Primavera: autopsia de una estación

I. Memoria y deseo April is the cruellest month, breeding Lilacs out of the dead land, mixing Memory and desire, stirring Dull roots with spring rain. T. S. Eliot, “The Waste Land” Si asumimos con Hannah Arendt que estamos hechos para empezar siempre de nuevo, que somos, en esencia, debutantes, entonces la primavera es la […]

Texto de 18/06/17

I. Memoria y deseo April is the cruellest month, breeding Lilacs out of the dead land, mixing Memory and desire, stirring Dull roots with spring rain. T. S. Eliot, “The Waste Land” Si asumimos con Hannah Arendt que estamos hechos para empezar siempre de nuevo, que somos, en esencia, debutantes, entonces la primavera es la […]

Tiempo de lectura: 8 minutos
Primavera: autopsia de una estación

I. Memoria y deseo

April is the cruellest month, breeding

Lilacs out of the dead land, mixing

Memory and desire, stirring

Dull roots with spring rain.

T. S. Eliot, “The Waste Land”

Si asumimos con Hannah Arendt que estamos hechos para empezar siempre de nuevo, que somos, en esencia, debutantes, entonces la primavera es la estación más humana de todas. No se trata, como postulan Vivaldi y los optimistas, de tiempos delicados, pintorescos. Al contrario: la primavera hostiga; cunden las alergias y los incendios, el amor y la sequía. Todo arde. El día saquea a la noche: a partir del benemérito equinoccio de primavera, las horas diurnas se extienden hasta alcanzar la jornada de más luz: el solsticio de verano. Primavera significa, pues, crescendo, avenencia, ganancia de sol.

Se dice que la gente se enamora sin querer en primavera, se emociona, reverdece. ¿Por qué? Acaso se debe a que la luz del sol cruza los ojos y se filtra por los sesos hasta la glándula pineal que cada noche suda melatonina, la hormona somnífera por excelencia. (En ciertos lagartos, peces y anfibios, la glándula acompaña a un tercer ojo que sobresale del cráneo y sirve como reloj de pulsera ancestral. Lamento decepcionar al lector esotérico, pero en nuestra especie no queda vestigio alguno de ese ojo. René Descartes, que identificó la glándula pineal como el ojo del alma, contacto entre cuerpo y espíritu, también se entristecería al saber todo esto.)

La luz primaveral inhibe entonces la secreción de melatonina. La glándula pituitaria, asentada en la base del cráneo, sobre una cavidad llamada silla turca, se entera de la escasez de melatonina y entiende que ha llegado la estación venérea, la temporada de apareamiento. Se espabila la parte anterior de la glándula, adenohipófisis, y se esmera en secretar las gonadotropinas, un trío de hormonas cruciales para la reproducción. A grandes rasgos, sus tareas son éstas: la hormona luteinizante dicta el inicio de la ovulación, la hormona estimulante del folículo ovárico hace lo que su nombre indica y la hormona coriónica humana favorece las condiciones uterinas para el embarazo y anima a los testículos del hombre a producir testosterona.

En la danza de los cuerpos vertebrados, las gonadotropinas son moléculas viajeras que descienden del cerebro a los recintos genitales para anunciar que ya es la hora de la fiebre, de apetecer al otro y aceptarlo cuando viene, trémulo, a buscarnos. En un ayuntamiento de humedales, la vida acaba, pequeña muerte, y vuelve, como siempre, a comenzar.

¿No es acaso una proeza mayor del organismo que un par de licores destilados en la cabeza existan nada más para embriagar a los ovarios y los testículos? Qué dichosa migración ésta que surca el torrente de la sangre, que cae cual Lucifer de las alturas, a través de tantas vísceras y trámites, arterias y distracciones, en busca de su sed.

El lector sensato tal vez se canse ya de estos lirismos trasnochados y se pregunte por qué, si el furor sexual despierta en primavera, a él lo concibieron sus padres en diciembre, por accidente, después de una posada muy etílica, y nació a principios del otoño. Podríamos sugerir que no se apresure a generalizar a partir de su caso, que una golondrina no hace primavera, como desde hace tantos siglos se dice (variando entre primavera y verano, según la región y lenguaje): el dicho ya se encuentra en la Ética a Nicómaco, de Aristóteles, y de acuerdo con un comentario antiguo, se hallaba desde antes en Las delias, una comedia perdida de Cratino (siglo V a. C.). Sin embargo, nuestro amigo tiene razón: los humanos nos apareamos y nacemos todo el año. Nuestro apetito sexual no varía tanto de acuerdo con la fertilidad y la estación: en eso, excepcionalmente, somos constantes. Para el resto de los otros animales, la regulación estacional de la sexualidad es necesaria: si las bestias se acoplaran todo el año, las crías nacidas en otoño o invierno padecerían frío y hambre. La selección natural favoreció el sexo en primavera, la infancia en el calor.

