De monjas poblanas a Chepina Peralta: la ruta de una tradición (re)inventada

Las historias que se cuentan a través de los alimentos que consumimos son diversas. En este hermoso texto, Tatiana C. Candelario narra la tradición que proyectan los chiles en nogada, para hablar también de cómo en la cocina mexicana se ejerce la memoria colectiva y el amor incondicional.

Texto de 22/09/21

Las historias que se cuentan a través de los alimentos que consumimos son diversas. En este hermoso texto, Tatiana C. Candelario narra la tradición que proyectan los chiles en nogada, para hablar también de cómo en la cocina mexicana se ejerce la memoria colectiva y el amor incondicional.

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¿Cómo encontrar las palabras justas, palabras simples, ordinarias y precisas, para narrar estas secuencias de acciones mil veces eslabonadas que tejen la tela infinita de las prácticas culinarias en la intimidad de las cocinas? ¿Cómo escoger palabras lo bastante verdaderas, naturales y vivas, para hacer sentir el peso del cuerpo, la alegría o la lasitud, la ternura o la irritación, que lo sobrecogen ante esta tarea siempre recomenzada, en la que entre más éxito tiene el resultado (un pollo relleno, una tarta de peras), más rápidamente será devorado; aunque apenas se haya terminado la comida, ya hay que soñar con la siguiente? 

Luce Giard, “Secuencias de acciones”

I.

Así como la comida es un producto cultural, el gusto también lo es. Ambos se deben a su tiempo y a su espacio. Si bien es cierto que en la actualidad la geografía de los alimentos cada vez es menos decisiva gracias a que se pueden adquirir productos de diversas regiones y países en el supermercado, es importante no obviar que hasta hace cincuenta años eso era bastante impensable.

Los hombres no se alimentan de productos directamente del campo o de la tierra, sino de alimentos culturizados, escogidos y preparados conforme a las costumbres de un país, de una región e incluso de una familia. Luce Giard menciona que, por ejemplo, “en el norte de África un ave de corral será atiborrada de frutas secas, en Inglaterra se servirá mermelada de grosellas con el asado, mientras que la cocina francesa practica una separación estricta entre lo dulce y lo salado”. Los alimentos se ordenan y escogen a partir de ciertos códigos y pautas culturales, mismos que varían de acuerdo con la región y el tiempo.

Dicen que al consumarse la Independencia de México, un grupo de monjas agustinas que pertenecía al convento de Santa Mónica ubicado en la ciudad de Puebla, agasajó al entonces jefe del ejército trigarante, Don Agustín de Iturbide, con un fabuloso plato de chiles en nogada. Platillo que, al decir de las monjas, representaba las tres garantías de aquella gesta lograda y consumada en los Tratados de Córdoba.

También se dice que no, que aquel platillo no fue creado ni servido inmediatamente después de consumada la Independencia, sino que se presentó un año después para celebrar el cumpleaños de Iturbide. Hay quien corrige y señala que no fue para celebrar al militar y efímero emperador de México, sino para festejar al Santo Patrono de las monjas de Santa Mónica, San Agustín, el 28 de agosto y que, casualmente, ofrecieron al michoacano con motivo de su visita a Puebla.

Este relato que se creía inmediato a la consumación de Independencia, más bien tiene sus raíces en el periodo porfirista. De acuerdo con el historiador Alfredo Ávila, no hay evidencia de que Iturbide comiera estos chiles tricolores. Además, en las recetas de la época no aparece el ingrediente que —a mi parecer— vuelve exquisito este plato: las granadas. Así que, como cuenta Ávila, el color rojo no aparecía: “la tradición poblana que atribuye los chiles en nogada a las monjas que dieron de comer al michoacano es porfirista”, me cuenta.

Desconocía los orígenes de la receta de los chiles en nogada, pero algo me hacía pensar que esta salsa a principios del siglo XIX se debía poner sobre otros alimentos mucho menos elaborados. Es decir, pensaba que la salsa era más o menos común y que ya después se pensó para verter sobre otro platillo. Así lo constató Alfredo al decirme que “la nogada era una crema que se ponía a distintos platillos. El mayor número de recetas de nogada, al finalizar el XVIII y la primera mitad del siglo XIX, era para calabacitas con nogada. La salsa se hacía con pan francés mojado, no con cremas ni quesos”. El pan en aquella época se consumía tanto fresco como duro en la elaboración de distintos platillos. En los recetarios de la época es común encontrarlo como un ingrediente para sopas y guisos. 

