Peter Pan (El niño que nunca quiso crecer)

Presentamos los capítulos 1 y 2 de la traducción de Peter Pan hecha por Pedro Henríquez Ureña a partir del arreglo que F. O. Perkins hizo de la obra de teatro de J. M. Barrie, texto que empezó a publicarse por entregas sucesivas en el periódico mexicano El Mundo en octubre de 1923. Agradecemos a Bonilla Artigas Editores autorizarnos esta publicación junto con dos ilustraciones de Rodolfo Arana.

Texto de 18/07/17

Presentamos los capítulos 1 y 2 de la traducción de Peter Pan hecha por Pedro Henríquez Ureña a partir del arreglo que F. O. Perkins hizo de la obra de teatro de J. M. Barrie, texto que empezó a publicarse por entregas sucesivas en el periódico mexicano El Mundo en octubre de 1923. Agradecemos a Bonilla Artigas Editores autorizarnos esta publicación junto con dos ilustraciones de Rodolfo Arana.

Tiempo de lectura: 11 minutos

Traducción de Pedro Henríquez Ureña

Capítulo I

En los primeros tiempos

Había una vez tres niños muy simpáticos, que se llamaban Juan Napoleón, Wendy Moira Ángela y Miguel. Eran hijos del señor Darling y de su esposa, y el aposento en que vivían era el más lindo que puede imaginarse. Era grande, amplio, con mucho aire, con grandes ventanas. Como los niños vivían en Inglaterra, donde hace mucho frío en invierno, tenía una gran estufa la habitación. En un rincón había un gran reloj, y las paredes estaban cubiertas con pinturas que representaban a los personajes de los cuentos.

La familia aquella era muy interesante y no se parecía a las demás. Así, por ejemplo, aunque tenían una sirvienta muy bonita llamada Elisa, a los niños los cuidaba, los bañaba y los vestía una gran perra, a la cual le llamaban Nana. La perrera la tenían en el aposento de los niños, lo cual era delicioso.

En la noche en que comienza nuestra historia. Nana estaba dormitando tranquilamente cerca de la estufa, con la cabeza metida entre las patas delanteras. Los papás de los niños se estaban preparando para salir de casa, porque los habían invitado a comer fuera, y la perra Nana se iba a quedar sola, encargada de los niños. El reloj sonó: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis campanadas; era la hora de preparar a los niños para acostarlos.

Nana se levantó a prisa, se estiró, y con mucho cuidado le dio la vuelta al encendedor de la luz eléctrica. Había que ver con qué inteligencia lo hacía: le daba vuelta con la boca. Después arregló las camas, doblando la parte alta de las sábanas, y colgó los trajecitos de dormir de los niños cerca de la estufa para que se calentaran.

Entonces se fue trotando hasta el baño y dio vueltas al grifo del agua. Con una de sus patas tocó el agua que salía, para ver si no estaba demasiado caliente, y fue a buscar a Miguelito, el menor de los tres niños: era, naturalmente, el primero a quien había que acostar, aunque, como muchos otros niños, siempre quería quedarse despierto. Regresó inmediatamente con Miguel montado encima de ella, como si fuera ella un caballito. Miguel, como siempre, no quería bañarse, pero Nana se mantuvo enérgica, lo llevó al cuarto de baño y cerró la puerta para que no se formara una corriente de aire. La mamá vino luego a verlo, mientras él, contento ya, daba vueltas dentro del agua, tibia y agradable.

Poco después, estando en el aposento de los niños, la mamá oyó un ruido ligero afuera, cerca de la ventana. Una figurita diminuta, que no llegaba a la estatura de los niños de un año, trataba de abrir la ventana, pero desapareció de pronto al oír el grito de sorpresa de la señora. Ella abrió la ventana en seguida, pero ya no se veía nada, nada sino los techos borrosos de las casas vecinas y encima el cielo de azul profundo. Se asustó mucho, porque el día anterior había ocurrido lo mismo. Ella y Nana habían entrado al aposento de los niños y había visto la extraña figurita aquella plantada en medio. Nana gruñó y se le echó encima, pero el niño saltó rápidamente por la ventana y desapareció. La perra cerró la ventana con tanta prisa que cortó la sombra del niño. La señora encontró la sombra en la boca de Nana, se la quitó, la dobló con mucho cuidado, y la guardó.

