¿El discurso de la posverdad es pura y llana mentira? Sospecho que hay algo más de fondo. La época que nos tocó vivir parece un gran quiebre civilizatorio: de cierta manera se ha vaciado la cosmogonía (relato de las creencias fundadoras de nuestra civilización) que dio lugar al desarrollo de instituciones, valores y jerarquías del […]
Otra visión sobre la posverdad
¿El discurso de la posverdad es pura y llana mentira? Sospecho que hay algo más de fondo. La época que nos tocó vivir parece un gran quiebre civilizatorio: de cierta manera se ha vaciado la cosmogonía (relato de las creencias fundadoras de nuestra civilización) que dio lugar al desarrollo de instituciones, valores y jerarquías del […]
Texto de Héctor Barragán Valencia 19/08/17
¿El discurso de la posverdad es pura y llana mentira? Sospecho que hay algo más de fondo. La época que nos tocó vivir parece un gran quiebre civilizatorio: de cierta manera se ha vaciado la cosmogonía (relato de las creencias fundadoras de nuestra civilización) que dio lugar al desarrollo de instituciones, valores y jerarquías del mundo occidental. De conformidad con esa visión o forma de concebir y ordenar las cosas guiamos nuestro proceder. ¿Cómo se rompió ese paradigma? Hay indicios de que la posverdad nació en el corazón mismo del capitalismo. Esta ideología que nos cohesionó pregona los derechos humanos, la igualdad y la libertad, pero la realidad dice otra cosa: el hombre es una mercancía cualquiera del proceso productivo, las nuevas formas de esclavitud campean, el hambre y la enfermedad cohabitan con la abundancia. Y lo peor: las libertades son cada vez más del disfrute exclusivo de las élites.
Si la mentira oficial (¿cinismo?) campea, ¿podríamos suponer que la posverdad es un antídoto para manifestar el gran malestar social y una forma de rebeldía contra dicho statu quo? Es posible. Pero comprender este fenómeno implica conocer cómo funciona la ideología. Luis Villoro, en su inigualable discurso de aceptación de ingreso al Colegio Nacional (donde explica las dos caras de la filosofía como medio para cuestionar las ideas establecidas y liberar al hombre de dogmas y ataduras, y como ideología o sistema de creencias y valores cuya función es forjar instituciones y lograr el consenso social que permite la cohesión y la gobernación de la sociedad), dice que la construcción y consolidación de todo poder tiene su base en la religión y que adquiere cuerpo doctrinario en la filosofía, ya se trate de su versión utópica, racional o revolucionaria (Nexos, diciembre de 1978).
Apunta Villoro:
ninguna sociedad podría subsistir sin un sistema de creencias compartidas y un marco conceptual aceptado, que son transmitidos día con día por la educación y la práctica social [cuyo origen lo encontramos en el mito o relato religioso]. Las creencias reiteradas rigen el comportamiento social, permiten una acción ordenada dentro de la estructura de dominación existente. Constituyen, de hecho, un aparato de dominio sobre las mentes, que asegura la reiteración del orden social.
Estamos ante un delicado equilibrio: la ideología (el sistema de creencias sobre el orden social) facilita la gobernanza, pero con el tiempo se congela y se convierte en un sistema de dominación que arroja resultados opuestos a los prometidos, en el caso del capitalismo, que todos los hombres tendrían, al menos, el sustento básico para vivir y ejercer sus libertades. Esta herida que rompe el encantamiento de la ideología capitalista sin duda contribuye a explicar la tan compleja trama de la posverdad.
