Aprendizaje y democracia en las escuelas

¿La escuela tendría o no que fomentar los valores democráticos? En este artículo, Irma Villalpando ofrece una valiosa reflexión sobre las tareas que atribuimos a la escuela.

Texto de 11/11/24

Aprendizaje y democracia en las escuelas

¿La escuela tendría o no que fomentar los valores democráticos? En este artículo, Irma Villalpando ofrece una valiosa reflexión sobre las tareas que atribuimos a la escuela.

Tiempo de lectura: 8 minutos
Hay que optar entre hacer un hombre o un ciudadano; 
porque no se puede hacer uno y otro al mismo tiempo.

Rousseau. El Emilio o de la educación 

Cuando la educación escolar se masificó, una de sus funciones principales fue alfabetizar a la población. Con el tiempo, a la escuela se le asignaron tareas más amplias tanto para adquirir aprendizajes de los contextos nacionales como de la cultura universal. En las últimas décadas del siglo pasado la escuela recibió otras responsabilidades como la educación socioemocional, la protección al medio ambiente, el cuidado de la salud, la prevención de adicciones, la educación para la paz y la formación para una cultura democrática, entre otras.

En este texto reflexiono las posibilidades reales de que la escuela atienda estas tareas, en específico me referiré a la educación para la democracia. Centraré mi posición en la expectativa de que la escuela sea o no el lugar para construir sistemáticamente los valores democráticos y de participación política que toda sociedad requiere.

Tiempo escolar

Iniciaré con aritmética básica del tiempo escolar. ¿Cuántas horas pasan en la escuela primaria los casi 12 millones de alumnos que actualmente la cursan? Tomo el caso de primaria toda vez que el tiempo en preescolar es menor y el de secundaria mayor, primaria queda entonces como un promedio intermedio.

En la siguiente gráfica calculo el tiempo en horas a la semana. Multiplico las 24 horas del día por los siete días a la semana y los distribuyo en tiempo de dormir, de ir a la escuela y en un solo rubro integro casa y la comunidad. Bajo el término “casa” considero el tiempo con la familia nuclear y extensa; mientras que el de “comunidad” es el tiempo dedicado a los diferentes espacios de interacción social (la tienda cerca de su casa, un mercado, visitar un parque, sus vecinos, el transporte público, entre otros). La distribución queda así:

Aprendizaje y democracia en las escuelas. Grafico que detalla el tiempo que se destina a dormir, a la escuela y a la comunidad o la casa.

¡Sólo 13 % para la escuela!, y si descontamos dos meses de vacaciones, asuetos, puentes y consejos técnicos escolares, el porcentaje rondaría por el 10%.

No sé a usted, amable lector, pero a mí el porcentaje me asombra, me inquieta. Pues, si pensamos en el cúmulo de expectativas y responsabilidades que se le asigna a la escuela, considero que algo no está bien porque, o las demandas son excesivas o el tiempo para atenderlas es extremadamente limitado. Algo no cuadra.

Aunque estos porcentajes en la distribución del tiempo de la vida cotidiana de los niños puedan tener diversas aristas de reflexión, me detendré solo en un par de ellas. La primera tiene que ver con la función pedagógica esencial de la escuela; la segunda, con lo factible que resulta conferirle a ésta la tarea de aprender a vivir democráticamente.

Para la primera reflexión, algo que puede ayudar a delimitar la función sustantiva de la escuela es evaluar si eso que se le pide no es una tarea que puedan hacer otros agentes educativos como, por ejemplo, la familia o la comunidad. Considero que hay ciertas funciones que sólo la escuela puede llevar a cabo, por ejemplo, el aprendizaje de la lectura y la escritura o el desarrollo de las habilidades que requieren las ciencias o el pensamiento matemático. Ninguno de estos aprendizajes puede delegarse a la familia o a la comunidad porque ―idealmente― los maestros son quienes se han formado para enseñar de manera sistemática y significativa estos conocimientos.