Vestimenta, calzado, arquitectura, calefacción, ventilación… buena parte de nuestras obras de ingenio sirven para aislarnos del ambiente, para independizarnos de él. Tenemos chimeneas, ventiladores, abrigos y hieleras. Por eso no resulta adaptativo aparearse en primavera. Da igual. No obstante esta anarquía, se han hallado patrones estacionales en la conducta sexual de los humanos. En 1985, un estudio demográfico realizado por D. A. Seiver en Estados Unidos mostró que septiembre era, de manera consistente, el mes con más partos del año (en México, las estadísticas son semejantes, y conozco a muchas personas que nacimos en ese mes), mientras que abril era el mes más flojo para los ginecólogos. Es comprensible: el frío, las fiestas y los aguinaldos se prestan al fornicio. Julio, por el contrario, con el sudor y bochorno, invita al celibato. De acuerdo con Seiver, la invención del aire acondicionado trastornó aquellos patrones e incrementó los amores de verano. Al margen de las cifras de natalidad, las encuestas sobre conducta sexual adolescente sugieren que junio y diciembre, meses en que comienzan las vacaciones escolares de verano e invierno, son los tiempos canónicos de la “primera vez”.

Nos hemos alejado tanto de la rústica naturaleza, que ahora son los calendarios de la SEP los que dictan nuestra iniciación erótica, y un buen aparato de aire acondicionado es el mejor afrodisíaco. Esto no tiene por qué ser deprimente: las virtudes de la vida civilizada —los libros, las vacunas, el cine, las paletas heladas— compensan con creces los inconvenientes de nuestra domesticación.

Sin embargo, conviene no olvidar que aún funcionan mecanismos ancestrales en nuestro cuerpo, y que la desconexión entre nuestras costumbres y nuestras primitivas inclinaciones acaso sea una fuente de tensión nerviosa, de conflicto psíquico, tal como Herbert Marcuse planteó a muchos jóvenes sesenteros en libros como Eros y civilización y El hombre unidimensional.

II. Dulce embustera

Tal vez ya no seamos animales de sexualidad estacional, pero algún vestigio queda en nosotros de la calentura primaveral, al menos una febrícula que da cuenta del tópico literario que asocia desde hace siglos la dichosa estación con el enamoramiento. Podemos leerlo, por ejemplo, al comienzo de la “Soledad primera”, de Luis de Góngora, poema supremo de nuestra lengua para quien tiene paciencia con la dificultad barroca. La obra recompensa al esforzado: sus conceptos, imágenes y sonidos provocan experiencias prodigiosas. Narra, en fin, las peripecias de un joven que se dio a la mar para huir de una desdicha amorosa y naufragó en una costa bucólica cuando

Era del año la estación florida

en que el mentido robador de Europa

—media luna las armas de su frente,

y el Sol todo los rayos de su pelo—,

luciente honor del cielo,

en campos de zafiro pace estrellas,

[…]

Estos seis versos que en bruto significan “A finales de abril”, nos deleitan con el recordatorio de que en la estación florida, justo a fines de aquel mes, el sol cruza por la constelación de Taurus, bestia mitológica que remite al episodio en que el lascivo Zeus (alias latino: Júpiter), se disfrazó de toro para que Europa, una muchacha fenicia a la que deseaba, se acercara a él lo suficiente para que pudiera raptarla. Los versos, más allá de su función cronológica, establecen una atmósfera de arrebato erótico. Este tópico primaveral se encuentra en muchos lugares, incluso en los más infames. La letra de una canción italiana, “Maledetta primavera”, que Yuri profanó en su disco de 1981, Llena de dulzura, comienza así:

Fue más o menos así:

vino blanco, noche y viejas canciones,

y se reía de mí,

dulce embustera,

la maldita primavera.

¿Qué queda de un sueño erótico si

de repente me despierto y te has ido?

¿Qué queda de un sueño erótico si abril ya no es el mes de los romances sino de las declaraciones anuales de impuestos ante el SAT? No mucho. No son tiempos propicios para idilios primaverales. El insomnio y la depresión son epidemias. Las noticias nos desvelan: gana Trump, el muro empieza. Poco a poco, la historia nos ha privado de los ritmos que acoplaban nuestro metabolismo al paso de días y noches, meses y años. Al emanciparnos de los ciclos naturales, hemos comenzado un gran desorden. Abril, de acuerdo con las estadísticas de los incendios forestales, es el mes más cruel.

III. Silencio y calor

Me suenan a milagro,

pero en estos cantos

anida otra catástrofe.

Antonio Deltoro, “Primavera”

Primavera silenciosa es un oxímoron, pues la estación es sonora por antonomasia: zumbidos, trinos, croares, canciones pastoriles y bullicio en los mercados. Se trata de una situación contra natura. No una, sino doce primaveras silenciosas llevaron a Rachel Carson a escribir uno de los textos fundacionales del movimiento ambientalista: Silent Spring, publicado en 1962.

