El apetito viene al comer

Nuestra vida en platillos, frutas, texturas, aromas y sabores. Lo que nos atrevemos a probar con nuestro paladar es razón importante de lo que hoy somos, pero también quién nos lo dio, con quién lo compartimos y quién miró nuestra reacción al comerlo. Fernando Clavijo describe cuál es el camino del que fue parte y cuál es la conexión que resulta esencial.

Texto de 15/07/21

Nuestra vida en platillos, frutas, texturas, aromas y sabores. Lo que nos atrevemos a probar con nuestro paladar es razón importante de lo que hoy somos, pero también quién nos lo dio, con quién lo compartimos y quién miró nuestra reacción al comerlo. Fernando Clavijo describe cuál es el camino del que fue parte y cuál es la conexión que resulta esencial.

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Uno de los aspectos más disfrutables de nuestra relación con la comida es el de compartir. Comer es un acto agrícola, ya lo dijo el poeta de Kentucky, pero también es una transferencia de conocimiento de una manera más inmediata: al brindarle una comida a alguien más le proponemos un discurso estético, social y nutricional. Comunicamos. Literalmente se lo ponemos frente a sus ojos y en las narices. Cuando se trata de alimentar a niños, incluso a bebés, este mensaje es doblemente importante porque ellos formarán una relación con la comida y todo su bagaje a través de su relación con nosotros.

Este proceso pasa por todos los intercambios generacionales, incluyendo estratos sociales en los que se presenta la escasez —de alimento, higiene, tiempo, incluso información—, y otros en los que la mella viene de la abundancia —de opciones, permisividad, sirvientes, distractores—. Más allá de reconocerlo, es imposible cubrir cabalmente un rango tan amplio en una columna que intenta ser una invitación a la reflexión más que un punto final, por lo que a riesgo de parecer pedestre me centraré en la década que llevo compartiendo la mesa con mi hijo.

Luego del vientre materno, todo empieza por la leche. Sin ánimo de entrar en discusiones sobre las que ya han opinado bastante las productoras de leche materna, pasaré de la parte animal a la social. No porque no pueda opinar sobre el tema por ser hombre… todos podemos hablar de todo (creo que se puede hablar de la pandemia sin ser epidemiólogo, incluso se puede uno contagiar de COVID siendo epidemiólogo; se puede hablar del desempeño de la economía sin ser economista, y por supuesto hay economistas con problemas económicos, filósofos con dudas existenciales, etc). Mientras opinemos como individuos y no autoridad o sistema, los temas son de todos, pero a mí me tocó dar biberón y me encantó. Sé que no soy el primero, se han hallado cántaros destinados a ese fin datados de la Edad de Bronce con restos de leche, probablemente de cabra o vaca (se dice que somos el único animal que bebe leche de otro animal, pero pues somos el único animal en hacer muchas cosas, incluso fabricar “leche” de almendra). Este hecho histórico coincide con un aumento importante en la población, pues hay una conexión inversa entre lactancia y fertilidad. La “fórmula” como la conocemos hoy en día se puso de moda después de la Segunda Guerra, lo cual coincide a su vez con el principio de la liberación sexual y laboral de las mujeres, y hoy en día los países desarrollados y en vías de desarrollo alimentan a sus bebés con proporciones casi iguales de leche materna y fórmula.

“Dan ganas de decirle todo a esa mirada llena de sabiduría y certeza libre de cultura, sanamente descontextualizada. Entrar en un corazoncito así, tan pequeño y limpio, es un lujo enorme que le deseo a todos.”

Lo más bonito de dar biberón a un bebé es tenerlo en brazos y lograr esa conexión que es más que mágica. Se sincroniza la respiración y se relaja el cuerpo mientras se le habla al bebé con tonos graves y suaves. Este succiona y se va quedando dormido, o a veces nos mira con los ojos con los que nos mira un perro o una vaca, de infinita honestidad. Dan ganas de decirle todo a esa mirada llena de sabiduría y certeza libre de cultura, sanamente descontextualizada. Entrar en un corazoncito así, tan pequeño y limpio, es un lujo enorme que le deseo a todos.

De una forma menos mágica, formar el paladar de un bebé de pocos meses es un privilegio. Los primeros aromas, temperaturas, texturas y sabores. También los sonidos, el ambiente y el modo en que viene el alimento… vale la pena preguntarse si es con prisa, con ansiedad o con imposición y pensar que eso también forma parte de la dieta. A los pocos meses de una dieta de leche, el infante puede ir probando primero verduras, luego cereales, frutas y finalmente cárnicos y grasas. Para mariscos y lácteos hay que tener paciencia. Lo recomendable es ir probando un ingrediente nuevo a la vez para poder descartar alergias o intolerancias.