Mientras la ilusión se mantuvo, pocos cuestionaron los supuestos ideológicos del paradigma que estructura y soporta el orden social. Hoy cada vez menos creen en sus promesas de justicia y bienestar general que, de acuerdo con Villoro, es uno de los supuestos básicos del éxito de toda ideología. De manera que cuando ocurre, como es el caso, que ese cuerpo doctrinario que soporta el capitalismo ya es mero mecanismo de control social, por aquí y por allá surgen los detractores. ¿Cómo ocurre? La filosofía procede mediante la crítica del sistema, pero en esta era, donde las pasiones están a flor de piel y la reflexión es tenida en poca estima, el cuestionamiento del sistema se da un tanto espontáneamente, apelando a los sentidos, labor que facilita la tecnología de la información que se despliega en las redes sociales. Así que al romperse el relato de que el capitalismo procura el bien común mediante el egoísmo individual —como veremos adelante— aparece lo que llamamos posverdad. Pero si todo sistema social es fruto de una historia o mito, ¿la posverdad fraguará un nuevo relato?
Creo que esta hipótesis merece una mayor explicación. Así que invito al lector a un viaje, mediante la historia de las ideas políticas, para entender el origen del relato fundador del mundo occidental. Sólo de este modo podremos desentrañar los mecanismos que construyen la visión o visiones del mundo que están en el principio de nuestra organización social y que fundaron este gran edificio civilizatorio. El viaje es fascinante, pues nos permitirá ver la cara descarnada de los intereses creados, fundados en concepciones ingénitas, cual si fueran parte de la naturaleza humana, y por ello perennes e inmutables. Al desentrañar los orígenes y mecanismos de nuestra cosmogonía podremos liberarnos de dogmas y ataduras. Para realizar tan audaz travesía, recurro al enorme y seminal libro de Tomáš Sedláček, Economía del bien y del mal, editado por el Fondo de Cultura Económica.
La pregunta crucial para emprender tan excitante aventura es ¿cómo nacieron las ideas que hoy mueven a la economía y en torno de las cuales se creó el corpus de instituciones sociales y políticas que nos gobiernan? Es decir, intentar entender el surgimiento y desarrollo de los relatos ideológicos que cohesionan a las sociedades, y sobre los cuales se construyen morales, jerarquías, instituciones leyes y reglas (Nietzsche, Más allá del bien y del mal), me parece que es crucial para atisbar el alcance de la así llamada posverdad. No estamos ante un juego inocente: hay muchos intereses que intervienen y prosperan al amparo del desarrollo de las tecnologías de la información, de donde surgen las redes sociales —hoy por hoy, las fuentes primarias de la información—. Pero este fenómeno quizá se habría manifestado de otro modo si no fuera porque el relato fundador del capitalismo tiende a desvanecerse al grado de desdibujar e incluso desautorizar los consensos básicos que cohesionan a la sociedad occidental. Tal suceso es potenciado por la descentralización de la información auspiciada por internet, y que a su vez resta protagonismo a los grandes medios de comunicación que, con o sin su anuencia consciente, hacen el papel de celosos guardianes del consenso social.
Empero, el hecho básico detrás de esas visiones alternativas y del discurso de la posverdad es que desde hace mucho la realidad contradice a los hechos: el capitalismo aprisiona más que libera. El rey está desnudo. La ruptura del dogma da paso a la libre interpretación, guiada más por los sentimientos que por la razón. No podía ser de otra manera, pues de acuerdo con las neurociencias, el sentimiento precede a la razón porque es la base de la supervivencia. En La democracia sentimental, Manuel Arias Maldonado afirma, con buen juicio, que la razón es la sedimentación de sentimientos antiguos, cribados por la experiencia y la evolución (pp. 53-70). La crisis de la ideología capitalista, que se manifiesta, entre otras cosas, como sentimiento de orfandad, como ruptura de los referentes individuales y sociales, hace que primen los sentidos, como instinto de supervivencia.
