Columna
Tipos inmóviles: Extrañando a Godot: 30 años sin Samuel Beckett
Columna
Texto de Claudia Cabrera Espinosa 19/11/19
Hace un par de meses visité una librería de la Ciudad de México con la intención de comprar la novela Murphy, del escritor irlandés Samuel Beckett (1906-1989). La chica que me atendió buscó en la computadora y, tras echar un vistazo, me dijo que no la tenían; que su única obra “vigente” era Esperando a Godot, de 1952.
Beckett es autor de una veintena de obras de teatro, ocho novelas, siete nouvelles, una diversidad de relatos, libros de poesía, ensayos, guiones de radio, cine y televisión, y varias traducciones al inglés y al francés, entre ellas una antología de poesía mexicana a cargo de Octavio Paz (An Anthology of Mexican Poetry). Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1969.
Antonia Rodríguez-Gago refiere que, en 1998, el Royal National Theatre realizó una encuesta para determinar cuáles eran las obras en lengua inglesa más significativas del siglo XX. Esperando a Godot quedó en primer lugar, seguida de La muerte de un viajante, de Arthur Miller, y Un tranvía llamado Deseo, de Tennessee Williams. Sin embargo, como apunta la investigadora y traductora española, aunque Beckett es uno de los autores más estudiados en el mundo académico, es un escritor poco leído por el público en general, pues se le considera “oscuro, pesimista y difícil”.
En Esperando a Godot, su obra más vendida en la actualidad —que no la más vigente— y una de las pocas que pueden conseguirse en español en México, hallamos frases contundentes como: “La gente es estúpida”, y diálogos como:
VLADIMIR: […] Y ahora, ¿qué hacemos?
ESTRAGÓN: Esperamos.
VLADIMIR: Sí, ¿pero mientras esperamos?
ESTRAGÓN: ¿Y si nos ahorcáramos?
VLADIMIR: Sería un buen medio para que se nos pusiera tiesa.
ESTRAGÓN (excitado): ¿Lo hacemos?
En esta obra, los protagonistas tienen el papel de “suplicantes”, y mientras esperan en el camino, junto a un árbol, a que aparezca Godot, fantasean con la posibilidad de dormir esa noche “en su casa, en un lugar seco y caliente, con el estómago lleno, sobre un jergón. Vale la pena esperar, ¿no?”. Es evidente que resulta más fácil desear, pedir e incluso rezar, que actuar. Porque ¿quién tiene la voluntad para ello?
Esta obra de teatro en dos actos es atemporal, entre otras cosas, porque refleja la indigencia espiritual de la humanidad. Vladimir y Estragón son dos pobres diablos que esperan la llegada de su salvador sin hacer nada por ayudarse a sí mismos. Son testigos de la crueldad que ejerce uno de los personajes secundarios (Pozzo) hacia su acompañante (Lucky), a quien lleva con un lazo amarrado al cuello y a quien se refiere como “cerdo” y “carroña”, sin intervenir para poner freno a las humillaciones de su “señor”. Son dos hombres indolentes que no se soportan, pero no se atreven a separarse porque después de tanto tiempo, no tiene caso. Y a pesar de su hartazgo, ni siquiera pueden planear una estrategia eficaz para suicidarse. Así que permanecen en el camino, sin perder la esperanza de que Godot va a rescatarlos.
Sí, es oscura y es pesimista. Y su segunda obra dramática más leída lo es igualmente. Fin de partida (1957) también retrata la relación de dos personas que no se toleran pero se necesitan. Hamm no puede ponerse en pie, y Clov, su ayudante, no puede sentarse. Los personajes secundarios también son dos: Nell y Nagg, los padres de Hamm, quienes viven dentro de botes de basura. Hamm y Clov, a diferencia de Vladimir y Estragón, no parecen esperar nada, de ahí el título original, Endgame, palabra que en inglés se emplea cuando la derrota de uno de los jugadores de una partida de ajedrez es inminente.
Fin de partida es una obra sobre la soledad y sobre la imposibilidad de continuar. Clov quiere abandonar a Hamm, pero no sabe cómo, no puede:
HAMM: (con angustia) Pero ¿qué ocurre, qué ocurre?
CLOV: Algo sigue su camino.
HAMM: Bien, márchate. […] Creí haber dicho que te marcharas.
CLOV: Lo intento. […] Desde que nací.
Nell y Nagg, por su parte, continúan con su tragedia personal desde los botes de basura. No tienen fuerzas para besarse, no pueden hacer el amor, no oyen bien, no tienen alimento suficiente y, sin embargo, ríen: “No hay nada más divertido que la infelicidad”.
En cuanto a las novelas de Beckett, Murphy (1938) inaugura una serie de obras que, con el pasar de los años, irán del pesimismo al absurdo y a lo experimental. En ella, un narrador omnisciente relata la historia del personaje homónimo, un hombre incapaz de hacer el más mínimo esfuerzo por trabajar o por conservar a Celia, una mujer enamorada de él y dispuesta a dejarlo todo. Una especie de Oblomov del siglo XX imbuido por la abulia. Cuando ella lo enfrenta y amenaza con dejarlo, él le dice: “Las mujeres sois siempre la misma puñeta, no sabéis amar no sabéis seguir el rumbo, el único sentimiento que podéis soportar es el de ser sentidas, no podéis amar cinco minutos sin querer abolirlo todo en una marranada de chiquillos y labores domésticas. Dios mío, qué asco me da la cerda de Venus con su amor de salchicha y puré”.