Para mí, la ilusión de preparar papillas fue casi infantil, tal vez porque nunca tuve muñecas o simplemente porque me gusta la cocina. Cocidas al vapor, sin sal ni azúcar, los vegetales más sencillos ofrecen sabores muy delicados. Probamos espinacas y calabacines con hierbas frescas como menta y albahaca, zanahorias con cúrcuma, chícharos con perejil. Ganaron los chícharos, por mucho, y salieron fotos de una cara redonda toda embadurnada de verde. Luego arroz cocido mezclado con el rey de la fruta, el mango, o plátano aplastado con el tenedor. De Malinalco llegaron zapotes negros. Ganó la mandarina, pelada, a pesar de mis protestas sobre cómo darle supremas a un niño era malcriarlo. Al fin llegó el momento de darle pescados y carnes, casi al año. Primero pescado blanco al vapor con una pizca de sal y hierbas más fuertes como el epazote. Luego, la carne orgánica que yo mismo traía del campo: codornices molidas con tomillo; y la que me regalaban: jabalí con lentejas. Cuando pudo probar el tocino creo que vivió su primer amor.

Un dato curioso de darle de comer en la boca a un infante es que es prácticamente imposible hacerlo sin abrir uno mismo la boca. Es muy tonto, y muy desesperante, pero así es. De vez en cuando me ha tocado darle de comer en la boca a mi madre, que ha perdido la motricidad entre otras cosas, y no sentí tan marcado ese impulso. Me pregunto el porqué de esa diferencia, si tanto se dice que los viejos son como niños.

El goce de preparar papillas muere cuando por algún error o emergencia se compra la ya preparada. En el súper o en el OXXO, esos purés siempre tienen un balance de sodio y azúcar contra el cual es imposible competir en casa. Ahí se acaba el gusto, pero no es grave porque viene el siguiente paso: dejarlo comer solo. El manejo de la cuchara o tenedor, las caras al probar ácidos o amargos, los colores por todos lados. Es cierto que hay un precio a pagar cuando se pasa a sólidos y cárnicos: el cambio de pañal. Pero bueno, eso en teoría ha de durar poco una vez que comen de todo. Para cuando viene la fritanga y el pescado crudo —que deben venir porque la dieta, como el lenguaje, debe ser completa, solo se trata de saber el cuándo y dónde— un niño ya debería tener control de esfínteres.

Después de eso vienen muchas cosas más. La primera para mí es el hábito de probar, tener un paladar aventurero. Creo que no lo hemos logrado del todo, pero me consuelo pensando que al final los niños vienen bastante pre programados, no hay tanto que podamos enseñarles como nos gusta creer. O no tanto voluntariamente, a veces les enseñamos lo que hacemos sin darnos cuenta. Ya aprenderá a comer cuando salga de casa, y para ello recuerdo a los padres la dualidad de la personalidad infantil. Hay dos niños, el que es y el que es cuando está con nosotros. Por eso, no debe menospreciarse el papel de las invitaciones a otras casas. En otra casa el niño no escoge, come o intenta comer lo que le dan. Prueba. Si no fuera porque una maestra me invitó a comer en el kínder (ahora suena muy raro) nunca me habría enamorado de la sopa de fideos. O sí, probablemente ese amor es inevitable.

También se aprenden modales. Más allá de no recargar los codos o no hablar con la boca llena, que son convenciones mínimas de convivencia, los niños aprenden a participar en el ritual social de la mesa. Ese lugar que define quién forma la familia al menos tanto como compartir un techo. Participar en una conversación, interesarse en lo que se come, agradecer y también saber decir no. Más allá, creo que no es mala máxima la de “no hagas nada que no puedas platicar en la mesa”.

“Prefiero a un niño que sepa lo que le gusta pero esté dispuesto a probar, que a uno que coma de todo indistintamente, cual aspiradora.”

Prefiero a un niño que sepa lo que le gusta pero esté dispuesto a probar, que a uno que coma de todo indistintamente, cual aspiradora. Que hable, pruebe, y sobre todo se quede sentado. Eso es, nalgas en el asiento, no de rodillas, ni de pies cruzados, no medio parado con un pie en el suelo. Y no iPads ni nada de electrónica. Saber estar es un regalo para toda la vida y no resta un ápice de alegría o libertad. Cada quien atesorará alguna, para mí la templanza es la mayor de las virtudes pues habilita a todas las demás.