En el siglo XVIII había distintas clases de pan que se diferenciaban por su calidad y peso. Como señala la historiadora Enriqueta Quiroz, había panes tan finos y caros como el llamado pan especial. También, si se acude al Recetario novohispano del siglo XVIII, se encuentra la siguiente receta: “Se tuesta el pan de un día para otro; se revuelve en un plato el apio y perejil picados y esto se pondrá sobre el pan para echarle caldo, pimienta, nuez moscada, canela y clavo en polvo y se sazona con sal entre dos fuegos”. De la misma forma, en su Recetario mexiquense de 1750, Dominga de Guzmán tiene una receta con pan para una sopa: “Se tuesta el pan en manteca o en horno. Se hace el almíbar aguadito, se echa una capa de pan y otra de chorizos, ajonjolí tostado, pasas, almendras y acitrón…”. 

Sin embargo, quizá la primera receta de chiles en nogada se publicó en El cocinero mexicano en 1831, que Alfredo Ávila, amigo y colega, me hizo el favor de poner a mi alcance: “Después de tostados los chiles y pelados se rellenan con lo siguiente: se pican unos lomos de puerco y se ponen a cocer, se vuelven a picar después de cocidos. Se muele y frie el xitomate, y estándolo muy bien, se le revuelve la carne, echando un poco de clavo, canela, pimienta y azucar, de modo que no quede dulce el picadillo: se añade bastante peregil, un poco de azafrán y la sal suficiente, y al tiempo de rellenar se mezclan también pasas, almendras peladas, piñones, acitron, chilitos y aceitunas. Luego que estén rellenos los chiles se frien y echan en el caldo, añadiendo todas las cosas que se han dicho para el picadillo, de modo que quede espeso, sin olvidar el poquito de azucar y vinagre al paladar”. Y para la nogada: “Se rellenan y frien los chiles como se ha dicho y se comodan en un platon. Se pone a remojar pan francés frio, y esprimiéndolo un poco se muele en el metate. Se muelen tambien unas pocas de almendras sin cáscara y cominos con la correspondiente sal. Se baja del metate con muy poca agua, y anadiéndose un poco de aceite, se revuelve todo, y con esta nogada se cubren los chiles, echándose mas aceite por encima.”

De acuerdo con Eduardo Merlo, arqueólogo del INAH en Puebla, las monjas eran las mejores cocineras durante el Virreinato y señala que fueron ellas las que crearon los chiles en nogada. Antes no se les solía poner la salsa, los pimientos se rellenaban con distintos ingredientes y fue a ellas, según el arqueólogo, a quienes se les ocurrió rellenarlos de frutos secos y presentarlos como postre. Posteriormente se les añadió la nogada. A decir del investigador, Iturbide sí probó estos chiles tricolores. 

Tras proclamar el Plan de Iguala, Iturbide llegó a la ciudad de Puebla y con motivo de su cumpleaños las monjas le prepararon un festín en casa del obispo. Fue así que ellas, siguiendo las ideas de Merlo, añadieron la salsa elaborada a base de nuez de Castilla a los chiles rellenos de frutos secos y al ver el color blanco de la salsa decidieron agregar el color verde del perejil y el rojo de la granada con el fin de honrar a la naciente patria. Eduardo Merlo dice que las monjas “llevaron el postre a la casa del obispo donde fue el banquete y le dijeron al caudillo: mire éste ya tiene la bandera de las Tres Garantías. No sabemos qué dijo, pero le debió haber gustado, porque el distinguido señor al terminar de comer pidió a gritos un lugar para su siesta”. 

A una de ellas se le ocurrió preparar un guisado estupendo, que tuviera los colores verde, blanco y rojo de la bandera de las Tres Garantías que representaban la unión, la religión y la independencia.

II.

