Manuel Gil Antón reflexiona sobre la figura de los maestros de educación básica en México y por qué es necesario darles el lugar que les corresponde en la jerarquía social.
Por un 15 de mayo distinto
Manuel Gil Antón reflexiona sobre la figura de los maestros de educación básica en México y por qué es necesario darles el lugar que les corresponde en la jerarquía social.
Texto de Manuel Gil Antón 13/05/22
Albert Camus —en 1957, unos días después de saber que había obtenido el Premio Nobel de Literatura— le escribe una carta a Louis Germain, su profesor de primaria en Argel. Le dice que, al recibir la noticia, primero pensó en su madre y luego en él:
Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido. Un abrazo con todas mis fuerzas.
En la percepción social, la distancia entre un Premio Nobel y un profesor de banquillo es enorme, mas no para alguien con la sensibilidad y honradez de Camus. El escritor sabe localizar los cimientos de lo que sería luego su trabajo y, sin asomo de duda, le comparte que no ha dejado de ser “su alumno agradecido”. Germain fue su maestro en la primera mitad de los años 20 del siglo pasado. Cuando obtiene el Nobel, han transcurrido más de 30 años; recordar el afecto, la enseñanza y ejemplo del profesor Louis pone, a mi juicio, las cosas en su adecuada dimensión.
A la primera que recordó fue a su madre: Catalina Elena Sintes. Analfabeta y casi sorda, viuda pues su marido murió en la Primera Guerra Mundial un mes después de haber nacido Camus —el segundo de sus hijos—, se esforzó para que ellos no tuvieran la misma condición de lejanía con las letras. En un relato, Camus narró que su madre “nunca pudo leerle cuentos en su infancia y que cuando él regresaba de clases, ella acaricia sus libros como si atesorara su futuro”. El gesto de acariciar esos volúmenes es una impresionante lección.
Este recuerdo viene al caso porque, bien visto, el grupo de intelectuales más importante de cualquier país moderno, en que la escuela se ha establecido como un bien público, está conformado por los y las maestras de la educación básica.
Es necesario poner las jerarquías sociales de cabeza: por su impacto en la conformación de la inteligencia social, de algo semejante al talento y la sensibilidad común en nuestro país, deriva el sitio que en estas letras atribuyo al magisterio.
A contracorriente del pensamiento dominante que coloca en esa posición a quienes integran, por dar algunos ejemplos, El Colegio Nacional, el Sistema Nacional de Investigadores o el grupo de laureados con el Premio Nacional de Ciencia y Artes desde hace más de 70 años, es necesario, a mi entender, ubicar en esa categoría a las profesoras y profesores que, día con día, se encargan —como el señor Germain— de conformar y consolidar las estructuras cognitivas y éticas que nos hacen aprender, y orientarnos desde adentro, toda la vida.
Si llevo razón en lo que escribo, reconocer su lugar en la edificación de la capacidad crítica del país, raíz de la ciudadanía que destroza la miserable condición de beneficiario, es indispensable y en ello radica la idea, en serio, de revalorar al magisterio.
Por eso, de acuerdo con la propuesta del profesor oaxaqueño Silvino Villarreal, para que esta posición teóricamente indudable sea real en todo lo que implica, es necesario abandonar lo que él denomina la “ortopedia pedagógica”. Es decir, romper con la concepción que reduce al conjunto del magisterio a ser operarios, cual marionetas cuyos hilos controla el Ogro Pedagógico, de los planes y programas de estudio que atrofian su condición profesional en el desempeño de la actividad intelectual más relevante que nos es dado realizar: generar ambientes de aprendizaje, pues, con toda la razón afirmó Piaget: “Nadie enseña nada, solo aprende quien aprende”.
No es cierto, como dicen que decía Bernard Shaw, que “el que sabe hace, y el que no sabe enseña”; también es falso —tanto como un billete de 7 pesos— que “cualquiera puede enseñar”: palabras de un secretario de educación extraviado. En realidad, el Estagirita hace 25 siglos lo dijo bien: “La enseñanza es la forma más alta del conocimiento humano”. Y lo es así porque para involucrarse en el proceso de aprendizaje se requiere comprender las razones por las que, lo que se hace, de ese, y no de otro modo, se realiza.
La ortopedia pedagógica ha intentado reducir la solidez de los rasgos profesionales del magisterio, al tratarlo como un técnico en la ejecución de planteamientos que dicta la autoridad. Frente a ello ha habido resistencia, y no poca. La recuperación del valor de su actividad ocurre en relación directa con lo ancho de su autonomía en la ejecución de su especialidad profesional. Y esa característica intelectual, tan peculiar, no cualquiera la consigue. Es resultado de una formación de alto nivel, pese a que la soberbia universitaria y la estulticia de las élites políticas y económicas consideren de segunda o tercera categoría a las escuelas Normales y otras modalidades institucionales dedicadas a la formación docente.
