunciar el voraz sindicalismo ferroviario que pulverizaba, paradójicamente, al propio ferrocarril: “¿Será posible que algún día la empresa llegue a convencerse que la organización que administra es un servicio necesario y no un cadáver? ¿Llegarán los ferrocarrileros algún día a comprender que los trenes tienen otra función que la de alimentar a los miembros del sindicato? Misterio”, cerraba el texto.

O sea, al menos para 1978 las cosas ya andaban mal. El deterioro administrativo y físico de los Ferrocarriles Nacionales de México —compañía creada por Porfirio Díaz en 1908— no se revirtió con la adquisición de mejores trenes, el mejoramiento de vías y estaciones, o haciendo lo imposible para limpiar un sindicato que incluso saqueaba piezas de las máquinas para venderlas como fierro. No, lo que hizo el presidente Ernesto Zedillo fue iniciar un veloz proceso de privatización que culminó con la extinción definitiva del servicio de pasajeros en 1999. Una lógica tan brillante como: “¿Tienes lastimados los ligamentos de la rodilla, esguinzado el tobillo y desgarrado el muslo? Pues tengo la solución: te corto la pierna.”. Pronto cumpliremos un cuarto de siglo sin ferrocarriles para la gente y, por supuesto, seguimos rengueando.

El gobierno que dice encabezar una revolución pacífica emprendió una “remediación” ferrocarrilera belicosa y sanguinaria: su Tren Maya ha implicado la devastación en el sureste, uno de los pocos paraísos ecológicos que nos quedan. Duele solo observar las fotos de las talas lineales sin fin. La medicina resultó más mortal que el cáncer.

“[…] su Tren Maya ha implicado la devastación en el sureste, uno de los pocos paraísos ecológicos que nos quedan.”

El ferrocarril, hemos oído mil veces, representa un termómetro de la prosperidad de las naciones: es veloz, poco contaminante, tiene una bajísima tasa de siniestralidad, posee una eficaz intermodalidad (es decir, se conecta con otros transportes), su sencilla trazabilidad evita destruir ecosistemas (tose nerviosa la 4T) y transporta multitudes en un mismo viaje (a diferencia de los autobuses o automóviles). Y las virtudes siguen.

Ojalá la siguiente administración federal vea algo (solo algo) de todo eso. Para su tranquilidad, seguro les será redituable en el “popularómetro” que tanto los desvela. EP

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