Tzvetan Todorov nos da pistas de cómo sucedió la fractura del relato capitalista: la contradicción entre doctrina y vivencias. Por una parte la ideología y su propaganda dicen una cosa y, por otra, vemos y sentimos realidades diferentes: “Nuestra democracia liberal ha dejado que la economía no dependa de ningún poder, que se dirija sólo por las leyes de mercado, sin restricción a la acción de los individuos, y por ello la comunidad sufre. La economía se ha hecho independiente e insumisa a todo poder político, y la libertad que adquieren los más poderosos se ha convertido en falta de libertad para los menos poderosos. El bien común ya no está defendido, ni protegido, ni exigido al nivel mínimo indispensable para la comunidad. Y el zorro libre en el gallinero quita libertad a las gallinas” (El País, 14 de diciembre del 2014). La democracia liberal tiene un serio problema de representatividad: la pugna entre las élites, que salvaguarda la libertad, como explica Sartori en Teoría de la democracia, tiende a dejar de ser de suma positiva.
Ahora bien, ¿cómo nace el paradigma del mundo occidental?
El paradigma de la mano invisible
Los estudios antropológicos y económicos de Sedláček demuestran cómo los antiguos mitos (historias) dan origen a las creencias y valores que son la base de las instituciones que nos gobiernan. Su búsqueda del origen de las ideas políticas lo lleva a seguir la huella de la primera historia escrita de la que se tiene registro en el mundo, hace más de 4 mil años, a saber, el mito del gobernante de Uruk, ciudad de la antigua Mesopotamia, llamado Gilgamesh, que con el ropaje de modelo econométrico llega hasta Wall Street. La epopeya de Gilgamesh inicia con el intento de edificar un muro con un doble propósito: amurallar a la ciudad para delimitar el mundo civilizado de la vida silvestre y del otro, para asegurar, en particular, el control sobre el reino y lograr que los súbditos produzcan más. Para este último fin separa a mujeres y hombres, y limita la interacción de los súbditos. Se trata de una especie de proscripción del amor y la amistad. Es la primera manifestación de lo que siglos después se le llamó “homo economicus”, es decir, el intento por reducir al hombre a un trabajador (robot en el antiguo checo), o a una mercancía cualquiera (Stiglitz).
Las utopías de todos los signos ven a las relaciones humanas, el arte, la poesía, la literatura, la filosofía, como distractores y enemigos de la productividad y de la eficiencia. Reducir al hombre a una de sus partes, a la económica, es también uno de los ideales de la economía neoclásica, como sostiene Joseph Stiglitz en El malestar de la globalización: los modelos matemáticos tratan al trabajo “como cualquier otro bien [que ingresa al proceso productivo de la fábrica], como el acero o el plástico. Pero el trabajo es diferente de cualquier otro bien” (Taurus, Madrid, 2002, p. 10). Lo dicho: el prototipo de la ideología neoliberal es el robot.
El vestigio que deja La epopeya de Gilgamesh también nos permite ver el momento en que se rompe la frontera entre lo sagrado y lo profano cuando el bosque de cedros es secularizado, confiscado a los dioses y degradado a proveedor de materiales. Desde entonces data la idea de que la naturaleza es mero surtidor de materias primas y los hombres pueden avasallar al mundo natural. Durante el proceso civilizatorio, que describe esta leyenda, la naturaleza (que en esta fábula es encarnada por el salvaje Enkidu) fue domeñada mediante argucias y trampas. De tal modo que algo maléfico es convertido en benéfico. He aquí la manifestación primigenia de la “mano invisible” del mercado.
Siglos después, Bernard de Mandeville desarrolla esa idea en La fábula de las abejas: Los vicios privados hacen la prosperidad pública. La tesis de este poema largo, escrito en 1714, es que había una colmena donde reinaba toda clase de vicios: el robo, el fraude, el engaño, la corrupción. No obstante, la nación era fuerte y próspera. Los vicios privados contribuían a la felicidad pública. Sin embargo, se produjo un cambio en las abejas: abrazaron el espíritu de la honradez y la virtud. El amor se apoderó de sus corazones, lo que produjo la ruina de la colmena. Al eliminarse los excesos desaparecieron las enfermedades y no se requirieron más médicos. Como terminaron las disputas, ya no se necesitaron más abogados ni jueces. Las abejas se volvieron ahorradoras y dejaron de gastar: no más lujos, no más artes, no más comercio. Finaliza Mandeville: “La desolación, en definitiva, fue general. La conclusión parece inequívoca: Dejad, pues, de quejaros: sólo los tontos se esfuerzan por hacer de un gran panal un panal honrado. Fraude, lujo y orgullo deben vivir, si queremos gozar de sus dulces beneficios” (Fondo de Cultura Económica, México, 1982, p. 56).