Andoni Garritz señalaba que “no es el mejor o la mejor maestra la que tiene el dominio absoluto del contenido de su materia, sea esta la que fuese (propio de la erudición), sino quien tiene el dominio pedagógico del contenido a enseñar”. Implica, claro, saber de lo que se trata, pero entretejido con una capa intelectual compleja y no trivial: la formación especializada y la experiencia que deriva de la práctica, para diseñar, previamente, o sobre la marcha si es preciso y las circunstancias lo requieren, condiciones propicias para el aprendizaje adecuadas a las circunstancias de un grupo integrado por diversas personas que pasan por distintos momentos. Decir que para esto basta saber, reflejado en un título que remite al conocimiento de algo, es un error simple y llano.
Afirmar la primacía en la labor intelectual del país por parte de quienes integran el magisterio no es un elogio vano: resulta del análisis de su función social, pero se convierte, de inmediato, en un reto. Y el desafío (nos) concierne a muchas instancias y personas. A guisa de ejemplos: ¿está dispuesto el magisterio a asumir las consecuencias que implica este reconocimiento? Entre otras, la apertura a la reflexión crítica de su labor, que conduzca a la organización, colegiada, para estudiar y compartir experiencias y fracasos que permitan mejorar sus destrezas didácticas, sin descuidar la actualización en el conocimiento específico que es indispensable. Centenas de miles ya lo hacen, otros y otras —no hay que escatimarlo— tenemos mucho que mejorar para salir del nicho de confort, de la rutina hueca. ¿Cómo, cuánto y de qué manera será posible, sin eludir el reconocimiento de sus fallas, hacer de las escuelas Normales y sus similares, las Instituciones de Educación Superior más importantes, exigentes y creativas de México? En convergencia con ello, ¿serán capaces las autoridades educativas de invertir los recursos suficientes, alentar los procesos de reorganización de estos espacios y cambiar lo necesario para hacer posible una autonomía académica, razonable y fértil, en el contexto de los valores constitucionales? ¿Estarán dispuestas a reconocer con salarios equivalentes a la relevancia de su tarea, prestaciones y estabilidad laboral, a las y los profesores comprometidos con este horizonte? ¿Cómo ganarse a pulso, frente a la sociedad, ese reconocimiento de una manera más amplia?
Alcanzo a vislumbrar estas vertientes, aunque sin duda hay más, y el magisterio responsable sabrá advertir lo que es preciso cambiar en términos de organización del trabajo y otras aristas, incluyendo un ejercicio sindical muy necesario, pero democrático y que aliente el trabajo, no la simulación.
Somos una sociedad acostumbrada a las efemérides. El 15 de mayo, Día del Maestro, suele ser una jornada llena de discursos laudatorios por parte de los poderes educativos y sindicales. Este estilo de celebración, que el día 16 ha olvidado lo dicho en la víspera, algún día será solo un recuerdo.
Y poco a poco —sería muy interesante— puede ser, para cada una, para cada uno de nosotros, el día en que, como Camus, escribamos una carta a nuestro equivalente Profesor Germain o la Profesora Limón, que con su trabajo profesional nos ayudaron a ser ciudadanos; a saber dudar y preguntar con fundamento; a leer como instrumento y placer; a comprender nuestro lugar en la historia y la naturaleza; a ordenar lógicamente el pensamiento; a contar con una base matemática que, entre otras cosas, sepa cuantificar y haga insoportable la desigualdad indecente en que vivimos hoy; a saber que, para ser las personas que somos cada una, es preciso el más hondo respeto a las y los demás, con sus semejanzas y diferencias. Y también nos ayudaron, como el argelino dijo —en buena medida, creo, por haber sido portero en el equipo juvenil de la Racing Universitaire d’Alger—, a que lo aprendido de moral provenga principalmente del deporte y el arte en todas sus formas: saber perder, sí, pero saber ganar, que es más difícil; o pintar en un lienzo un arcoíris morado y persistir en el empeño, pues cuando nos dicen que no se puede, que no es así, que hagamos bien las cosas, se termina la educación e inicia el sablazo de las calificaciones y los estigmas.
¿Por qué no, de una vez, este día redactamos una carta a esa persona, o a varias, que nos invitaron a vivir a fondo y, a la manera antigua, la metemos en un sobre y se las hacemos llegar? Manuscrita de ser posible. Y si ya no están, dejarla por debajo de la puerta en una escuela. Será, enhorabuena, un 15 de mayo distinto. Ojalá. EP
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