Peligros y maravillas de mi glorioso balcón

Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP

Texto de 08/07/20

Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP

Tiempo de lectura: 4 minutos

Algo misterioso le pasó al arquitecto cuando un día de los años 70 concluyó el diseño de mi edificio, y en los planos no advirtió que a los departamentos les había creado una deformidad congénita: aunque sala, comedor, baño y otras áreas eran pequeñas, a lo sumo moderadas -acordes a una ciudad que engordaba dramáticamente hacia los lados y arriba-, un espacio era absurdo: creó a cada vivienda un balcón de 2 metros de largo por 30 centímetros de ancho.

De largo, bien. Hay espacio para poner flores y plantas en la barda, mirar los edificios que se alzan delante, divisar en la lejanía un trocito del Ajusco, contemplar hules y otros árboles de la calle. 

Pero el ancho sí es un problema. Apenas cabe el largo de un zapato, y en sus dos mosaicos que se van extendiendo en fila no hay modo de caminar si uno no avanza en puntas de pie, como bailarina. Y claro, quien se atreva a trasladarse en lo que los clásicos del ballet llaman temps de pointes —paso que los otros vecinos dominan tras años de arduos entrenamientos—, a la destreza hay que añadirle valor: la cornisa es tan pero tan baja que no llega ni a las rodillas. Es decir, puedes dominar la técnica mejor que Ana Pavlova pero si un día te falla caerás al vacío desde este tercer piso, poco aconsejable porque hay 15 metros de aquí al pavimento. Cuando alguien sale a regar las plantas, los vecinos de los edificios de enfrente se quedan atónitos: observan el acto perdiendo la respiración como si admiraran temerarias ejecuciones de acróbatas rusos del Cirque du Soleil. 

Por todo eso, y porque sufro de vértigo, yo salía poco o nada a mi balcón. Esa franja para el equilibrismo se mantuvo eternamente cerrada, e incluso con llave porque mi retoño estaba en días de guardería y podía acercarse.

“Por esos días coloqué en mi mesa de Robinson Crusoe mi especialidad (tarta de arroz con crema, atún y queso manchego gratinado) y abrí mi vino Catoño de 79 pesitos en Chedraui para sentirme un príncipe en una terraza de Barcelona aunque mi bolsillo lloriquee.”

Los hermosos malvones que hace una década me regaló mi madre para que dieran vida a mi nuevo hogar desfallecieron y se alimentaron de la escasa agua ácida de las lluvias: tristes, grises y lánguidos, parecían arbustos del exterior de Metro Pantitlán. 

Hasta que llegó una pandemia. Se sucedían las horas, unas tras otra. Las semanas, una tras y otra. Y entonces noté que el aire de casa, cuando uno la habita sin cesar, se enturbia. Se vuelve pringoso como la humedad, denso como el barro, caliente como cuando de niño, una mañana de verano, te obligaban a ponerte un suéter que picaba para ir a pasear.

No solo yo, sino el pobre aire se estaba asfixiando: por la supervivencia de ambos decidí abrir mi balcón. La desusada puerta corrediza sonó áspera, se quejó raspando el suelo como cuando Indiana Jones corre un portón de piedra sellado por siglos. La luz y la brisa entraron a casa sin pedir permiso y armaron una fiesta.

Desempolvé un mantelito campestre que yo mismo confeccioné con un saldo de La Parisina, y lo extendí sobre una diminuta tabla de plástico a la que le encajé dos patas para que fuera mesa. Llevé mi café, y desde el balcón contemplé con aire pensativo el exterior. Por esos días coloqué en mi mesa de Robinson Crusoe mi especialidad (tarta de arroz con crema, atún y queso manchego gratinado) y abrí mi vino Catoño de 79 pesitos en Chedraui para sentirme un príncipe en una terraza de Barcelona aunque mi bolsillo lloriquee. 

Otra vez abrí mi cerveza Barrilito, en cuya compañía leí de un tirón Rastro de un Sueño, fresco como la burbujeante malta helada que me aliviaba en el crepúsculo.

“Ella bebe su digestivo (leche helada con Nesquik de fresa) y yo mi sabroso rompope poblano La Casita.”

Un día me tocaba paternidad. La pequeña entró a casa y me dijo sorprendida al ver la mesita con el mantel de flores rosas: “¿Abriste el balcón? Qué raro”. Estuve a punto de filosofar sobre esta nueva era en que el mundo entero tiene el tamaño de casa y más nos vale descubrir y conquistar nuevos territorios (la azotea, el balcón) con nuestros trajes guerreros de pants y pantuflas, pero me limité a responder “¿No te gusta? Mira qué hermoso”, le dije señalando el balcón iluminado. 

Su respuesta fue ir a su cuarto, traer el Gato Tridimensional, el Uno, el Yahtzee y el Dominó, acomodar dos sillitas y organizar en el balcón unos fantásticos torneos que se extienden horas después de comer alitas picantes, Chips Fuego, hamburguesas, helado de chocolate bañado de La Lechera y otros alimentos igual de sanos. Ella bebe su digestivo (leche helada con Nesquik de fresa) y yo mi sabroso rompope poblano La Casita. A veces sacamos montones de plumones y pintamos, y otras nos ponemos científicos y para trazar nuestra propia curva de contagios y calcular el fin de la cuarentena husmeamos hacia abajo contando cuántos caminan sin cubrebocas en esta calle.

Cuando se está yendo el sol me ocupo de los malvones: sus pétalos han recuperado vigor, color, salud. Milagro: han vuelto a vivir. Les arrojo agua mediante el temps de pointes, el paso de bailarina que pese a todos los peligros ya he aprendido a ejecutar con arrojo, seguridad y alegría en nuestro adorado balcón. EP

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