Con esto no quiero decir que en casa los niños no aprendan conocimientos matemáticos o que no puedan cultivar la lectura, todo lo contrario. En el hogar y en la calidad de las interacciones que hacen los padres con sus hijos se explica en gran medida el rendimiento escolar. Sin embargo, lo que sostengo es que en la escuela es donde los estudiantes desarrollan aprendizajes habilitantes de lectura, escritura, pensamiento matemático y científico, entre otras habilidades y conocimientos. Esto es así por dos razones: la primera porque los aprendizajes escolares requieren sistematicidad, gradualidad, secuencia, acumulación y didáctica, elementos todos del “saber hacer” docente; porque, aunque en casa se fomente la lectura, es en la escuela donde la maestra construyó el camino de su adquisición. También porque, aunque en casa se edifiquen los procesos culturales y emocionales en beneficio del rendimiento escolar, no es sino en las aulas donde los niños aprenden los procedimientos específicos de la experimentación científica o la lógica de los retos cognitivos de matemáticas.

La segunda razón descansa sobre el hecho de que si los niños no provienen de hogares con el suficiente capital cultural, la escuela tendría, bajo un enfoque de equidad, que ofrecer mayores oportunidades de aprendizaje que las de sus entornos familiares. El aprendizaje de calidad que la escuela le pueda dar a estos niños es fundamental para construir una sociedad menos desigual e injusta. En este tenor, la escuela cobra un lugar de altísima prioridad para los niños que provienen de familias en situación de pobreza o desventaja; a ellos debemos ofrecer mejores maestros, mayores apoyos y un acompañamiento más estratégico.

A la escuela debe conferírsele sustantivamente la adquisición de las habilidades para leer y pensar reflexivamente el mundo que vivimos. Por ello, debemos centrarnos en el desarrollo de las capacidades lectoras y de procesamiento de la información a través de la lógica matemática y el pensamiento científico. Estos, y no otros, son los insumos esenciales del currículo escolar en cualquier parte del mundo.

¿Enseñar democracia en la escuela?

Una vez esbozada la función sustantiva de la escuela puedo retomar la pregunta de sus tareas asignadas, entre ellas, educar para una ciudadanía democrática. Dewey, en su obra seminal, Democracy and education contestó que sí. Según el filósofo y pedagogo norteamericano, una democracia es “más que una forma de gobierno; una forma de vivir asociado, de experiencia comunicada de conjunto”. En esta idea se cifra una encomiable expectativa de lo escolar: lograr construir en nuestra sociedad una experiencia de comunicación respetuosa, atenta y diversa. Por tanto, para construir democracia no es necesario estar de acuerdo en los temas que nos atañen, sino saber procesar los desacuerdos bajo experiencias de inclusión, respeto y horizontalidad. ¿Cómo podemos lograrlo?

Lo primero que hay que sostener es que, en la educación escolar, al menos en la educación básica, la democracia no es un contenido a transmitir (como aprender el alfabeto o el ciclo del carbono) sino una experiencia de vida. El valor de la democracia se enseña como el valor del respeto, la tolerancia, la honestidad, la empatía, la cooperación, a través de las formas en que los miembros de la comunidad actúan, en pocas palabras, con el ejemplo. Por ello, la pregunta que debemos hacer es si los niños viven experiencias democráticas (como los otros valores mencionados) en su casa, en su comunidad y en su  escuela, en ese orden de importancia tan solo por las diferencias de tiempo que ―como ya vimos― pasan en cada uno de esos espacios.

El niño observa e internaliza desde sus primeros años de vida las dinámicas de interacción (autoritaria o democrática) entre los miembros de su familia. Cuando es más grande, digamos de 8 años en adelante, empieza a percatarse de los valores en juego entre el individuo y las normativas legales, el Estado y la convivencia social tanto en su entorno como en la escuela. Empieza a significar las normas de civilidad y tránsito (ceder el paso, estacionarse o no en doble fila, pasarse la luz roja, ofrecer “mordidas”), las dinámicas relacionales de las personas entre sí y a dar un sentido de aceptación (naturalización) o rechazo (indignación) a las conductas tramposas, oportunistas o delictivas de los adultos.

En un gran libro de psicología cognitiva intitulado How People Learn se advierte que cuando los niños llegan a la escuela lo hacen con un cúmulo de experiencias y preconcepciones ya instaladas acerca de cómo funciona el mundo. En este sentido, la escuela es un espacio idóneo para fortalecer las conductas que abonen a una convivencia armónica, pero, al mismo tiempo, tiene el reto enorme de inhibir, menguar o desaparecer lo que apunte en sentido contrario: corrupción, violencia, injusticia, racismo, misoginia, autoritarismo, entre otros.