Pero al fin la señora se tranquilizó cuando los niños acudieron, llamados por ella. Juan Napoleón y Wendy estaban jugando su juego favorito, hacer de papá y mamá, y la hermosa cara de la señora resplandecía de gozo al oírlos.

En esto, el señor Darling entró muy disgustado porque no podía ponerse bien la corbata de etiqueta (las corbatas de etiqueta son difíciles de ponerse, hay que recordarlo). Había estado ensayando el nudo en la pata de una cama, pero sin resultados. La señora de Darling se la ató con mucha facilidad, y pronto estuvo el papá dando vueltas por el aposento, con Miguel sobre su espalda, hasta que lo dejó caer sobre su cama exclamando: “¡Pumb-ah!”.

Lo malo fue que Nana, yendo hacia el cuarto de baño, había rozado el pantalón del señor Darling, pantalón negro muy bien planchado, y con el roce se le habían quedado adheridos unos cuantos pelos grises de la perra. Hay que saber que a los hombres serios no les gusta llevar pelos de perro en los pantalones, de manera que el señor Darling se disgustó con Nana, y dijo que la iba a despedir, porque era un disparate tener una perra para cuidar a los niños. El señor Darling siempre había creído que Nana consideraba a los niños como perritos. Pero la señora de Darling le demostró que se equivocaba, y que Nana sabía que los niños tenían almas.

La señora le contó al señor Darling de la figurita que había visto asomarse por la ventana, de cómo Nana le había echado encima y había cerrado la ventana con tanta prisa que había cortado la sombra del niño. Le enseñó la sombra, que tenía guardada, y él la examinó con mucho cuidado.

—Ya ves —decía la señora—, qué bueno es tener a Nana para cuidar a los niños. Es un tesoro. Es realmente muy útil.

En ese momento entró la fiel perra con la botella que contenía el remedio para la tos de Miguel. Pero Miguel estaba de mal humor, y no quería tomarlo. Hubo una discusión sobre eso, y Wendy, que era una muchachita inteligente, tuvo una idea feliz.

—Que Papá tome de su medicina para acompañar a Miguel.

—Muy bien —dijo el señor Darling—, veremos quién de los dos es más valiente.

Se trajeron dos vasos y se llenaron en seguida.

—Uno, dos, tres —dijo Wendy. Miguel tomó su remedio como todo un hombre, pero el señor Darling no hizo más que aparentar que tomaba el suyo, y tranquilamente lo escondió. Juan lo vio y gritó:

—¡Papá no ha tomado el suyo!

Miguel, al oírlo, viendo que lo habían engañado, rompió a llorar:

—¡Bu-hu-hu!

El señor Darling, para tranquilizar a Miguel, pensó en una cosa que se le figuraba que iba a ser muy graciosa. Echó su remedio en la taza en que le ponían a Nana el agua para beber, y la pobre perra, creyendo que sería cosa buena, corrió a bebérselo. Al probarlo, volvió los ojos llenos de reprocho hacia el señor Darling, y él estalló en gran risa. Los niños, que querían mucho a su perra, se pusieron muy compungidos al verla meterse en su perrera, muy adolorida y llena de sentimiento.

El señor Darling estaba avergonzado de lo que había sucedido, pero no quiso confesarlo delante de los niños; sacó a Nana de la perrera, la cogió por el collar y la echó fuera para que la amarraran en el patio —“que es el lugar donde deben estar los perros”— decía, a pesar de las súplicas de todos.

La señora Darling tranquilizó a los niños, los besó con mucha ternura, los acomodó bien en sus camas, les cantó canciones para que se durmieran, y dejó prendidas unas lucecitas, bien cubiertas con pantallas. Ya dormidos los niños, salió ella del aposento en puntillas para ir con el señor Darling a la comida a que estaban invitados. 

