Paratextos. Lo perturbador en la cotidianidad: La narrativa de Samanta Schweblin

Columna mensual de Claudia Cabrera Espinosa

Texto de 08/07/19

Columna mensual de Claudia Cabrera Espinosa

Tiempo de lectura: 7 minutos

El primer libro de Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) que tuve en las manos fue Siete casas vacías (Páginas de Espuma, 2015). El cuento inaugural me impactó a tal grado que convirtió a la narradora argentina en una de mis escritoras favoritas; así, en automático. Desde entonces regalo libros suyos a la gente en sus cumpleaños, la recomiendo a quien se deje y resumo el relato en cuestión de vez en cuando, generalmente con pobres resultados; espero que ésta sea la excepción.

Una madre y su hija pasean en coche por un barrio residencial con caserones amplios y hermosos. “¿Qué es lo que estás haciendo, mamá?”. “Miramos casas”. “¿Miramos casas?”. “Miramos casas”. La madre lleva demasiado rímel en las pestañas, conduce un coche viejo y oxidado que contrasta con los bellos jardines del barrio. Da un mal giro y las llantas se atoran en un césped lodoso frente a una bella residencia. Mientras tratan de solucionar el problema, sale la propietaria de la casa y se queja de los daños causados. La madre ignora sus reclamos y le pide que llame una ambulancia. No se siente bien, asegura. La mujer las deja entrar a su vivienda y, una vez dentro, la madre aprovecha para examinar el espacio, mover objetos de un lado a otro, tender una cama, robar una azucarera. Nos enteramos por la narradora de que no es la primera vez que lo hace. Desde que ella era pequeña, la madre tiene esa costumbre de mirar casas, entrar en ellas, acomodar cosas; acciones aparentemente triviales que revelan frustración e inestabilidad y producen en el lector una mezcla de compasión y vergüenza ajena. Allanar propiedades, envidiar la amplitud, el orden, la calma, llevarse artículos con valor sentimental.

Tras la lectura de este primer relato (“Nada de todo esto”), no me quedó más que devorar el resto del libro, en el que destacan, a mi gusto, “La respiración cavernaria” y “Un hombre sin suerte”. Sin embargo, los siete cuentos que lo conforman revelan una nueva manera de mostrar las debilidades humanas y sus excentricidades. Sin abandonar el realismo, el tono carnavalesco y delirante de los relatos permite incluirlos dentro de la narrativa de lo inusual. Siete casas vacías obtuvo en 2015 el IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero.

El siguiente libro de Schweblin que tuve en mi poder fue la edición de Almadía de Pájaros en la boca (2010). En este caso, el cuento que da título al volumen es por mucho el más inquietante. Se trata de una niña que come pájaros —vivos—. Esta imagen es perturbadora en sí misma: un pico, unos ojos diminutos, alas, plumas, el crujido de los huesitos en la boca. El dilema de qué hacer al respecto recae en los padres, una pareja separada que lidia con una hija que se niega rotundamente a comer cualquier otra cosa. En algunos de los relatos de este libro, Schweblin incursiona en lo fantástico.

En el segundo de ellos, “Conservas”, una mujer embarazada quiere detener la gestación de su bebé y llevar el proceso en sentido opuesto, como emprender un viaje en sentido contrario: “No es la alegría de partir, sino la de quedarse. Es como si al mejor año de tu vida le agregaras un año más, bajo las mismas condiciones”. En este caso, además del fenómeno sobrenatural, destaca la cuestión de la maternidad en la época contemporánea. La mujer debe enfrentar a sus suegros y a sus propios padres al tomar la decisión de postergar su embarazo en una búsqueda de su propia liberación.

Otro de los cuentos fantásticos de Pájaros en la boca es “Mariposas”, en el que los niños de un colegio salen convertidos en crisálidas ante la mirada atónita de sus padres. En otros, como “En la estepa”, la autora nos sitúa en el mundo de lo extraño. Una pareja viaja al campo en busca de un espécimen cuya naturaleza desconocemos: “Siempre me pregunté cómo serán realmente. Algunas veces conversamos sobre esto. Creo que son iguales a los de la ciudad, sólo que quizás más rústicos, más salvajes. Para Pol, en cambio, son definitivamente diferentes”. La ambigüedad de estos seres los emparenta con la migala, de Arreola, los cronopios y las famas, de Cortázar, o los animalillos que hervían en la gran olla de la “Alta cocina” de Amparo Dávila. Todos ellos provocan una extrañeza en el lector, quien combatirá su propia indefensión ante lo desconocido. Pájaros en la boca obtuvo el premio Casa de las Américas en 2008.

La primera novela de Schweblin se titula Distancia de rescate (Almadía, 2014) y ha sido acreedora de los premios Tigre Juan 2015 y el Tournament of Books 2018. Narra la historia de Amanda, quien pasa unos días en una casa de campo alquilada al lado de Nina, su hija pequeña. La relación entre ellas es el hilo conductor de la obra, y el título, como se explica en las páginas de la nouvelle, define la distancia variable que separa a la madre de su hija: “Me paso la mitad del día calculándola, aunque siempre arriesgo más de lo que debería”, confiesa Amanda. La dueña de la casa de campo es Carla, que tiene un hijo pequeño, David, quien se comporta como si fuera un adulto y sostiene con la inquilina un diálogo en donde se invierten los papeles y él lleva la voz cantante. En apenas 126 páginas, Schweblin escribe una historia de terror en torno a los temores de la maternidad, una crítica a la toxicidad que ha llegado al campo argentino —uno de los personajes es víctima de envenenamiento a causa de los químicos que se esparcen sobre los campos— y un diálogo que convierte la voz de Amanda en una desgarradora confesión que el personaje irá ordenando en un afán de comprender su propio mundo. Distancia de rescate será llevada a la pantalla por Netflix a cargo de la directora peruana Claudia Llosa; el rodaje —que comenzó en febrero de este año— se lleva a cabo en Puerto Varas, Chile.

