Paratextos. Mario Levrero: Entre el realismo delirante y el absurdo”

Columna mensual de Claudia Cabrera Espinosa

Texto de 10/09/19

Columna mensual de Claudia Cabrera Espinosa

Tiempo de lectura: 7 minutos

No resulta sencillo hacer una construcción de la figura de Mario Levrero (Montevideo, 1940-2004). No tanto por una cuestión espacial o temporal, como puede ocurrir al esbozar una semblanza de autor, sino porque su obra narrativa —especialmente sus novelas— está plagada de elementos autobiográficos y monólogos interiores que encajan muy bien con la idea de Mario Levrero que podemos hacernos a partir de sus entrevistas y diarios. Todo estudioso de la literatura —y cualquier lector audaz— sabe que los escritores son mentirosos por antonomasia y que se debe dudar de todo aquello que expresen, ya sea escrito por ellos mismos o por la mano de un tercero. Para conocer la psicología de un autor puede incluso valer más el adentrarnos por los vericuetos de su escritura y permitir que su cauce, o bien la profundidad de las huellas que deje en el alma del lector, construya al personaje que va fabulándose a sí mismo. Si, al final, terminamos con una idea equívoca del escritor en cuestión, tampoco será cosa grave, pues no estamos aquí para hacer biografías.

Sea cual fuere el caso, partiremos de los datos conocidos del escritor uruguayo antes de establecer cualquier vínculo con los narradores de sus obras. Nacido como Jorge Mario Varlotta Levrero, nombre con el que firmaba sus historietas, pasó la mayor parte de su vida en Montevideo, su ciudad natal, con algunos periodos en las también uruguayas Colonia y Piriápolis. Fue librero, creador de crucigramas, fotógrafo, columnista, autor de un Manual de parapsicología y tallerista literario. Entre una cosa y otra, y antes de recibir la beca Guggenheim en 2000 —gracias a la cual concluyó La novela luminosa, publicada póstumamente—, tuvo periodos en los que se dedicó casi exclusivamente a leer y fumar. Se le suele clasificar en el grupo de los “raros”, junto a Felisberto Hernández y Marosa di Giorgio, y dedicó buena parte de su vida a la lectura de novelas policiacas. En 1998, él mismo escribió una muy cercana al género, Dejen todo en mis manos, publicada en México por Random House. En ésta, el narrador —un escritor— acude a una editorial para presentar su más reciente obra al Gordo, amigo suyo. Éste le dice que no está mal, pero no es lo que buscan. Sin embargo, afirma, le ayudará a conseguir la publicación si antes hace un trabajo para ellos: dar con el paradero de Juan Pérez, el presunto autor de una novela de ésas que no se pueden soltar, cuya autorización requieren para poder vender los derechos de autor a los suecos. El protagonista acepta y comienza, gracias a un adelanto del pago, un hilarante viaje hacia Penurias, en el interior del país. Otras pequeñas ciudades mencionadas son Miserias y Desgracias. Cabe aquí mencionar que si nos basáramos en la obra de Levrero para recrear la geografía de la provincia uruguaya —o, peor aún, para hacer una guía turística—, nadie jamás pondría un pie en ninguna de sus ciudades. Penurias, por ejemplo, “rezumaba aridez”, “un aire caliente resecaba las fosas nasales y dejaba una impresión irritante, venenosa”; el tiempo parece haberse detenido y los habitantes están como abotagados. Tras pedir un almuerzo en un bar, el narrador describe el lapso interminable que tuvo que esperar por él de la siguiente manera: “Ordeñaron la vaca, amasaron y hornearon las medialunas, cortaron las rebanadas de queso y fiambre, se calentó la máquina del café, y finalmente todo lo pedido fue pasando placenteramente a mi estómago”. Esta ambientación inicial, debe decirse, adquiere un tono jovial a medida que seguimos las andanzas del personaje en busca del tal Juan Pérez. Encontramos aquí algunos elementos recurrentes en buena parte de la obra de Levrero: mujeres inalcanzables, prostitutas, sucesos incomprensibles, un protagonista escritor y una narración en primera persona. Es una buena opción para incursionar en el mundo del autor antes de sumirnos irremediablemente en el delirante universo levreriano que permea la mayoría de sus cuentos y buena parte de sus novelas.

Una de las obras más celebradas del escritor uruguayo es La novela luminosa, que cuenta con un extenso Diario a manera de prólogo —de más de cuatrocientas páginas—, en donde narra su día a día durante el año en que le otorgaron la beca, es decir, de agosto de 2000 a agosto de 2001. Los detalles de su cotidianidad, que comienzan describiendo la compra de unos sillones, su adicción a jugar Golf en la computadora (un solitario con barajas) y su creación de un programa en Visual Basic para no olvidar tomarse sus medicamentos, además de sus lecturas —Rosa Chacel, W. Somerset Maugham, Raymond Chandler y Philip K. Dick, entre otros— y sus horas de irse a la cama (por lo general, cerca de las cuatro de la mañana), van in crescendo conforme el lector se familiariza con los personajes con quienes convive y se va desarrollando la trama como sin querer. Este recurso recuerda inevitablemente El libro vacío, de Josefina Vicens, en donde el narrador admite su imposibilidad de escribir una novela. En la obra de la mexicana, el personaje afirma estar escribiendo el relato en un cuaderno aparte, que el lector nunca llega a leer, mientras se desarrolla una historia compleja entre su vida doméstica y su lugar de trabajo. En el libro de Levrero, en cambio, el volumen en cuestión existe y se incluye en la misma edición; se trata de La novela luminosa. Aunque en un principio el autor pidió la beca para terminar esta obra —comenzada en 1984—, lo que en realidad hizo fue dejarla como estaba y escribir un Diario. Aunque desde cierto punto de vista podría considerarse una pequeña trampa, e incluso una tomadura de pelo, la confección de esta novela íntima deja vislumbrar su maestría para transmitir emociones a partir de cosas menudas —un día de sol, el horario del supermercado— y crear sensaciones afectivas con los personajes tanto recurrentes —una mujer que lo visita y pasa con él algunas noches— como incidentales —sus amigos, los asistentes a sus talleres—. Así que si alguien se considera capaz de crear una verdadera obra literaria a partir de su cotidianidad y lograr interesar y conmover al lector, adelante, y que le aproveche —si vale lo que ésta, ojalá le den la beca Guggenheim—.