Por supuesto existe otra versión acerca del origen de este platillo que está ligada a una historia de amor. El escritor Artemio del Valle Arizpe relata que fueron tres mujeres poblanas quienes crearon este platillo para celebrar a sus novios militares miembros del ejército trigarante que encabezaba Iturbide. A una de ellas se le ocurrió preparar un guisado estupendo, que tuviera los colores verde, blanco y rojo de la bandera de las Tres Garantías que representaban la unión, la religión y la independencia. La investigadora Graziella Altamirano tiene un pequeño artículo en el que retoma esta historia, en la que las protagonistas son las tres jóvenes poblanas, quienes a decir de Del Valle Arizpe, eran unas  maestras en el arte del buen guisar. La receta se extendió muy pronto por toda la Puebla de los Ángeles. 

Lo cierto es que “cada hábito alimentario compone una minúscula encrucijada de historias”, afirma Luce Giard. Cada receta tiene su historia. Existe una serie de repeticiones en la cocina, hacer las cosas de tal o cual manera hasta que cada persona va añadiendo sus propias creaciones. Porque la cocina es, sobre todo, creación. Por eso podemos pasar de unos chiles rellenos de frutos secos como postre a unos chiles bañados en una nogada elaborada a base de pan francés, hasta unos chiles en nogada que se sirven como plato principal bañado de una salsa cuya base son las nueces de Castilla. Es decir, la cocina requiere de rituales pero también de inteligencia y de creatividad, pues “amontona en realidad un montaje de acciones, ritos y códigos, ritmos y elecciones, usos recibidos y costumbres puestas en práctica. En el espacio apartado de la vida doméstica, lejos del ruido del mundo, se hace así porque siempre se ha hecho así, poco más o menos, cuchichea la voz del pueblo de las cocinas; sin embargo, basta viajar, ir a otra parte para constatar que allí, con la misma tranquila certeza de la evidencia, se hacen las cosas de otra forma sin buscar más explicaciones, sin caer en cuenta de la significación profunda de las diferencias o de las preferencias, sin cuestionar la coherencia de una escala de compatibilidades (lo dulce y lo salado, el azúcar y el vinagre, etcétera)”. 

Todavía hay quien discute si los chiles en nogada van o no capeados o, incluso, hay quien cree que están sobrevalorados. Hay a quien le parece un desacierto culinario la mezcla de ingredientes dulces y salados. Fernando del Paso, al hablar de la fusión de ingredientes europeos con los americanos dijo que la conquista no fue sólo militar, sino también se libró una batalla, larga y ardiente, que tuvo lugar en ollas y sartenes, fogatas y hornos. Lo cual dio por resultado “el oxímoron perfecto, símbolo de la cocina mexicana, o en otras palabras, la unión de los contrarios: el cielo y el infierno, lo dulce y lo salado, la noche y el día, el amor y el odio”. 

No es casual que fueran las monjas las encargadas de ofrecer un banquete a Iturbide; tampoco lo es que sean mujeres, en su mayoría, quienes han escrito y consultado a lo largo del tiempo, numerosos recetarios y mucho menos es casual que los alimentos de nuestra infancia nos evoquen, generalmente, a nuestras madres y abuelas

III.

La cocina, entre otras actividades domésticas, se ha adjudicado históricamente a las mujeres. Cocinar suele ser visto como una labor femenina y así lo pueden atestiguar la Historia y las historias. No es casual que fueran las monjas las encargadas de ofrecer un banquete a Iturbide; tampoco lo es que sean mujeres, en su mayoría, quienes han escrito y consultado a lo largo del tiempo, numerosos recetarios y mucho menos es casual que los alimentos de nuestra infancia nos evoquen, generalmente, a nuestras madres y abuelas. 

Luce Giard, en “Hacer de comer”, que es la segunda parte del libro La invención de lo cotidiano. Habitar, cocinar, obra coordinada por Michel de Certeu, reflexiona sobre el papel de las mujeres en la cocina; así como también hace un recorrido sobre las formas de cocinar y lo que ello implica en la cultura. Giard habla de todo aquello que rodea a la cocina y lo que hace posible tener en la mesa ciertos platillos preparados con arte, infinitos conocimientos y paciencia. Dedicada a darle el valor correspondiente —muchas veces negado— a esta práctica cotidiana, entrevista a mujeres para develar todo el trabajo e ingenio que encierra el arte de cocinar. Este estudio me parece fascinante en muchos sentidos. Habría que preguntarse por qué no se le ha dado la importancia historiográfica debida o por qué los temas de historia de la cocina no se han incorporado y difundido lo suficiente. Quizás sea porque en el fondo se sigue viendo como una actividad doméstica y por lo tanto se le deja fuera de los grandes temas.

