En esta columna, Aníbal Santiago dedica un sentido homenaje a Ernesto López Robles, quien fue directivo en el periódico Reforma y en Fox Sports.
Boca de lobo: “Trae la historia de un mendigo que vague por ahí”
En esta columna, Aníbal Santiago dedica un sentido homenaje a Ernesto López Robles, quien fue directivo en el periódico Reforma y en Fox Sports.
Texto de Aníbal Santiago 11/03/24
En memoria de Ernesto López Robles
El periódico Reforma me estaba dando la oportunidad de ser reportero, cuando en mi vida laboral solo había sido mesero. Hasta entonces las manos me habían servido para entregar capuchinos a dos enamorados que entrelazaban sus bocas, o tomar la copa por el tallo y servir un tinto Beaujolais Nouveau a una dama con peinado cenizo y esponjoso como cola de pato. Y también para bajar a la mesa de un niño una crepa blintze de zarzamora con queso, o para llenar velozmente la comanda y pedir a don Arthur la cuenta de la mesa 14. Y para algunas cosas más (recoger las propinas, por ejemplo).
Pero ahora, a mis 23 años, estaba a prueba por tres meses para ganarme el puesto de periodista, abandonar los desvelos de la extenuante vida de los restaurantes y dar sentido a cuatro años de carrera en la UNAM. Por eso debía concentrarme. “Con-cen-tra-ción” me exigía a la hora de narrar los eventos que mis jefes me encomendaban cubrir para evaluarme. Ningún suceso que cambiaría al mundo, pero sí mi vida: la marcha de las botargas de Disney en Insurgentes, un partido de americano entre Centinelas y Guerreros Aztecas, o una entrevista en su estrafalaria casa de la colonia Postal a Vicky Palacios, impactante actriz de películas de tangas y brasieres que vivía con batracios y serpientes.
Y entonces, al volver de la calle mis dedos índices de mesero machacaban incesantes el teclado, editaban, limpiaban, reorganizaban y pulían las letras sobre la pantalla. Pero algo me distraía una y otra y otra vez. Algo molesto: en la terraza del segundo piso del periódico —visible desde abajo, en mi lugar— un güero galán de unos 30 años caminaba luciendo su ropa de marca con mirada petulante. Y mientras avanzaba, desde lo alto observaba a toda la redacción como un dios del Olimpo observa a los mortales, sus súbditos. Sonreía con una sonrisa inalterable, la sonrisa satisfecha del patrón que mira a los obreros cumplir su deber de apretar tornillos. Al notar que el individuo repetía ese gesto, el del poderoso feliz, pregunté a alguien: “¿Y ese quién es?”. Me respondieron: “Ernesto López, el director de Deportes y Ciudad”. O sea, quien me distraía era doble jefe de aquel diario que, aunque apenas nacido, revolucionaba el periodismo mexicano.
Semanas después de aquella pregunta me contrataron, con una peculiaridad: sería reportero de lucha libre, futbol llanero y box nacional en Metro, diario del mismo grupo empresarial pero dirigido a las personas que jamás comprarían Reforma. Es decir, trabajaría en páginas con mucha policía y sangre, mujeres desnudas y deportes para el pueblo. Resistí ahí tres años, estoico, pero deprimido con el paso del tiempo. Me apabullaba ver dos veces por semana las mismas graciosadas de Súper Porky en la Arena México, los sábados por la noche reportear las peleas boxísticas de una Arena Coliseo desolada e infectada de apostadores clandestinos, y cubrir cada domingo las madrizas pamboleras en San Bernabé, Tetepilco, Parajes Buenavista.
Hasta que un día, apabullado por mi realidad, recibí un mensaje en mi beeper, un dispositivo electrónico de los años 90: “Aníbal, preséntate en la oficina del licenciado Ernesto López”. Pese a que Ernesto era muy joven, todos le decían “licenciado” al güero de peinado impecable a cuya oficina acudí. Ahí estaba el hombre que años antes me había distraído, cómodo en un sillón, con su sonrisa, y colgada en un muro una portada de su sección con la imagen del Cruz Azul campeón de Carlos Hermosillo.
—Aníbal, mucho gusto, Ernesto López. —Mucho gusto. —¿Cuántos años llevas en Metro? —Tres. —¿Quieres seguir ahí? —No. —Ven a trabajar conmigo, en "Ciudad" o "Deportes". Tú decides.
Me prometió un aumento y le pedí tiempo para pensar cuál sería mi nueva sección. Al día siguiente pedí cita con su secretaria. Ahí estaba Ernesto. Loción, traje, peinado y sonrisa.
—¿Qué decidiste? —"Ciudad". —¿Estás seguro? —Sí.
Y entonces inició una lección periodística, quizá la más breve pero certera de mi vida.
—Tienes absoluta libertad —aclaró—; intenta hacer cosas distintas, sorprendentes, originales. Tráeme historias simples pero que sacudan, atípicas. Averigua la historia de un pajarito de la suerte en la Alameda, de un señor que mata borregos para barbacoa en Milpa Alta, de un mendigo que vague por ahí —enumeró. —Está perfecto —le dije. —Y tienes que traer una historia todos los días. —¿Todos los días? —repuse sorprendido. —Todos. Eso no va a ser problema: si sales a las calles de la Ciudad de México, están dando vueltas frente a ti tres millones de historias. En realidad, tu labor es escogerlas. Y, por favor, quiero que esas historias diviertan. Una ciudad tan divertida como esta no puede tener una sección aburrida. Prefiero morirme que aburrir al lector —dijo.
Ernesto sabía que la capital del país podía estar herida, contaminada, ser corrupta, caótica o violenta, pero jamás era aburrida.
Cuando estaba por irme me recordó mi encomienda: “No olvides la historia del mendigo, por favor”. Pasaron un año, dos, tres; etapa divertidísima de mi vida profesional, y aunque no cumplí el compromiso de traer una historia todos los días, jamás me reclamó. Pero sí me recordaba: “¿Y mi mendigo?”.
Al fin, en noviembre de 2002 hallé un mendigo que había alzado su casucha de cartón frente al Ángel de Reforma, con todo y cocineta, sala y cama. Lo entrevisté y me aclaró que él era el “presidente del Ángel”. La portada del Reforma así anunció la nota: “Tiene centinela el Ángel. José Luis Gutiérrez Lara puso su casa en pleno camellón del Paseo de la Reforma y se autonombró Primer Presidente del Ángel de la Independencia”.
Por esos días me crucé en los pasillos con Ernesto. Solo me dijo: “¡Mi mendigo!”, y apretó el puño como si festejara un gol del Cruz Azul.
En 2004 renuncié. Ernesto argumentó que era inexplicable que un periodista con tanta libertad abandonara el Reforma. Pero me dio un abrazo.
En los siguientes 20 años hablé con él por teléfono una sola vez, y aunque no podía verlo sabía que estaba sonriendo. Con el tiempo se disiparon mis prejuicios. Ernesto sonreía siempre porque lo regocijaba su misión: crear un periodismo innovador y profundo, pero no por eso aburrido. “Si quieres atrapar al público, divierte”, era su bandera.
Hace tres semanas, Ernesto López Robles, ahora directivo en Fox Sports, murió. Apenas tenía 56 años. Entre nosotros se queda su sonrisa. EP
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