Capítulo II

[Todo estaba tranquilo en el aposento de los niños]

Todo estaba tranquilo en el aposento de los niños. De cuando en cuando se oía en el patio el ladrido de Nana, atada allí. De pronto, las lucecitas que la señora de Darling había dejado encendidas se agitaron, parpadearon, y una por una se fueron apagando. Entró en el aposento una diminuta bola de fuego, mil veces más brillante que las lámparas cuyas lucecitas se habían apagado. Giró intranquila por todo el aposento. Se metió en todos los cajones, entró al armario de la ropa, registró todos los bolsillos de los trajes, y al fin se escondió en un jarrón.

Entró luego, saliendo de la oscuridad que reinaba afuera, la figurita delgada y graciosa que había asustado a la señora de Darling. Se oyó un ruidito, se abrió la ventana, y la criaturita entró cuidadosamente. Parecía como si buscara alguna cosa; y ya se supondrá que lo que buscaba era su sombra.

—Tink ¿dónde estás? —dijo en voz muy baja.

Al ver la luz que brillaba en el jarrón, dijo:

—Tink ¿sabes dónde la habrán puesto?

La pequeña bola de fuego era en realidad un hada que sabía todo lo que vale la pena saberse. Todas las hadas lo saben. De ésta no se podía ver sino la llama, pero se le oía con toda claridad: hacía un ruido de campanita de plata, que es el lenguaje de las hadas. Por eso se le llamaba Tinker Bell, ‘campanita que tintinea’, y Peter abreviaba el nombre y le decía Tink. Los niños sin imaginación nunca pueden oír el lenguaje de las hadas. Pero los niños que llegan a oírlo saben que ya lo conocían.

Tinker Bell giró de nuevo por el cuarto y se detuvo en uno de los cajones del armario; inmediatamente el niño corrió hacia allí, y abriendo el cajón sacó su sombra cuidadosamente doblada, como la había dejado la señora Darling. Pero ahora el niño no sabía cómo podía unírsele de nuevo la sombra a su cuerpo.

Se le ocurrió una idea: ¡se la pegaría con el jabón del baño!… Se untó jabón en los pies, le untó jabón a los pies de la sombra, pero no se unían. ¿Y de qué sirve tener una sombra si no ha de estar unida al cuerpo? Después de ensayar inútilmente muchas veces, el niño abandonó al fin el esfuerzo, se tapó la cara con las manos y se puso a sollozar con desesperación.

Entonces se despertó Wendy. Se sentó en la cama, y, sin sentir ningún miedo, dijo muy cortésmente:

—Niñito ¿por qué lloras?

La criatura fantástica se puso de pie rápidamente, y, quitándose la gorra que llevaba en la cabeza, saludó con mucha cortesía. Wendy le devolvió la cortesía, aunque no era cosa fácil hacerlo en la cama.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el niño.

—Wendy Moira Ángela Darling. ¿Y tú?

—Peter Pan.1

—¿Dónde vives?

—Doblando la segunda esquina a la derecha, y luego andando derecho hasta la mañana.

A Wendy le pareció muy extraña la dirección. Así se lo dijo a Peter. Le dio mucha pena saber que Peter no tenía madre. ¡Con razón lloraba! Pero en realidad Peter lloraba porque no podía hacer que su sombra volviera a unirse a su cuerpo. Wendy no pudo menos que reírse cuando supo que había pretendido pegarla con jabón.

—Hay que coserla —le dijo ella—. ¿Quieres que lo haga?

Saltó Wendy de la cama, fue a buscar su cesta de costura y se puso a trabajar. Duele bastante cuando le cosen a uno una sombra al cuerpo, pero Peter lo soportó con valor. Hizo bien, porque la sombra le quedó muy bien unida al cuerpo. Peter se puso tan contento que comenzó a bailar y saltar por la habitación mirando las figuras que hacía la sombra en el suelo al mover él los brazos y las piernas.