Se ha creído que la cocina es una actividad esencialmente femenina, aunque esto no sea para nada algo inherente al género, sino una cuestión cultural y social aprendida. De tal manera que, nos dice Luce Giard, “En el interior de una cultura, un cambio de las condiciones materiales o de la organización política puede bastar para modificar la manera de concebir y distribuir tal o cual tipo de labores cotidianas, del mismo modo que puede transformarse la jerarquía de los diferentes trabajos.” 

En una sociedad patriarcal, en la que se exalta el trabajo que realizan los hombres y se opaca el que hacen las mujeres, se suele ver a las actividades culinarias como algo menor, aunque esto esté alejado de toda realidad. No sólo eso, sino que, como todos los trabajos domésticos, la cocina también es una labor no remunerada y que además exige tanto tiempo diariamente. No sólo el que se pasa dentro de la cocina elaborando los platillos, sino el que implica desde pensar qué se preparará, qué alimentos se tienen disponibles, qué se debe comprar, ir al mercado sobre ruedas o al supermercado, a la carnicería, etcétera. Además, en esta misma sociedad, la cocina mal elaborada por una mujer puede generar violencia. No falta el esposo o el hijo que reclame que la sopa está fría o demasiado salada o que el guisado no salió como a él le gusta.

La cocina también implica un acto de memoria. Y esto es cierto en distintos niveles: se requiere de una memoria individual y familiar, pero también colectiva. Muchas mujeres aprendieron a cocinar con recetarios, con programas de televisión y con ciertas publicaciones como revistas o periódicos.

IV.

La cocina también implica un acto de memoria. Y esto es cierto en distintos niveles: se requiere de una memoria individual y familiar, pero también colectiva. Muchas mujeres aprendieron a cocinar con recetarios, con programas de televisión y con ciertas publicaciones como revistas o periódicos. 

Mi gusto por los chiles en nogada fue algo tardío. No recuerdo cuándo fue la primera vez que comí uno, pero seguro fue cuando pude pagarlo en algún restaurante.  Ahora puedo decir que, después de haber probado varios, mis favoritos son los que prepara la mamá de un amigo, cuya receta es de Lucía Josefina Sánchez Quintana, mejor conocida como Chepina Peralta (1930-2021), una célebre cocinera mexicana que fue muy popular gracias a sus más de siete mil programas de cocina en la televisión. Muchas mujeres aprendieron a cocinar con Chepina, cuya fama creció en los años setenta y ochenta del siglo pasado. Incluso tiene un libro titulado Cocina para la recién casada. Su audiencia era sobre todo femenina, pero no dudo que también algunos hombres hayan disfrutado y aprendido a cocinar con sus programas de televisión.

Chepina tuvo miles de espectadoras, seguidoras fieles que asistían a ver sus programas como se asiste a un ritual, a una cita puntual. Entre ellas estaba la mamá de mi amigo, Marina. Aunque Chepina publicó varios libros, muchas mujeres más bien anotaron a mano las recetas y las tienen en hojas sueltas o en cuadernos ya amarillentos por el tiempo. Marina tiene un cuaderno lleno de recetas que tomaba directamente de los programas que veía. En ocasiones no reconoce su propia letra pues tomaba con prisa los apuntes a la vez que la célebre cocinera elaboraba sus platillos frente a la cámara. Marina ya me había invitado en otras ocasiones a preparar este rico platillo, pero siempre lo posponía porque tenía múltiples ocupaciones. Leer, investigar y escribir, como si cocinar no fuera parte imprescindible de la vida misma.

Pero este año, cansada de un largo confinamiento por la pandemia, decidí aprender a preparar los famosos chiles en nogada. Aunque este platillo es tradicional de Puebla, actualmente se prepara en varios lugares; los ingredientes se pueden adquirir frescos en distintas regiones. Mi experiencia y viaje comenzaron en San Gregorio y en Santa Cecilia, barrios de Xochimilco en los que el papá de mi amigo, Artemio, tiene terrenos con grandes árboles de granadas. Cada año, cuando los árboles comienzan a poblarse de numerosos frutos la familia de mi amigo sabe que también se acerca el momento de ir por las nueces de Castilla. Llega el momento de celebrar ya no tanto a la patria como al paladar. 