La novela más reciente de la autora argentina es Kentukis (Random House, 2018), y definitivamente la confirma como una de las narradoras más sobresalientes de nuestro tiempo. Aquí se mezclan el voyerismo, el miedo a la soledad y la victoria de la virtualidad sobre la vida real. En una serie de capítulos sin título ni numeración, Schweblin describe la relación de un grupo de personas de diferentes nacionalidades —radicados en sus respectivos países— con sus kentukis. Éstos son unas mascotas afelpadas de unos 30 centímetros de alto que vienen en diferentes modelos: dragones, cuervos, conejos, lechuzas, topos, pandas, etcétera. Los kentukis se mueven y se recargan como un juguete común, pero lo inquietante de ellos es que detrás de sus tiernos ojillos se encuentra una cámara que registra todos los movimientos de su amo. Y no sólo eso, sino que detrás de cada cámara hay un par de ojos humanos que todo lo ven, desde algún remoto lugar del mundo.

El planteamiento, digno de un capítulo de Black Mirror, describe un mundo futurista absolutamente verosímil, lo que contribuye a crear el terror en la obra. En Kentukis, unos son observadores y otros son observados; el universo se divide entre voyeristas y exhibicionistas; entre mascotas y amos. Esta designación de papeles no es más que una hiperbolización de aquellos que asumimos todos los días en las redes sociales. Mientras algunas personas publican día a día fotos de sus alimentos, sus hijos, sus lecturas o sus boletos del cine, hay quienes están sentados en la oscuridad observando cuanto aparece frente a sus pantallas, juzgando quizá con un halo de superioridad moral, pero viendo, al fin. Al igual que en las redes sociales, en la novela también es posible ambas cosas: tener un kentuki y ser un kentuki. Pasar el día viendo en una computadora o tablet lo que hace alguien más, mientras un muñeco revolotea a nuestro alrededor mirándonos como si fuéramos un dios. Ronroneando por un poco de atención o chillando cuando su campo de visión es muy limitado. El don de la palabra no les ha sido otorgado; no obstante, el deseo de comunicarse es tan fuerte, que algunas parejas de amos/kentukis desarrollarán ingeniosos mecanismos de diálogo.

El comienzo del libro es un indicador de que Schweblin no se va a andar a medias tintas: “Lo primero que hicieron fue mostrar las tetas. Se sentaron las tres en el borde de la cama, frente a la cámara, se sacaron las remeras y, una a una, fueron quitándose los corpiños”. Estas líneas dilatan las pupilas del lector morboso que imagina una novela sobre adolescentes alocadas explorando su sexualidad. Sin embargo, ése no es el cauce principal de la novela; es un cebo que nos prepara para lo que está por venir. Lo impactante de la obra no radica en el contenido sexual —no es tan sencillo—, sino en las preguntas que genera cada una de las situaciones retratadas. Dado que Kentukis está conformada por una diversidad de historias, cada personaje establece una relación particular con su mascota, de la que se desprende una serie de cuestiones éticas, sentimentales, legales, artísticas, pedagógicas, etcétera.

Un kentuki puede grabar desnudos, pero también proteger a su amo, extorsionar, conocer un país lejano, establecer lazos afectivos, robar, buscar la libertad. El dueño del kentuki, a su vez, puede cuidarlo y quererlo como a un perrito, buscar al ser humano detrás de él, procurar una amistad, ignorarlo, torturarlo, hacer de él su esclavo, aferrarse a él como a una fuente de cariño incondicional. En ambas direcciones las posibilidades son infinitas. Lo interesante de la obra es la cuidada confección de cada uno de los escenarios presentados. Para ello, tanto la globalización como los viajes y las estancias de Schweblin —quien radica en Berlín— en otros países contribuyen a que la autora se sienta a sus anchas describiendo acciones que suceden en Venezuela, Italia, Croacia, México y Francia, entre otros lugares.

Una vez descritas las distintas relaciones entre los amos y los kentukis, las historias se van volviendo más complejas. Se presenta el peligro de los vacíos legales en torno a las mascotas —¿se puede proceder legalmente contra ellas?—; la impotencia de los peluches al ser testigos de un crimen; la problemática de qué hacer con ellos cuando mueren —¿tirarlos o enterrarlos?—, y la discusión de si son apropiados o no para los niños, por mencionar algunas situaciones escabrosas.

El abanico de posibilidades que abre la existencia de los kentukis es muy vasto. Uno de los personajes se pregunta por qué no hay noticias de su utilización para hacer estallar una bomba o para chantajear a un operador aéreo; por qué no los emplean para filtrar información de Wall Street y hacer quebrar a la bolsa. Sí, podría ocurrir eso, u orquestar fraudes millonarios o planear magnicidios o secuestros. Sin embargo, la brutalidad de Kentukis no radica en la creatividad de los estafadores o psicópatas, que también los hay, sino en el interés por adentrarse en historias menudas y previsibles, profundamente humanas; en la curiosidad de los ricos por entrar a las casas de los pobres sin ensuciarse; en el deseo de tocar la nieve al otro lado del mundo con las manos de un peluche que se han convertido en una extensión de las nuestras o en el anhelo de sentir que alguien nos necesita mientras observamos con idolatría a un desconocido cepillándose los dientes. EP

DOPSA, S.A. DE C.V