—¡Oh, qué inteligente soy! —gritaba Peter, loco de contento, y cacareaba como gallo.

—¡Qué vanidoso! —exclamó Wendy con enojo—. Yo, por lo visto, no he hecho nada.

—Bueno, tú hiciste un poquito —respondió Peter, y siguió bailando.

—¡Un poquito! Pues si no sirvió de nada, por lo menos puedo retirarme —dijo ella, saltando sobre la cama y cubriéndose la cabeza con las sábanas.

—¡Oh, Wendy, no te retires —dijo Peter con gran alarma—. No puedo menos que cacarear cuando me pongo contento. Una niña vale más que veinte niños.

Ahora sí estuvo inteligente Peter. Wendy no pudo resistir su voz suplicante y se levantó otra vez. Hasta ofreció darle a Peter un beso. Peter no entendió lo que quería decir, pero, mirando el dedal que tenía Wendy en la mano, creyó que eso sería lo que quería darle, y tendió la mano pidiéndoselo. Wendy comprendió en seguida que el pobre niño no sabía qué cosa era un beso, pero como era una niña amable, con inclinaciones de mamá, no quiso molestarle riéndose de él, y le puso el dedal en la mano.

A Peter le llamó mucho la atención el dedal, cosa que no conocía.

—¿Te doy un beso yo a ti? —le preguntó a Wendy. Y se arrancó de la chaqueta un botón en forma de bellota, y se lo presentó a la niña.

Wendy en seguida lo enganchó en una cadena que llevaba alrededor del cuello, y, olvidándose de la ignorancia del niño, le volvió a pedir un beso.

Él le devolvió el dedal.

Ella se corrigió entonces y dijo:

—Oh, no, no es un beso lo que quiero ahora, es un dedal.

—¿Y eso qué es?

—Es así —respondió Wendy, y le dio un beso suave en la mejilla.

—¡Oh —exclamó Peter— qué bonito!

Y comenzó a darle dedales en pago, y desde entonces siempre le llamó besos a los dedales y dedales a los besos.

—Pero Peter, ¿qué edad tienes?

—No sé, pero soy muy chico. Me escapé de mi casa el día que nací.

—¿Te escapaste? ¿Por qué?

—Porque oí a mi papá y a mi mamá hablar de lo que yo iba a ser cuando creciera. Yo no quiero crecer; yo no quiero ser grande. Quiero ser siempre niño y jugar y divertirme. Por eso me escapé y me fui a vivir donde viven las hadas.

Wendy se quedó silenciosa del asombro y del contento de estar junto a un niño que conocía a las hadas. Al fin dijo:

—Peter ¿es verdad que conoces a las hadas?

—Sí, pero muchas se han muerto ya. Sabes, Wendy, cuando el primer niño se rió por primera vez, la risa se rompió en mil pedazos como si fuera cristal, y cada pedazo comenzó a bailar, y así nacieron las hadas. Y ahora, cada vez que nace un niño, su primera risa se vuelve un hada. Debería haber, por eso, un hada por cada niño y cada niña, pero no las hay. Los niños saben ahora demasiado. Pronto comienzan a decir que no creen en las hadas, y cada vez que algún niño dice: “No creo en las hadas”, un hada cae muerta.

Peter pensó que ya había hablado bastante de las hadas, y de pronto se puso a mirar a todos los rincones de la habitación, como si buscara algo. ¡El hada Tinker Bell había desaparecido!

Pero antes de que Peter llegara a alarmarse se oyó un tintinear de campanitas de plata, y Peter entendió este lenguaje, porque conocía bien el de las hadas. Abrió rápidamente el cajón donde estuvo guardada su sombra, y de allí salió Tinker Bell, muy enojada con él porque la había encerrado allí sin darse cuenta de lo que hacía. Giró por todo el aposento tintineando con enojo, pero Wendy lanzó tal exclamación de deleite ante la idea de ver una verdadera hada, que Tinker se espantó y se escondió detrás del reloj.