Cada año la tradición familiar es hacer un paseo a Juchitepec a comprar las nueces de Castilla. Deben de estar fresquísimas para la elaboración de los chiles. En los meses de agosto y septiembre las calles de este municipio del Estado de México se llenan de pequeños e improvisados puestos de nueces. Casi toda la gente del lugar aprovecha la temporada de lluvias y de la bondad de los árboles de nogal para vender aunque sea un poco de esos frutos. 

Juchitepec se encuentra rodeado de varios municipios que se dedican sobre todo a la producción agrícola como Tenango del Aire, Ayapango, Amecameca y Ozumba, ubicados en el Estado de México; también se encuentra muy cerca de Milpa Alta donde también hay una amplia producción agrícola y una rica tradición culinaria. En un pequeño puesto que una familia instalaba fuera de su casa en una esquina de Juchitepec, la familia de mi amigo compraba las nueces antes. Ahora las compran con una familia que coloca su puesto de temporada sobre la carretera a las afueras del municipio.

Después de comprar las nueces, que las había de distinta calidad según su tamaño, nos dejaron pasar al enorme huerto lleno de nogales y castaños. Qué belleza ver los nogales tan cargados de frutos, ignoraba cómo crecían las nueces de Castilla. No sabía que el fruto crecía dentro de una cáscara verde y que al abrirse se encontraba la nuez. Tampoco sabía que esa cáscara verde tiñe los dedos de color negro y que si se hierve puede servir para pintar el cabello y que también, con esa cáscara, se puede elaborar un té con fines medicinales. 

Aquel fin de semana también visitamos Tenango del Aire —donde por la pandemia estaba casi todo cerrado— y sólo pudimos comprar pan, una deliciosa y asombrosa manzana al horno cubierta con una masa de pan. Después nos fuimos a Ayapango a comprar quesos frescos en una granja en la que se fabrica leche, quesos y otros derivados lácteos. En ella puedes ver a las vacas tomando el sol y a otros animales. Rodrigo, mi hijo y un niño más bien citadino, no soportó el olor a granja (a estiércol y lácteos), tuvimos que salir corriendo. Antes de regresar, pasamos a comprar aguacates a Nepopualco. La última parada fue en la casa de Marina y Artemio, en Santa Úrsula, Ciudad de México. Ahí tienen un enorme árbol de durazno que ya también estaba cargado de dulces frutos, así que tendríamos otro producto bastante fresco para nuestros chiles en nogada. 

La elaboración de este platillo requiere de mucho trabajo. Son muchas horas las que se pasan en la cocina, las tareas a menudo se tienen que repartir en días. No basta con conseguir y comprar los ingredientes que lleva, ni picarlos finamente, ni asar los chiles y pelarlos —si lo han intentado sabrán que es una actividad sumamente laboriosa—. Creo que la parte más cansada y difícil es la de pelar las nueces: unos días antes de preparar los chiles, a las nueces se les debe quitar la cáscara dura y dejarse remojando en leche dentro del refrigerador. Una vez que se suaviza un poco la cáscara o piel muy fina que cubre la nuez, se le quita cuidadosa y laboriosamente para que no amargue su sabor. Ya que se tienen limpias y listas, las nueces se dejan nuevamente remojando en leche hasta que se vaya a preparar la salsa. 

Cocinar es un constante honrar la vida, es estar más presentes que nunca.

V.

No basta con seguir al pie de la letra un recetario. Se requiere de paciencia, práctica, creatividad y de poner a trabajar todos los sentidos. Tan pronto como se inicia el interés en el arte culinario, “se constata la necesidad de una memoria múltiple, memoria del aprendizaje, de acciones vistas, de consistencias, por ejemplo para identificar el instante preciso en que la crema inglesa comienza a cubrir la cuchara y debe retirarse del fuego para evitar que se derrame”. Saber cocinar también requiere de una inteligencia programadora: “hay que calcular con astucia los tiempos de preparación y los de cocción, intercalar las secuencias entre sí, componer la sucesión de platos para esperar el grado de calor deseado en el momento preciso”. 

