Seis grados de separación es el blog de Sylvia Aguilar-Zéleny y forma parte de los Blogs EP.
Se espera un día nublado, uno mío
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Texto de Sylvia Aguilar-Zéleny 30/08/21
Se acerca el aniversario de la muerte de mi madre. Se cumplen siete años. Sé que mi hermana posteará una foto de mi mamá, esa en la que está sonriendo al lado de un oso gigantesco, o esa otra al lado de mis sobrinas. Sé que mi amiga Andrea me enviará un mensaje de texto y me dirá “Thinking of you today”. Sé que voy a querer escribirle a mi hijo y recordarle que es el aniversario de su abuela y me voy a contener, ¿para qué recordárselo, no es mejor dejarle que tenga un día lindo y normal?
Eso, eso es lo que yo tendría que recordarme a mí en vez de anticiparme a todo lo que voy a sentir y recordar y esperar. Esperar as in expect. “Expect a cloudy day”, dice mi app del clima cuando la lluvia se acerca.
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Crecí en Hermosillo, Sonora, una de las ciudades más calurosas del norte. Un título que “compite” con Mexicali, BC., y que nadie quiere ganar. Cuando digo calor hablo de mínimo cincuenta grados centígrados en verano. Mi madre solía bromear con los tíos y primos en CDMX diciendo que en Hermosillo solo había dos estaciones, la de calor y la de más calor. No se equivocaba, en realidad pareciera que sí, que en efecto sólo había dos estaciones, verano y un semi-invierno.
Hace siete años que no voy, pero supongo que sigue habiendo solo dos climas, o quién sabe, con el cambio climático tal vez solo sea un eterno verano.
Soy una mujer del desierto. En el lugar en el que vivo ahora, sí hay cuatro estaciones; pero nos rodea un paisaje de arena y rocas. Desierto. Y en el desierto, todes lo sabemos, lo que más se espera es la lluvia. Porque llena las presas, porque reverdece los jardines, porque nos refresca por unos días. Porque trae consigo una fiesta de truenos y relámpagos y hace que la temperatura baje. La lluvia, eso sí, puede crear caos. Inundaciones, baches, lodazales bárbaros. Y lo peor: corte de luz.
De niña era lo que más me daba miedo, que se fuera la luz.
Una vez, tendría yo unos siete u ocho años, después de una lluvia de horas, el cielo finalmente escampó. No había luz en casa, comenzaba a atardecer y no había nadie más que mi mamá y yo. Comencé a ponerme ansiosa. “Vente, vamos a salir”, me dijo ella. Me tomó de la mano y me llevó a caminar por la colonia. Vivíamos entonces en Villa Satélite, una colonia nueva con montones de casas a medio construir y muchos lotes baldíos. Algunes niñes jugaban en los charcos, otres más estaban dentro de sus casas, pegados a las ventanas, buscando aire fresco o anhelando estar afuera celebrando que la lluvia se había ido.
Éramos las únicas caminando como si a un destino claro, aunque solo paseábamos. Seguro me contaba alguna anécdota de su infancia o un cuento. Tal vez era yo la que compartía un cuento. No sé, con mi madre siempre me daban ganas o de escuchar o de contar.
Entonces, de pronto, se detuvo y me dijo: “Respira, respira. ¿Sientes qué rico es el olor a tierra mojada?” Y sí. Cierro los ojos y lo vuelvo a sentir. El distintivo olor a tierra mojada.
No recuerdo otra cosa relevante de esa caminata más que la caminata misma. Ir de la mano con ella, ser las únicas que sorteaban charcos y oler la tierra mojada, son una película que se repite en mi mente cada tanto tiempo. Cuando lo necesito, más bien.
A veces no se necesitan grandes y complejas situaciones en la memoria para que de todas maneras sean una historia única. Tuya.
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Cuando mi madre murió estaba yo exactamente como ahora, viviendo en este barrio de El Paso que me deja ver hasta Ciudad Juárez y escribiendo en la computadora. Unos minutos antes del mediodía mi papá me mandó un mensaje de texto y me avisó que ella había fallecido. Lo leí varias veces y entonces sonaron las campanas de la iglesia de San Patricio, después se escuchó un trueno. Yo estaba sola y no tenía con quien corroborar si mi cabeza había inventado ambos sonidos o si, a la noticia realmente le siguieron unas campanadas y un trueno. ¿Hay efecto más teatral para sellar una muerte?
Hubo un par de truenos más, luego una llovizna ligera y ya.
Mi madre decía que cuando alguien que amas se muere, llueve. No sé por qué nunca se lo cuestioné, no sé por qué nunca le dije, “No inventes, cuánta gente se muere a diario, gente que seguro es amada y no todos los días llueve”. Debí habérselo dicho o bien recordárselo el día de su muerte, decirle “Oye, yo te amaba muchísimo, no le hagas caso a esta lloviznita, ¿eh?”.
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No conecto la lluvia con tristeza o con alegría, conecto a la lluvia y al calor y a la nieve y al viento, con emociones. Digo, no soy la única, por supuesto. Pero me es inevitable comparar el exterior con el interior. Es lo malo de dedicarse profesionalmente a leer y escribir, una encuentra metáforas, símiles y analogías en casi pinches todo.
Lo malo, también, es que ya anticipa una todo el tiempo lo que va a ocurrir en su narrativa. Este seis de septiembre anticipo un día nublado, aunque haya sol.
Entre el año pasado y este han pasado tantas cosas hermosas en mi vida, y que no habría anticipado ni el mejor guionista del mundo, que por eso a pesar del duelo, quiero tener un día lindo y normal. Dije tener, pero creo que más bien debería decir: hacer, hacerme un día lindo y normal. Preparar un rico desayuno, escuchar esa lista de mambo que me pone de buenas, leer, dar clase y por la tarde caminar para tomarle fotos a las nubes. No, no se trataría de fingir que no va a ser un día nublado, se trataría de darle a lo nublado un nuevo significado. Uno mío. EP
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