Columna mensual
Aprovechando la Semana Santa, días en que la CDMX se vacía relativamente de coches y prisas, fui a darme una vuelta al centro histórico, específicamente al Museo de la Gastronomía Mexicana, de la Fundación Herdez.
Este museo está justo entre Palacio Nacional y Catedral, al lado de donde antes estaba la cantina El Nivel (llamada así por su cercanía al Monumento Hipsográfico —con su estatua de Enrico Martínez–, que es comúnmente tomado como el kilómetro cero de lo que en ese entonces se llamaba el DF, pero que originalmente medía la altura de las aguas de Texcoco, en diferentes momentos lago, aeropuerto, basural y, próximamente, vergel).
En esa cantina, que ostentaba tener el registro número 1 de nuestra capital (abrió en 1857 y cerró en 2008 para convertirse en oficinas de la UNAM), me tomé algún viernes de cruda una chela reparadora a eso de las 11am. Puede ser que para algunos parezca un poco temprano para beber, pero no deben de ser madrugadores, y seguramente nunca vieron a mis compañeros de barra (sobre la cual había un reloj cuyas manecillas iban al revés, como si el tiempo no fuese necesariamente hacia adelante), que para entonces iban en la segunda cuba de “brandy” Don Pedro.
Pasaba por ahí a esas horas porque trabajaba en la SHCP de otro Pedro, Aspe, un momento funesto de la vida pública del país según el gobierno actual, y recuerdo que los estudiantes que hacíamos pasantía creíamos de corazón que, en el futuro de ese entonces, México tendría un nivel de desarrollo como el del “Primer Mundo”. Éramos ingenuos: también creíamos que cuando la tecnologías limpias se volviesen lo suficientemente baratas ya no habría necesidad de usar hidrocarburos, e incluso pensábamos que ya se había terminado el racismo gracias a programas de televisión como Different Strokes y el Cosby Show. Estábamos tan equivocados: hoy Bill Cosby está acusado de violación y Gary Coleman murió en la bancarrota y, además, hay nazis marchando en las calles de EEUU; México vuelve a generar energía eléctrica con carbón; y el sueño de economía competitiva se ha reemplazado por política asistencialista. Pasado y futuro parecen jugarnos una broma cruel.
Algo parecido sucede en el museo, cuya entrada cuesta solo 15 pesos y valdría la pena aunque fuese solo por ver el edificio, que es pequeño pero pulcramente mantenido y lleno de actividades e información. Las salas exhiben tres momentos en nuestra historia: el pasado prehispánico (cuando el predio de la cantina El Nivel era la pirámide Tezcatlipoca), el virreinal (cuando se convirtió en la primera sede de la Real y Pontificia Universidad de México) y un futuro moderno que ahora parece retro. Para tratar de involucrar más a los visitantes, las exhibiciones son interactivas, es decir, con botones y auricular para escuchar[1]. A grandes rasgos, muestran los principales ingredientes y métodos de cocción de la época precolombina, que incluye maíz, nopal y chile en procesos de secado, ahumado y salado, así como los artefactos principales, incluyendo comales, metates y molcajetes, tecomates (recipientes de calabaza seca) y cajetes (recipientes de maguey seco). La parte moderna es parecida a lo que me sucedió cuando trabajaba en Hacienda, es el futuro como lo imaginábamos en el pasado: una cocina color azul con gabinetes de lámina, latas de conservas y artefactos como moledora manual, licuadora con vaso de vidrio, radio con dial de rosca y batidora. En retrospectiva y no sin un gramo de ironía, el futuro moderno es nuestro pasado, el virreinato tiene el menú de los restaurantes de renombre, y el pasado precolombino recuerda bastante a las nuevas dietas de moda.
La biblioteca también es una visita interesante. De nombre Diana Kennedy, alberga seis mil volúmenes sobre cocina, un poco desordenados, pero bien cuidados y catalogados. Fisgoneando, encontré “Los itinerarios gastronómicos del Capitán Cook”, ejemplo de que cada tema es un mundo y que en cada mundo hay otro, en este caso la travesía de un inglés nacido en 1728 dentro de una biblioteca de cocina en el centro histórico de nuestra metrópoli. Escrito por Juana Barría, este libro fue finalista del Premio Sent Soví, que es un certamen de literatura gastronómica auspiciado por el Grupo Freixenet. Relata los viajes de Cook y recetas de lo que iba comiendo por el camino. Da, por ejemplo, los procedimientos sencillos para hacer lapa en escabeche y páo de milho (pan de maíz), así como la preparación de aves en su mayoría bañadas con el exquisito vinhomadeira.
Hay, además, actividades, como ciclos de conferencias con degustación: en el mes de junio toca el amaranto, con charlas de Guadalupe Latapí (que fundó la empresa Aires de campo), entre otros expertos. Nunca se sabe, ya sea por decisión o por necesidad, tal vez en algún momento de nuestro futuro nos venga bien conocer los cultivos naturales de antaño.
[1]Sería injusto no mencionar que también hay computadoras que refieren a publicaciones en línea, con títulos como “El Chile: Protagonista de la Independencia y la Revolución” y “El Frijol: Un regalo de México al Mundo”, entre otros. EP
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