En alguna ocasión, un director de secundaria me mostró un reglamento riguroso que hicieron en su escuela para evitar el plagio académico entre los estudiantes. Cuando estalló el escándalo de plagio de una ministra de la Suprema Corte comentábamos que en temas como éste la escuela es un lugar de contracultura y de resistencia porque, como afirmaba Dewey, una sociedad desordenada y facciosa, como la nuestra, es un obstáculo para construir ciudadanía democrática desde la escuela.

Educación y participación política

Los sociólogos franceses Baudelot y Leclercq publicaron hace casi dos décadas un libro extraordinario cuyo título anticipa de modo elocuente los hallazgos de la obra: Los efectos de la educación. Una de las preguntas que se hicieron fue si la educación tiene por efecto una mayor participación política. Recogiendo datos de encuestas de opinión de Estados Unidos y Francia principalmente, concluyeron que, a mayor nivel de estudios, mayor es el interés de las personas por la política. Asimismo, afirmaron que las personas con menores diplomas obtenidos no pueden contestar preguntas “abstractas” de política como ¿qué es el liberalismo? Sin embargo, sí pueden hacerlo si éstas son concretas y corresponden “al universo de significación y de lenguaje de los grupos dominados”.

Según Baudelot y Leclercq la capacidad de discernir entre política de “izquierda” y “derecha” la ejercen quienes obtuvieron mayores grados escolares, no así la capacidad de producir opiniones políticas coherentes, lo cual resultó indistinto. Otro hallazgo que citan es que, aunque el nivel de participación y competencia política está relacionado con el nivel de estudios, esto no representa una variable predictiva en las preferencias electorales.

Como complemento del estudio anterior, Daniel Gaxie en su libro Le cens caché señala que la politización está ligada al nivel de escolarización porque está vinculada a la clase social: “las clases sociales están desigualmente politizadas porque están desigualmente escolarizadas”.

Para Gaxie, la participación política, faceta indispensable de la democracia, se desarrolla no tanto porque la escuela aborde estos temas en su currículo, sino porque una trayectoria escolar extensa incrementa las posibilidades de adquirir mayores habilidades en la comprensión y análisis de los discursos políticos. Así lo expresa: “El sistema de enseñanza permite adquirir una disposición para interesarse en los problemas políticos y, al mismo tiempo, los instrumentos intelectuales necesarios para su comprensión.”

Esta última idea me parece clave: la escuela es el lugar para adquirir los recursos intelectuales para comprender los discursos políticos, lo cual me regresa a la tarea sustantiva de la escuela: desarrollar en los estudiantes habilidades para la comprensión de la cultura escrita y el desarrollo del pensamiento lógico. Sostengamos entonces que la competencia política requiere capacidad de comprensión analítica y esta habilidad es un irrenunciable para la enseñanza básica. Por su parte, resolver problemas matemáticos exige decisiones racionales, así como la capacidad de elaborar argumentos lógicos justificados. Estas habilidades son transferibles a múltiples campos de decisión de la vida de las personas como el voto o la adscripción política, por ejemplo. Quizá por ello, Dewey afirma que un gobierno que se apoya en el sufragio universal no puede tener éxito si no están educados quienes eligen a sus gobernantes.

Para cerrar, considero que la frase de Rousseau del epígrafe plantea la disyuntiva entre formar al hombre o al ciudadano. Me parece engañosa; los binarismos siempre son una trampa. En realidad, ambos propósitos no son excluyentes, sino consecuentes porque desarrollar altas capacidades cognitivas en los niños les permitirá, a la postre, interpretar y comprender el mundo así como validar o identificar los discursos falaces y manipuladores de los políticos. Después de todo, Hemingway tenía razón cuando sugería que la educación sirve para detectar la basura.

En suma, la mejor forma de enseñar democracia en la escuela es ensanchando ―y no limitando― las capacidades de razonamiento de los niños. Con ello, muy probablemente atenderemos con criterios más depurados la elección de nuestros gobernantes. Esto en lo que respecta al envés jurídico de la democracia, mientras que para su vertiente ética (que proviene de las experiencias de vida) la responsabilidad de la escuela es más bien mínima, pues el mayor peso de ésta recae en los adultos con quienes los menores tienen mayor contacto: la familia en primer lugar, después la comunidad y al final la escuela. Si este orden que propongo fuera el correcto, la política educativa tendría que atender, de manera más cercana y eficiente: la crianza en los hogares, la atención a la primera infancia y la calidad de los aprendizajes escolares. EP

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