En cuanto a la “verdadera” novela luminosa, debe decirse que tiene una línea muy parecida a la del Diario. Una pluma masculina, una primera persona narrativa, recuerdos de mujeres, anhelos de otras. Es, sin embargo, notoriamente distinta al texto que lo prologa. Es más ordenada, más condensada. Parte de una serie de momentos “luminosos” en la vida del narrador dentro de un cúmulo de sentimientos e imágenes oscuros: la percepción del mundo desde la mirada de un perro, un encuentro sexual —y otro más—, la sensación de que su literatura es más importante que él mismo, una muchacha hermosa, saberse loco; todo ello dictado por un demonio. La novela, al igual que el Diario, está llena de digresiones y momentos lúcidos; de acciones precisas y descripciones carnavalescas. Sirvan de ejemplo las siguientes líneas sobre los ruidos de una de sus amantes al alcanzar un orgasmo:

[…] modulaba las quejas amorosas más profundas y prolongadas, llenas de matices, con notas que llegaban desde el mismo Infierno, quejas de almas en pena, hasta cantos de pájaros en las ramas de un árbol cargado de frutas, a pleno sol, y por encima aún el cielo poblado de ángeles con mandolinas que entonaban canzonetas y cánticos sublimes, y un director de orquesta, de frac impecable con una rosa en el ojal de la solapa, señalaba con total precisión la entrada de cada voz, de cada matiz, de cada suspiro.

Si bien La novela luminosa es un colofón brillante para la narrativa de Levrero, quizá debíamos haber comenzado por el principio, al menos de sus obras de largo aliento —sus siete libros de cuentos merecerían una columna aparte—. Sus primeras tres novelas —La ciudad (1970), París (1980) y El lugar (1982)— han sido publicadas bajo el título de Trilogía involuntaria (Debolsillo, 2008). Son, a mi parecer, sus libros más sobresalientes, que no es poco decir. La ciudad presenta a un hombre que se enfrenta a un mundo inhóspito, absurdo e incomprensible. Al principio de la novela se encuentra en una casucha medio inundada, sin luz y sin calefacción. La llegada de la noche es inminente y llueve, así que decide ir al “almacén”, que ni siquiera sabe bien dónde está, a media tormenta. Sale de la casa y camina, y camina, hacia cualquier lado. Y se sube a un camión que va hacia cualquier otro lado y lo baja en un punto indeterminado. Lo que le ocurre a continuación es un conjunto de situaciones azarosas, extrañas y aberrantes. Una sucesión de caminatas sin rumbo con una precariedad material y, sobre todo, espiritual.

Algo similar ocurre en El lugar, pero el autor le aprieta un poco más las tuercas al orden de lo imposible. El personaje se encuentra, al principio del relato, en un sitio desconocido conformado por una serie de habitaciones sin ventanas. Va pasando de una a otra encontrando enseres domésticos que le permiten una frugal subsistencia. En otro cuarto halla gente que habla una lengua incomprensible, una muchacha que pasa la noche con él, una familia. Un conjunto de cuartitos cuya extrañeza remite a la de aquella película de finales de los años noventa llamada El cubo, aunque sin tanta sangre. La desesperación va carcomiendo al lector mientras el personaje deambula entre cuartito y cuartito.

Finalmente, París entra ya en la línea de lo delirante —quizás a eso se deba esta elección—. El narrador describe su llegada a la Ciudad de la Luz tras un viaje de trescientos años en ferrocarril. No tiene dinero, ni amigos ni destino. Una vez más el protagonista es llevado —arrastrado, zangoloteado, aporreado— por una vorágine de circunstancias excéntricas a caballo entre lo absurdo y lo fantástico: choferes de taxi que mueren en sus asientos, hombres alados, un desajuste temporal que mezcla el presente narrativo con la ocupación alemana en la capital francesa, etcétera. Hasta aquí el adelanto de las novelas de Levrero, quien, a todo esto, era un gran detractor de los prólogos —aunque la edición incluye algunos, breves, en el apéndice—.

Sólo me queda agregar de esta magnífica tríada que no decepcionará a los amantes de los vuelcos emocionales, y racionales. Asimismo, si bien es Kafka con quien se ha emparentado al autor uruguayo ad infinitum —y con razón, pues Levrero declaró que leía El castillo por las noches y escribía La ciudad durante el día—, no es disparatado relacionarla con la trilogía —también involuntaria— del Premio Nobel irlandés Samuel Beckett, conformada por Molloy (1951), Malone muere (1951) y El innombrable (1953). Los distintos personajes de Levrero recuerdan sin duda al vagabundo beckettiano que va por el mundo con un puñado de piedras en el abrigo a las que, de cuando en cuando, da algunas chupadas para calmar el hambre. Hambre de alimento, de compañía, de cariño, de cualquier cosa que le dé un poco de sustancia al alma y permita seguir viviendo. EP

DOPSA, S.A. DE C.V