La fábula de Mandeville está profundamente arraigada en la literatura cristiana. Pudo inspirarse en el amargo reproche que San Pablo se hizo a sí mismo: “Así que queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí… ¡Miserable de mí!” (Romanos 7:21-25). En otra traducción es más inteligible el dicho del apóstol: “he descubierto este principio de vida: que cuando quiero hacer lo que es correcto inevitablemente hago lo que es incorrecto”. Parece plausible que el pensamiento paulino viniese de la parábola de Jesús, cuando sugiere no arrancar la cizaña porque se corre el riesgo de eliminar el trigo. Tomás de Aquino, en la Suma teológica, para justificar la existencia del Creador, reflexiona a profundidad sobre la idea que a la postre fue denominada la mano invisible: “No es justo destruir el bien común para evitar un mal particular; especialmente porque Dios es tan poderoso que puede cambiar cualquier mal en bien” (I, C 22). La Fábula de Mandeville tiene raíces más antiguas: la literatura griega, sin la cual es inexplicable la filosofía cristiana y el mismo Renacimiento. Aristófanes (siglo iv a. C.) consigna en sus comedias tal relato del siguiente modo: “Hay una leyenda de tiempos antiguos de que todos nuestros planes tontos y presunciones vanas son atraídos para trabajar por el bien público” (Comedias III, Gredos, Madrid, 2013, p. 289).
Durante la Ilustración, Montesquieu, en Del espíritu de las leyes, asienta tan milenario “principio” así: “Cada persona trabaja para el bien común, creyendo que trabaja para sus intereses individuales […] es verdad que el honor que guía a todas las partes del Estado es un honor falso, pero ese honor falso es útil al público” (Tecnos, Madrid, 1987, p. 70). Goethe, en Fausto, escena 3 de la primera parte, dice en voz de Mefistófeles: “Una parte de aquel poder que siempre quiere el mal y siempre obra bien” (Cátedra, Madrid, 1987, p. 159).
Este cúmulo de citas las resume magistralmente el gran filósofo católico Michael Novak en El espíritu del capitalismo democrático. Dice que sólo el sistema capitalista democrático entiende cuán arraigado está el mal en el hombre porque supo transformar el poder del pecado en su energía, en su fuerza creativa para vengarse de Satanás (The Spirit of Democraitc Capitalism, Simon & Schuster, Nueva York, 1982, p. 77).
El mito de la mano invisible, tan profundamente arraigado desde Gilgamesh, viene a formar, siglos después, la teoría central de la economía política. Adam Smith, en Una investigación de la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (tomo I, p. 23), resume de esta manera la filosofía de Mandeville: “Dame tú lo que me hace falta, y yo te daré lo que te falta […] Ésa es la inteligencia del compromiso […] No de la benevolencia del carnicero, del vinatero, del panadero, sino de sus miras al interés propio es de quien […] debemos esperar nuestro alimento. No imploramos a su humanidad, sino acudimos a su amor propio; nunca les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas”. Ciertamente el pensador inglés matizó esa idea, y no la menciona más a lo largo de toda su obra moral, política y económica. Pero sin duda, la idea de la mano invisible es el basamento de la libertad comercial: el egoísmo privado que trae el bienestar público.
