Pantalla dividida: Las particularidades del hurto

Columna mensual

Texto de 24/06/19

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El cine hollywoodense es una fotocopiadora creativa: la industria está en una permanente búsqueda urgente de buenas ideas, y las buenas ideas, a diferencia de lo que enseñan los gurús del emprendedurismo creativo, son finitas. “Se narra un viaje o se narra un crimen. ¿Qué otra cosa se puede narrar?”, afirma Ricardo Piglia en Crítica y ficción, y Hollywood está consciente de la ineludible gravedad de esa noción: hay muy pocas historias para satisfacer la creciente demanda de ficciones.

En consecuencia, la industria hace lo que suelen hacer las industrias en estos casos: generar más productos parecidos a los que el público prefiere. La mimeografía creativa ha existido desde que el cine es negocio. De las décadas de los treinta a los sesenta, géneros populares como el western, el noir y el horror gótico vie- ron nacer infinitos clones que copiaban su secuencia genética, dentro y fuera de Estados Unidos. Aunque ya comenzaban a censurarse, el plagio y la imitación eran entonces plenamente asumidos en la industria, tanto como ahora, pero con menor pudor. Con el tiempo, las restrictivas leyes de derechos de autor se impusieron, limitando el número de remakes no oficiales que podían realizarse. Por supuesto, la clonación no se canceló por una irrelevante minucia como los derechos de autor. Al contrario: el hurto creativo tan sólo refinó sus técnicas para los nuevos tiempos.

Para los años setenta y ochenta, las copias y los pillajes cinematográficos habían abandonado el descaro y se habían internado en la simulación. Películas como Orca, la ballena asesina, de Michael Anderson, o Piraña, de Joe Dante, tomaban todo de Tiburón, de Spielberg, y aunque ambas recibieron críticas por copionas, las dos funcionaron en taquilla. (Con el tiempo, ambas fueron relativamente reivindicadas por su valor cinematográfico intrínseco.) Las cosas no cambiaron mucho entre aquellos años y los nuestros. En las últimas dos décadas, la productora The Asylum se ha mantenido en números negros gracias a películas de bajo presupuesto que capitalizan los blockbusters del año en curso. Las películas para la televisión por cable son también terreno fértil para las copias baratas: hay que llenar la programación con algo, y dado que las cadenas de cable suelen transmitir las veinticuatro horas del día, se impone la necesidad de que ese algo que llena la programación sea, al mismo tiempo, económico y atractivo. Así, la copia barata —conocida como knock-off o rip-off— ha florecido en ese campo a manos de productoras como The Asylum o Jetlag Productions, especialista en películas animadas que capitalizaban los lanzamientos de Disney, a su vez basados en viejos cuentos típicos.

Fue en ese panorama, de natural propenso al pillaje creativo, que apareció un nuevo actor, a medio camino entre el poderío económico de los grandes estudios, la inescrupulosidad de las productoras independientes de- dicadas a ordeñar los blockbusters ajenos y la necesidad imperiosa de llenar la programación con una oferta que satisfaga al mayor porcentaje del público posible.

Ese actor era —quién más— Netflix.

A Quiet Place, de John Krasinski, es una película de horror y ciencia ficción que el año pasado sacudió la taquilla inesperadamente, con un presupuesto de alrededor de veinte millones de dólares y una recaudación de más de trescientos cuarenta. La posible razón de su éxito radica en un sensacional y elemental rasgo que casi la vuelve una cinta interactiva. En la película, situada apenas en el año 2020, la humanidad ha sido invadida por unas sanguinarias criaturas extraterrestres que cazan apoyadas en un extraordinario sentido del oído. Ante las habilidades de los nuevos dueños de la cadena alimenticia, la civilización se derrumba y las personas se ven orilladas a vidas cuasimonásticas donde se busca el silencio a toda costa: un grito o un teléfono sonando podrían redundar en aquellos extraterrestres devoran- do al ruidoso en cuestión.

Ver A Quiet Place en la oscuridad y el silencio de una sala de cine era una experiencia que rebasaba por mucho los tropiezos de la cinta: los espectadores nos con- traíamos en el asiento, angustiados ante la posibilidad de que alguno de los chasquidos bucales de la ingesta de nachos con queso extra provocara la muerte de alguno de los personajes. En la función a la que fui, un espectador, invadido por una intensa neurosis, llegó al extremo de susurrar un regañón “¡Shhhh!” cuando a su acompañante se le ocurrió dar un trago de agua demasiado ruidoso.[1]


[1] Lo sé porque yo era ese espectador.

A Quiet Place actualizaba la vieja tradición del gimmick —que consistía en involucrar a la audiencia al colocar props en las salas, como esqueletos, o al pedirle que hiciera algo, como votar por un final— al lograr que la audiencia enmudeciera por hora y media sin jamás pedirlo directamente, pero creando una atmósfera que favorecía el mutismo. No era la primera película que empujaba a sus protagonistas a guardar silencio —poco antes, Hush, de Mike Flanagan, y Don’t Breathe, de Fede Álvarez, colocaban a sus protagonistas en escenarios parecidos, y hace más de medio siglo, Rififi, de Jules Dassin, incluía ya una larga secuencia de sigiloso robo en total silencio—, pero sí una que ejecutaba el truco con bastante gracia.

Por eso me sorprendí un poco cuando ha- ce un par de semanas vi en Netflix el estreno de una película, The Silence, con la siguiente descripción: “Ante el mínimo sonido, estos depredadores alados se agrupan… y matan. En este aterrador nuevo mundo, sólo los silenciosos sobreviven”.