Entre 1950 y 1962, las primaveras en el Lago Clear de California habían transcurrido en una calma inquietante: no había moscos, ni ranas ni ruidosos nidos de colimbos, unas simpáticas aves acuáticas. El culpable era un poderoso insecticida llamado ddt (dicloro difenil tricloroetano). En 1948 le habían otorgado el Premio Nobel de Medicina a su inventor, el químico suizo Paul Hermann Müller. Gracias a las masacres entomológicas efectuadas con ddt, muchas enfermedades transmitidas por insectos —como la malaria y la fiebre amarilla— habían sido controladas alrededor del mundo. En 1949, el Lago Clear fue fumigado con ddt para eliminar a los molestos y enfermizos mosquitos. El veneno impregnó todo y ascendió a través de la cadena alimenticia: el ddt pasaba del agua al plancton, de ahí a los insectos, a las ranas, los peces y sus depredadores: los colimbos. En el cuerpo de una de estas aves había una concentración de ddt ochenta mil veces mayor que en el agua del lago. La intoxicación provocaba, entre otros males, que las cáscaras de sus huevos fueran extremadamente frágiles, tanto que se rompían bajo los cuerpos de las madres, las cuales asfixiaban a los polluelos. Entre los años de la primera fumigación y la publicación del libro de Carson, ni una sola pareja de colimbos se reprodujo en el Lago Clear. El silencio fue absoluto.

Rachel Carson, que hasta entonces había publicado algunos libros de divulgación sobre fauna marina, escritos en los ratos libres que le dejaba su trabajo en el U. S. Fish & Wildlife Service, se convirtió con Silent Spring en una autora extremadamente polémica. Dada la enorme utilidad social de ddt (como arma contra las enfermedades tropicales y las pestes agrícolas), promover su prohibición fue visto por muchos como un gesto misantrópico. Sin embargo, en el texto Carson había hecho énfasis en los efectos deletéreos de la sustancia para la salud humana. Además, el libro ya prefiguraba lo que la ciencia ecológica no ha dejado de confirmar desde entonces: que el deterioro ambiental nos perjudica de muchas maneras y de forma casi siempre irreversible. Los ejemplos de catástrofes sociales mexicanas debidas a la destrucción silvestre son numerosos: el éxodo mixteco debido al agotamiento del suelo, la bancarrota hidrológica del Valle de Santiago, Guanajuato, la ruina agropecuaria en el delta del río Colorado en Baja California, y un largo etcétera de casos que deberían servirnos de advertencia.

En el cuarto capítulo de Primavera silenciosa, Carson nos advierte con lucidez: “La vegetación terrestre pertenece a un tejido vital en el que existen íntimos y esenciales vínculos entre las plantas y el suelo, entre unas y otras plantas, entre éstas y los animales. A veces no tenemos otra opción más que perturbar estas relaciones, mas deberíamos hacerlo ponderadamente, con plena conciencia de que lo que hacemos puede tener consecuencias remotas en el espacio y el tiempo”.

Hace más de medio siglo que se escribieron estas palabras. Desde entonces, la contaminación ambiental se ha convertido en un mal crónico, y la atención pública ha virado hacia una perturbación terrestre aún más profunda y duradera: el calentamiento global. Con él, la primavera misma, como estación climática, se ha transformado cada año en un periodo más bochornoso, seco e inflamable.

Calor es movimiento, agitación, tumulto microscópico. La temperatura es un índice del desorden. El hielo es manso y predecible; las nubes huyen e incuban tormentas bíblicas. Entre más cálido sea el mundo, más salvaje: huracanes, sequías, ondas gélidas. La primavera se convertirá en una pausa sofocante entre dos tiempos de caos. Las golondrinas volarán sin rumbo fijo en pos de un mundo extinto… esta clase de vaticinios es aterradora para unos, exagerada para otros, engorrosa para todos. Según los optimistas tecnológicos, los inventos del mañana nos salvarán de los futuros inconvenientes climáticos; según los escépticos, la campaña contra el calentamiento es una estrategia de los “dueños del mundo” para retrasar la industrialización del tercer mundo y enriquecerse con las tecnologías sustentables y el mercado de bonos de carbono; según decía mi abuela, todo lo que está pasando ya estaba escrito en el Apocalipsis.

En algunos años llegaremos a ser más de diez mil millones de humanos sobre la Tierra. No habrá muros que detengan a los prófugos del fuego y de la sed. Tendremos que reinventarnos para salvar todo eso que los cínicos desprecian: amor, aves, poemas. La maldita primavera. ~

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JORGE COMENSAL es narrador y ensayista. Es autor de la novela Las mutaciones (Ediciones Antílope, 2016). Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Actualmente realiza un posgrado en Filosofía de la Ciencia en la UNAM y trabaja en un libro de ensayos que se publicará este año.

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