La exaltación del individuo tiene raíces que trascienden al homo economicus. Nace con la Revolución Gloriosa, que establece la protección de las personas (habeas corpus) y que a la postre funda el edificio de las libertades individuales. El problema se presenta cuando para justificar la inviolabilidad de la propiedad privada se le confiere a ésta los atributos de las personas (John Locke). Michelangelo Bovero aborda este tema a profundidad en su magistral libro ¿Cuál libertad?, editado por el Fondo de Cultura.
La ruptura del paradigma
La historia de las ideas políticas que nos devela el trabajo de Sedláček expone nítidamente el paradigma de la “mano invisible” que ha dado forma a la ideología hegemónica, sus prioridades ontológicas y morales y su accionar en el mundo occidental. Esta historia es la que soporta la idea de la competencia perfecta de los mercados, de la división social del trabajo, del homo economicus racional, calculador, individualista y egoísta que busca su máximo provecho. Una de las varias consecuencias políticas de esta teoría es que hay que limitar a su mínima expresión la intervención pública (el Estado) para que los mercados se desarrollen a plenitud y lleven a los hombres y a sus pueblos a la abundancia, a la prosperidad, de manera tal que los individuos gocen de libertad plena. No obstante, el Estado no debe ser un ente pasivo, sino intervenir activamente en los asuntos públicos para —mediante la acción de las élites, que deben dirigirlo— forjar las instituciones y leyes que requiere la libertad de comercio: el poder público a su servicio (Louis Baudin; cita tomada de Los orígenes del neoliberalismo en México, FCE, 2016). Su papel ha de consistir, recurriendo a la ingeniería social, en hacer posible el Paraíso en la Tierra: el mercado sin restricciones, guiado por el individuo racional, calculador y egoísta.
Más recientemente esta ideología recurrió al lenguaje y al ropaje de los modelos matemáticos. No es algo insólito. Las mismas ciencias exactas tienen, en su origen, un cuerpo doctrinario que va cambiando a medida que surgen nuevas evidencias. Los presupuestos teóricos básicos (paradigmas) son esenciales: por un lado, permiten la comunicación y el entendimiento de la comunidad científica y, por otro, facilitan el desarrollo de la investigación. Estos supuestos son cuestionados cuando aparecen nuevos hechos, lo cual lleva a replantear la validez del paradigma. Es el caso de la teoría de la relatividad, entramado de supuestos sobre los cuales se basa la física. Nuevos hechos conducirían a modificar el paradigma de dicha teoría.
Desde comienzos del siglo xx las matemáticas son su refugio para demostrar la indefectibilidad de la “mano invisible”. Mediante la apropiación del principio de Pareto, los ideólogos neoliberales pretenden soportar la utopía del libre mercado como entidad infalible, omnisciente y omnipresente. Bajo supuestos teóricos, alejados de la realidad, presuntamente se demuestra que la demanda total de una economía es igual a la oferta total, y que por tanto siempre hay un equilibrio. Luego, los mercados son invariablemente eficientes; por lo tanto y consecuentemente, el gobierno no debe interferir en su desenvolvimiento, salvo como legislador, guía institucional y garante del orden. De este modo, el antiguo mito de la “mano invisible” deviene en cierto. Así se ha pretendido probar científicamente que el egoísmo y el cálculo racional del individuo son los cimientos del bien común.
Los estudios de Stiglitz, que le valieron el premio Nobel de Economía 2001, sobre la asimetría de la información entre los participantes de los mercados, mostraron que sólo bajo circunstancias excepcionales los mercados son eficientes. Incluso en un mercado competitivo, el reparto entre oferta y demanda no es necesariamente Pareto eficiente, es decir, no existe en el mundo real un equilibrio entre oferta y demanda, por lo cual los mercados no pueden autorregularse.