Los hábitos formados en esos primeros años formarán parte de nuestra personalidad al punto de pasar desapercibidos. Cuando yo era chico e íbamos a un restaurante, estaba advertido que si tomaba del agua que antes siempre se traía y comía del pan que antes siempre se servía, me llenaría antes de la comida. De modo que aprendí a nunca dar un sorbo de agua y mucho menos tocar el pan. Ni lo miraba. Me tomó décadas, hasta pasados los cuarenta, darme cuenta que ya era un adulto y que podía comer pan con mantequilla si me daba la gana. O tomarme un vaso de agua de golpe si tenía sed.

Cuando voy a un restaurante con niños, les pido que lean la carta o piensen en qué se les antoja dada la especialidad del sitio. En ocasiones quieren cosas que no puedo pagar, por ejemplo langosta, pero la mayoría de las veces resulta divertido dejarlos pedir. Sobre todo en los tacos, done los más pequeños tienen menos prejuicios y comen buche y cueritos sin empacho. Mi hijo pide un tazón de guacamole como entrada. Y luego, por supuesto, los postres.

“¿De dónde salió esta sobre protección? Si de por sí ya no los dejamos ir solos a la tienda de la esquina, prohibirles el tránsito por la cocina me parece un exceso.”

En casa, hay niños que cocinan desde chicos. Nuestra generación hacía palomitas en sartén desde los 6 o 7 años, y de una quemadita con la tapa no pasó (ahí está la cicatriz en el antebrazo). Hoy en día es raro encontrar a un niño que se sienta cómodo con un cuchillo o al que sus padres le permitan prender la estufa. ¿De dónde salió esta sobre protección? Si de por sí ya no los dejamos ir solos a la tienda de la esquina, prohibirles el tránsito por la cocina me parece un exceso.

Entiendo que hay grupos dentro de los grupos. Los veganos criarán hijos a los que el olor de la grasa probablemente les produzca asco. Aquellos que gustan de refrescos, aunque sean light, crearán un paladar acostumbrado al azúcar. Quien tenga horarios cambiantes tal vez enseñe flexibilidad a cambio de una digestión incierta o de poco autocontrol. Esas pequeñas decisiones acompañarán a los niños a su edad adulta, donde tomarán las riendas de su propia vida o se dejarán llevar por la costumbre, eso ya depende de ellos. Seguramente recordarán algo de estos primeros años, que si es bueno será un recordatorio de goce, un momento social y una fuente de salud, gusto y mesura. La gran enseñanza de la mesa, para mí, es la búsqueda de ese balance.

“…a veces creo experimentar esa conexión con adultos desconocidos cuando venimos cabeceando de sueño en el metrobús al final de la tarde. O, para volver a la alimentación, cuando abrimos una cerveza en la barra de la taquería cerca de mi casa, El Venadito. No hace falta hablar para decirse hola vecino, vamos a curárnosla con un taquito.”

La conexión no verbal con un bebé es inspiradora. Pero no es la única, a veces cuando me siento a tomar el sol con mi madre, con quien sería difícil conversar debido al Alzheimer, siento que entramos en un mismo estado de ánimo sin necesidad de decir nada. De hecho, a veces creo experimentar esa conexión con adultos desconocidos cuando venimos cabeceando de sueño en el metrobús al final de la tarde. O, para volver a la alimentación, cuando abrimos una cerveza en la barra de la taquería cerca de mi casa, El Venadito. No hace falta hablar para decirse hola vecino, vamos a curárnosla con un taquito.

La película más conocida sobre esta conexión al compartir la mesa es El festín de Babette, del danés Gabriel Axel. Al final de la película, la protagonista hace una comida de otro mundo, especialmente considerando que vive en un pueblito apartado. Sirve platillos como blinis con caviar y crema, codornices con trufa y foie gras, pastel bañado en ron, y quesos con Sauterne. Conforme avanza la cena, los invitados van pasando de la desconfianza a la sorpresa, y del asombro al éxtasis. Al final, todos terminan borrachos de placer, lo cual sería imposible sin esa comunión social, que consiste en compartir. En una burbuja protestante y llena de reglas, por medio de preparaciones hechas siguiendo los procedimientos más estrictos, Babette logra introducir la alegría y libertad, aun entre niños. De sabiduría, de cariño o de gusto, el ingrediente constante es la transferencia. EP

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