En el relato “Primer amor” (1945) se trata un tema similar. El protagonista y narrador conoce a una mujer en la banca de un parque. Ella se sienta junto a él algunas tardes creyendo que a él le place su compañía, pero él termina diciéndole que lo molesta porque no puede estirar las piernas. Aquí el fragmento de un diálogo mezclado con un monólogo interior, recurso que terminará convirtiéndose en un rasgo característico del escritor irlandés: “¿Tienes que estirarte a fuerza?, dijo. No hay error más craso que hablar con la gente. Pues pon los pies sobre mis rodillas, dijo. No esperé a que me lo dijera dos veces y pronto, bajo mis flacas corvas, sentí sus gordos muslos. Comenzó a sobarme los tobillos. Pensé en patearle el coño […] Pero un hombre de veinticinco años siempre está a merced de una erección, es algo físico de cuando en cuando, es la herencia común, ni siquiera yo era inmune […]”.
Así, el personaje parece ser una víctima del sexo femenino, una vez más. Finalmente, accede a irse a vivir con ella y permitir que lo mantenga, como si le hiciera un favor, y termina por darse cuenta de que se dedica a la prostitución. No pone ningún reparo en ello, pero se alarma cuando descubre que ella está embarazada —a los siete meses de gestación— y, además, se empeña en llamar al feto “nuestro hijo”. Entonces, a pesar de que le duele dejar un departamento del que aún no lo han echado, tras el nacimiento del bebé decide abandonarlos. Una vez más el camino, la soledad, las voces en la cabeza.
En el contexto social y cultural del nuevo milenio, las narraciones de Samuel Beckett resultan de una misoginia y una incorrección política escandalosas —y probablemente en su momento, también—. Sin embargo, debe tomarse en cuenta que el personaje que expone el razonamiento anterior también es el autor de las siguientes aseveraciones: “Me gusta el apio porque sabe a violeta y la violeta porque huele a apio. De no haber apio en la tierra, las violetas me importarían un comino y de no haber violetas, me daría igual comer apio, nabo o rábano”. Es decir, que la rabia, el hastío, la apatía e incluso el odio no están dirigidos hacia la mujer, o al menos no exclusivamente, sino al género humano, en general, y posiblemente también hacia sí mismo.
Si bien esta postura ante el mundo es una cuestión de personalidad que se aprecia desde las primeras narraciones del autor —escritas en inglés—, tras su mudanza a París y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial su obra quedaría totalmente marcada por el absurdo y la angustia. Ya en 1936 había viajado a Alemania, en donde fue testigo de la expansión del nazismo, y, una vez en Francia, colaboró en la Resistencia, tras la ocupación alemana, por lo que tuvo que huir de la capital en 1942 y refugiarse durante una temporada en Roussillon, al sur del país.
Después de la guerra, cuya participación Beckett minimizó, adoptó el francés para escribir sus siguientes obras, entre las que destaca la trilogía conformada por las novelas Molloy (1951), Malone muere (1952) y El innombrable (1953). La primera narra la historia del personaje homónimo que busca a su madre, y de otro hombre (Moran), que lo busca a él. En medio de la debilidad física y la enfermedad, los personajes intentan terminar con su miseria encontrando a otro que los complemente o de alguna manera los salve, y, mientras tanto, este objetivo da un sentido a su vida.
Malone muere retrata los últimos días del protagonista, así como sus reflexiones y recuerdos desde la cama de un hospital. En el presente narrativo, se limita a tratar de mantener sus cosas consigo: un libro, un sombrero, un lapicero. Y en sus relatos recuerda a Sapo —a quien después llamará Macmann—, cuya vida va contando de manera fragmentada. En un momento de la historia, Macmann está también en un hospital y se establece un paralelismo con Malone, sólo que el primero tiene una extraña relación con una enfermera, pues ambos, ya viejos, se empeñan en tener relaciones sexuales de una manera grotesca y lastimera. Como curiosidad, Moll, la enfermera, lleva en cada oreja un arete en forma de cruz que representa a los dos ladrones que flanquearon a Cristo durante la crucifixión, y la imagen de él la lleva en la boca, tallada en uno de sus colmillos. Éste será un motivo recurrente en la obra de Beckett, quien encontró determinante en su vida haber nacido un viernes Santo.1
Finalmente, El innombrable es un monólogo interior que abarca una diversidad de temas y en el que se alude a los personajes de obras anteriores del escritor irlandés. Con un tono pesimista, el narrador parece debatirse entre el cielo y el infierno, entre Dios y el diablo, mientras trata de reconocerse a sí mismo en sus distintas edades y facetas, siempre al fondo del pasillo, como si fuera el último día de su vida y se preparara para la muerte. Las breves oraciones de la novela van exorcizando sus demonios, retratan una serie de situaciones aparentemente ajenas al protagonista y experimentan con una voz narrativa que engloba a las de las dos novelas precedentes. En definitiva, El innombrable es una obra para valientes que buscan desentrañar la psicología beckettiana hasta sus últimas consecuencias.
Los personajes de Beckett manifiestan carencias materiales y afectivas tanto en sus obras dramáticas como en su narrativa. Sufren inseguridades y temores que rozan la paranoia y permanecen en una búsqueda constante de algo que les dé un motivo para seguir viviendo. Y cuando no lo encuentran, simplemente se aferran a cualquier excusa para no morir. EP
1 En Esperando a Godot, Vladimir y Estragón también han sido relacionados con los ladrones Dimas y Gestas.