Kaushik Basu, vicepresidente y primer economista del Banco Mundial, en su potente libro Más allá de la mano invisible. Fundamentos para una nueva economía, después de una larga exposición sobre el abuso que del principio de Pareto hacen los fundamentalistas del mercado, y de demostrar mediante la teoría de juegos la imperfección de los mercados, analiza el problema de los incentivos para reforzar la idea de que el egoísmo no es el leitmotiv del individuo ni los vicios privados son la raíz de las virtudes públicas. Al discurrir sobre la desaparición de otras civilizaciones, sugiere que es efecto de la petrificación de las normas económicas y sociales que dejaron de funcionar. Por ello, para lograr la supervivencia del mundo occidental, hay que cambiar el paradigma individualista. Para empezar, en un mundo donde desaparece el trabajo y se agudizan las desigualdades: “Quizá podamos tener una sociedad en que las personas trabajen lo suficientemente duro aunque haya un límite sobre la cantidad que puedan ganar o en la que, por ley, todas las personas obtengan el mismo ingreso ya sea que trabajen o no” (fce, 2013, p. 60).
Este economista dice que otro mundo es posible. La condición, sin duda, es el desarrollo de un nuevo relato, de una nueva cosmovisión que guíe nuestro orden social, que genere otras morales y comportamientos sociales.
Por tanto, una mejor sociedad —por ejemplo, una que se fundamenta en que los seres humanos no tomen más de lo que necesitan de un fondo común de bienes libremente disponibles, o una en que las personas trabajen duro aunque todos obtengan el mismo ingreso, sin importar lo que hagan— puede ser viable a pesar de no ser compatible con los incentivos individuales […] Podemos llegar a tener normas en que conducirse de otra manera se enfrentaría a tan alto grado de desdén social o de autodesprecio que nadie se conduciría de esta forma. Además, a largo plazo, las normas pueden convertirse tanto en parte de nosotros que podemos terminar obedeciéndolas no por alguna razón, sino antes bien porque es nuestra respuesta instintiva del comportamiento (p. 259).
Vuelve la pregunta, ¿la posverdad es un intento de reinterpretación del mundo, de forjar, así sea desordenada, descentralizadamente, otra moral?
De la desigualdad o la rebelión en el Paraíso
El relato del Paraíso en la Tierra que había prometido el capitalismo se desvanece a la luz de los hechos. Tal vez sus pecados capitales sean la enorme desigualdad que generó la creencia a pie juntillas de la infalibilidad de los mercados para organizar no solamente la economía, sino para regir la vida misma de los hombres, al grado de degradarlos a mercancías (como critican Stiglitz y filósofos de la estatura de Norberto Bobbio). Sobre el primer tópico, Sandra León, profesora de la Universidad de York, apunta: “La desigualdad […] erosiona la empatía que alimenta la convivencia social. Cuanto más distintos somos, más difícil será pensarnos en la condición de los otros y encontrar intereses comunes. Y, más importante, menos predispuestos estaremos a someternos a las decisiones de quienes creemos que nada tienen que ver con nosotros” (El País, 17 de enero del 2014). Aquí encontramos pistas acerca de las ideas que incuban el populismo y la posverdad, así se trate de la mentira pura y dura: son fruto no solamente de la distancia que separa a las élites del común de los mortales, sino del intento por construir nuevos referentes y categorías sociales. La desigualdad nos conduce a Babel, a la ingobernabilidad. ¿Acaso la propaganda hitleriana Mein Kampf (Mi lucha) no fue una especie de posverdad para trastocar el statu quo? No lo soslayemos.
Acerca de la transformación del hombre en cosa, Bobbio es contundente:
Un sistema que no conoce otra ley más que la del mercado, que por sí mismo es completamente amoral, basado en la ley de la oferta y la demanda, y en la consecuente reducción de cualquier cosa a mercancía, con tal de que esta cosa, llámese dignidad, conciencia, el propio cuerpo, un órgano del propio cuerpo, y ¿por qué no?, ya que estamos hablando de un sistema político como la democracia que se rige por el consenso manifestado por el voto, el voto mismo, encuentre quién esté dispuesto a venderlo y quién esté dispuesto a comprarlo. Un sistema en el que no se puede distinguir entre lo que es indispensable y lo que no lo es. Partiendo de la soberanía del mercado ¿cómo se puede impedir la prostitución y el tráfico de drogas? ¿Con qué argumento se puede impedir la venta de los propios órganos? Y por lo demás, ¿los partidarios del mercado no sostienen que la única manera
de resolver el problema de la penuria de los riñones para trasplantar es ponerlos a la venta?