—Pero Peter —dijo Wendy—, ¿vives con las hadas, o dónde vives?

—Vivo con los Niños Perdidos.

—¿Quiénes son?

—Son los niños que se caen de los cochecitos cuando las mamás están mirando a otro lado. Si no se reclama a estos niños dentro del plazo de siete días, se les mantiene muy lejos, en la Tierra de Nunca-Nunca-Nunca. Yo soy su capitán.

—¡Oh, qué cosa tan divertida! ¡Qué vida tan alegre han de llevar! Pero Peter ¿por qué venías a mirarnos por la ventana?

Peter le respondió que venía por oír los preciosos cuentos que les contaba su mamá, porque los Niños Perdidos no tenían mamás, y nadie les contaba cuentos. Le refirió también que él capitaneaba a los niños contra sus enemigos, los piratas y los lobos, y que gozaban mucho bañándose en la Laguna, donde hermosas sirenas cantaban y nadaban todo el día.

—Tengo que regresar ahora —dijo—; los otros niños estarán ansiosos por saber el final del cuento del Príncipe y la zapatilla de cristal. Yo les conté todo lo que sabía, y quieren saber cómo acaba.

Wendy le rogó que se quedara.

—Te contaré muchos cuentos —le prometió—, todos los cuentos que quieras, con tal de que te quedes.

—Mejor ven conmigo, Wendy —dijo Peter—. Allá nos puedes contar los cuentos, y zurcirnos las medias, y hacernos bolsillos, y acostarnos a dormir en la noche. No tenemos quien nos cosa las medias ni quien nos acueste en la cama. Todos los niños quisieran tener madre. Vamos, Wendy, ven.

Wendy se sintió tentada de ir, pero se contuvo:

—No puedo, Peter. Piensa en mi mamá. Además, yo no sé volar.

—Te enseñaré, Wendy.

Esta promesa pudo más que todo.

—Peter ¿también enseñas a volar a Juan y a Miguel?

—Sí, si quieres.

Despertaron, pues, a Juan y a Miguel, y apenas oyeron ellos decir que había piratas en la Tierra de Nunca-Nunca-Nunca, declararon que querían irse en seguida. Miraron a Peter volar por el aposento, y trataron de imitarlo, agitando los brazos con torpeza, al principio, como pájaros pequeños, y girando y tropezando por todos lados. Parecía cosa fácil volar, pero por más que saltaban y saltaban concluían por tocar el suelo en vez de mantenerse en alto.

—¡Ya, yo sé, Wendy! —exclamó Juan; pero pronto vio que no había atinado. Ninguno de ellos podía volar ni una pulgada.

—Así nunca se aprende —dijo Peter—, tengo que echarles polvo de hadas. Bueno: ahora hay que mover los hombros como yo.

Así lo hicieron, y vieron que ya podían volar; poco, al principio, de la cama al suelo y del suelo a la cama; y luego, haciéndose más valientes, por encima de la cama, y al fin a través de todo el aposento, casi con la misma facilidad que Peter. Iban para arriba y para abajo, y daban vueltas en redondo.

—Tink, ve tú delante —dijo Peter. El hada diminuta se lanzó por la ventana, recta como una estrella errante. Ninguno de los niños tuvo tiempo de ponerse su ropa de día, y se fueron con sus trajecitos de dormir, pero Juan cogió su sombrero al salir por la ventana, seguido de Miguel. Peter Pan tomó de la mano a Wendy, y se fueron flotando por las profundidades azules de la noche llena de estrellas.

Minutos después, la señora de Darling, que acababa de regresar de la calle, entró corriendo al aposento, llena de temor, y Nana detrás de ella, porque Nana había estado inquieta por los niños y al fin había logrado romper su cadena. Pero era tarde. Los niños iban ya en camino de la Tierra de Nunca-Nunca-Nunca.  ~

 1. Pronúnciese Píter.

DOPSA, S.A. DE C.V