La cocina no sólo es memoria plasmada en la escritura (en los recetarios, por ejemplo). El arte culinario se ha transmitido de generación en generación gracias a los sentidos y a la oralidad. Beatriz, mi abuela materna, cocinaba delicioso. Llegó a la Ciudad de México siendo muy joven. Vino de Magú, un pueblo otomí ubicado en el Estado de México, a trabajar como trabajadora del hogar a casa de una familia rica que vivía, primero, en las Lomas de Chapultepec y, luego, en Jardines del Pedregal. Mi abuela aprendió con los años a preparar elaborados platillos con ingredientes ajenos a su infancia. Creo que ella no solía ver la televisión más que en la noche, al final de una larga jornada. No recuerdo haberla visto viendo el programa de Chepina Peralta. 

Mi abuela aprendió casi todas las recetas culinarias de la “señora de la casa” y de los libros que ella tenía, consultaba, leía y compartía con ella. Mi abuela, una mujer otomí que no estaba acostumbrada a la lectura ni a la escritura y que, siguiendo las ideas de Yásnaya Aguilar acerca de que en la tradición oral de algunos pueblos la memoria es la página en blanco, guardó sus recetas, todas, en la memoria. Memoria que ahora se está desmoronando. Mi abuela ahora tiene demencia senil. Su presencia siempre vivirá en mí de muchas formas; una de ellas es mediante la comida, con el recuerdo de los pasteles de chocolate que preparaba en cada cumpleaños de sus hijas y de sus nietos, del té de bugambilia que me preparaba para curar la tos, del pay de limón más delicioso que he probado en mi vida, de los jitomates con limón y sal que me servía cuando le pedía una botana. La cocina también es amor y cuidados. Los alimentos activan la memoria.

En la cocina busco, como lo hace Luce Giard, la restitución, por medio de sabores y combinaciones, de una leyenda muda, como si a fuerza de buscarla con el cuerpo y con las manos uno pudiera restaurar la alquimia, merecer el secreto de su lengua. Busco la presencia y la lengua de mi abuela, y sé que si estoy aquí es gracias a ella y a mi bisabuela. Hay una deuda con las mujeres que nos alimentaron, que nos alimentan.  Dice Giard:        “Mujeres sin escritura que me habían precedido, ustedes que me habían legado la forma de sus manos, anticipado, deseado, llevado en el seno, nutrido, bisabuela ciega por la edad y que atendía mi nacimiento para consentir su muerte, ustedes cuyos nombres balbuceaba yo en mis sueños de niña, ustedes cuyas creencias y servidumbres no he conservado, quisiera que la lenta rememoración de sus acciones en la cocina me inspire las palabras que les fueron fieles, que el poema de palabras traduzca el de las acciones, que a su escritura de recetas y sabores corresponda una escritura de hablas y letras. Mientras que una de entre nosotras conserve sus conocimientos alimenticios, mientras que, de mano en mano, y de generación en generación, se transmitan las recetas de su tierna paciencia, subsistirá una memoria fragmentaria y tenaz de su vida misma.”

Cocinar es un constante honrar la vida, es estar más presentes que nunca. Preparar los alimentos es una entrega al disfrute del presente, de lo efímero, ese instante que se esfuma tras concluir el último bocado pero que vale la pena perseguir y disfrutar porque, a final de cuentas, es lo único que tenemos. Cuando pienso en la cocina como un acto de amor y cuidados, de acciones repetidas muchísimas veces a lo largo de los años para cuidar y alimentar no sólo a las hijas sino a las nietas, pienso en las manos de mi bisabuela moliendo el maíz en el metate para preparar las tortillas, recuerdo a mi abuela recogiendo los quelites en el monte para que todos pudiéramos echar un taco con un poco de salsa, también puedo ver a la distancia y en el tiempo a mi tía Anastasia dándole de comer a las gallinas que nos habrían de alimentar. Puedo recordar las manos de mi madre preparándome pollo a la cacerola cuando era niña, uno de mis platos favoritos o haciendo dulce de zapote con naranja. Esa es la memoria. Las recuerdo así. Las recordaré siempre, no sólo sino también a través de la comida y el amor y cuidados que reflejaron en este acto de cocinar y preservar la vida. Aquí un homenaje y una gratitud infinita a las monjas, a Chepina, a Marina que me enseñó a preparar los chiles en nogada pero sobre todo a mi bisabuela, a mi abuela Beatriz y a mi madre. La matria es la familia. EP

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