Pero el pensador italiano no se hace ilusiones: “Así y todo es necesario reconocer que hasta ahora no se ha visto en la escena de la historia otra democracia más que la conjugada con la sociedad de mercado; pero comenzamos a darnos cuenta que el abrazo del sistema político democrático con el sistema económico capitalista es al mismo tiempo vital y mortal o, mejor dicho, también es mortal aparte de vital” (La democracia realista de Giovanni Sartori, ensayo que dedicó Bobbio a la crítica de la Teoría de la democracia, de Sartori. La reproducción del texto se encuentra en Nexos de febrero de 1990).
A contrario sensu se erige el discurso de la posverdad en Estados Unidos. Allá quieren volver a los orígenes. Pretenden regresar al paradigma inspirado por las teorías de Ludwig von Mises y Frederick Hayek: un Estado liderado por élites cuyo cometido es implantar leyes e instituciones para lograr el Edén del libre mercado, y el prototipo del individuo racional, calculador y egoísta: he ahí la misión de Donald Trump. El grupo de intelectuales que gravita sobre el Tea Party construye, para solidificar sus creencias, estadísticas con lecturas diferentes del empleo, la producción, la deuda, etcétera. Así, de acuerdo con sus datos, las noticias falsas provienen del establishment.
Estamos ante una guerra ideológica que apenas empieza. Si bien el asalto al poder que llevó a la presidencia a Trump parece una repetición de la historia como comedia, es temprano para cantar victoria. El sistema institucional de pesos y contrapesos, así como los intereses económicos y políticos de las élites, más el factor imperial (la compleja red de intereses económicos y militares de Estados Unidos), por ahora contienen al aprendiz de tirano, pero la batalla política sigue. La experiencia que adquirieron los ideólogos del gobierno, encabezados por Steve Bannon, replanteó la estrategia: ahora saben que su proyecto es de largo plazo. Para tal fin se proponen adueñarse del Partido Republicano y posteriormente transformar el Congreso. Si lo logran o no, es otra cuestión, pero la lucha continúa, y es posible que traiga más cuestionamientos y sacudidas al sistema.
Hay, pues, razones para el pesimismo. La rebelión en el Paraíso parece indicar que estamos lejos de una reforma del capitalismo. Tal vez la crisis se agrave antes de pensar y posibilitar un cambio de paradigma. Malas noticias para la democracia y para las libertades.
Por último, unas palabras sobre el peso del paradigma de la mano invisible en México: si tomamos a pie juntillas lo que Mandeville y después Smith dijeron sobre lo maravilloso de dejar hacer, dejar pasar, o lo que es equivalente, que los vicios privados son el origen de las virtudes públicas, la profecía no se cumplió en nuestra tierra. No somos el país de la prosperidad y la abundancia, pese a que campean todos los vicios inimaginables: mentira (posverdad), prevaricación, violación a la ley, robo, corrupción, asesinatos, impunidad, etcétera. El caso mexicano no es un hecho aislado, único en el mundo. ¿Qué tan responsable del desarrollo de la posverdad es el mito de la mano invisible, que pregona la mentira, el robo, la satrapía, para lograr el bien público? Es hora de revisar esta creencia a la luz de los hechos. Ahora ya sabemos cómo un relato mítico fue el creador de nuestro mundo. ¿Podemos elaborar una nueva historia que por vez primera no parta de la teología para forjar una nueva visión, una escala de valores
y una estructura social que cohesione, haga posible la gobernación local y global? Es una tarea ingente e imposible sin reformar el capitalismo. EstePaís
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