Las similitudes entre las películas son abundantes: en ambas, la civilización comienza a derrumbarse tras una invasión de criaturas de oído particularmente aguzado (en A Quiet Place, los extraterrestres cuyo diseño parecía tomar todo del Demogorgon de Stranger Things, ya que estamos hablando de plagios; en The Silence, unos pterodáctilos que, tras millones de años atrapados en cuevas, perdieron la vista y ganaron un oído extraordinario); en ambas, los protagonistas son una familia que busca sobrevivir en medio de este nuevo mundo, y en ambas, la familia tiene una ventaja invaluable: todos son diestros en el lenguaje de señas gracias a que una de sus hijas tiene problemas auditivos. Las dos películas comparten incluso una escena —una visita a un supermercado— y un concepto similar para el desenlace.

No pude evitar alzar la ceja, y no fui el único: Twitter, donde uno siempre encontrará compañía para las teorías de conspiración, se llenó de gente que alzaba el puño, enfadada ante lo que parecía un evidentísimo plagio por parte de Netflix. La teoría, hay que decirlo, tenía sentido: Netflix posee una gigantesca base de datos que le permiten conocer al dedillo a su audiencia —se sabe que incluso conoce en qué momento los usuarios pausan o quitan una película—, y sus ejecutivos actúan en consecuencia, modificando guiones o marcando pautas narrativas y temáticas que dejen satisfechos a los espectadores. Chilling Adventures of Sabrina, por ejemplo, probablemente haya nacido de la popularidad de Kiernan Shipka en Mad Men y de Riverdale, la serie de The CW. Otro de sus más recientes originales, Chambers, literalmente se anuncia como “13 Reasons Why meets Hereditary with a Veronica Mars twist”. Como nadie, Netflix ha entendido que la originalidad es bienvenida siempre y cuando nos recuerde a otras cosas que nos gustaron antes.

Así, The Silence parecía simplemente un ejercicio más para darle a la audiencia exactamente lo que buscaba, y nada habría de malo con ello salvo que la película, bue- no, es notablemente menos lograda que A Quiet Place. Su director, John R. Leonetti, es un cineasta regularmente irregular: siempre se puede confiar en que entregue una medianía. Sus créditos incluyen cosas como Mortal Kombat: Annihilation, The Butterfly Effect 2 y Annabelle. Vaya: no precisamente un maestro del horror. The Silence, además, está escrita por Shane Van Dyke, egresado de The Asylum, donde escribió rip-offs como Paranormal Entity y The Day the Earth Stopped. El bagaje de estos cineastas se nota en los defectos de The Silence, que está lastrada por un aspecto visual baratísimo —una fotografía digital desaturada que amenaza con desbordar la pantalla de aburrimiento— y por un arco dramático y unos diálogos bastante pobres. En contraste, A Quiet Place mostraba un aspecto visual bastante pulido, con encuadres calmos y amplios que transmitían el desolador enmudecimiento de la humanidad, además de una trama enganchadora, aunque zonza —a la familia protagonista le parecía buena idea tener un bebé en medio de esa situación—. Por si fuera poco, Emily Blunt, cuya presencia en pantalla siempre es un regalo, sacaba adelante el papel de madre aguerrida de forma notable.

Sin embargo, la calidad poco tiene que ver con la originalidad. Que The Silence sea notablemente menos buena que A Quiet Place no implicaría que el plagio fuera menos evidente, pero basta googlear un poquito más para que la trama del hurto se desmorone por sí misma.

The Silence no es un plagio de A Quiet Place. Ni siquiera es posible que se haya inspirado en ella. Basada en una novela homónima, publicada en 2015 por Tim Lebbon, The Silence se filmó casi al mismo tiempo que A Quiet Place, y probablemente se hubiera estrenado por las mismas fechas de no ser por un imprevisto: Global Road Entertainment, la empresa que adquirió los derechos de distribución de The Silence, quebró antes de poder lanzarla, y en un último intento por salvarse, vendió los derechos de varias películas a Netflix. En el paquete venía The Silence, que para entonces ya calzaba bien con un par de gustos de la audiencia: el escenario post- apocalíptico y de privación de los sentidos de A Quiet Place y Bird Box —otra película a la que también se acusó de copiar a A Quiet Place, sólo para después revelarse que también estaba basada en una novela previamente publicada— y la presencia de Kiernan Shipka y Miranda Otto, ambas de Chilling Adventures of Sabrina. Es decir: pese a las apariencias y las fechas, el robo creativo entre The Silence y A Quiet Place jamás existió: lo que hubo fue una feliz coincidencia que hacía innecesario el hurto mismo.

No es una idea muy extendida, pero la originalidad es una ficción, tan falsa como el dinero o las naciones. Los tres existen tan sólo en nuestras mentes, pero llevan tanto tiempo ahí y su importancia es tan constantemente subrayada que seguido no queda más remedio que admitir su existencia como incuestionable. En realidad, la originalidad es tan inherente a una buena película como las manos le resultan a un pez: quizá le servirían si las tuviera, pero sencillamente no le hacen falta. La historia de presuntos robos y préstamos entre The Silence y A Quiet Place es una muestra prístina de que las grandes películas rara vez se definen por la originalidad de sus tramas, sino por la calidad de su técnica. En manos de cineastas deficientes, la más original de las premisas no pasará de ser un mediocre Netflix Original. EP

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