No existen las historias tontas

Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 10/02/21

Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 6 minutos

Las escaleras hacia el periódico Metro eran marmóreas y te hacían ascender con aires de marqués dentro del Palacio de Buckingham. La atmósfera era fresca, como la del aeropuerto París-Charles de Gaulle, filtrada con tecnología de avanzada en aires acondicionados. Las sillas frente a las computadoras eran acojinadas y ergonómicas para que las mil horas en la redacción se sintieran en tu espalda como el tacto sabio de una masajista shiatsu japonesa y nunca te quejaras. Las oficinas eran de un moderno cristal invisible, peceras humanas.

Y aunque los reporteros, editores, diseñadores usábamos corbata —obligatoria porque si no llegabas con ella un guardia te decía “alto ahí” en la puerta del edificio, un Partenón en pleno Eje 7—, y aunque esa corbata estuviera pulcra y sin arrugas ni gotas de mole de la comida corrida, teníamos claro que nosotros éramos sólo Metro. Es decir, un diario sensacionalista que forcejeaba no sólo por acceder al mercado del periodismo popular dominado por La Prensa, sino por lograr un huequito en el monstruo del periódico Reforma, del que fuimos parte desde fines de los noventa pero con el jamás podríamos competir.

La razón de nuestra condena al calabozo era que Metro acababa de ser fundado estrictamente para ocuparse de las fuentes informativas del proletariado, aquellas que en Reforma daban alergia porque su público era más aristócrata, digamos, y podía sufrir soponcios si descubría en sus páginas el sudoroso e iletrado tufo de lo que a nosotros sí nos debía importar porque vendía. Es decir, en información general: atropellamientos, violaciones, secuestros, homicidios, sangrientas vendettas familiares, destripamientos. En espectáculos: actrices, cantantes y modelos de perturbadores cuerpos y, más que nada, onda grupera. Y en deportes, de las tres áreas que me encargaba bajo las órdenes de mis jefes Citlali y Carlos: el box sabatino de la ruinosa Arena Coliseo —desolada de público pero atestada de tenebrosos apostadores ilegales—, lucha libre y una idea genial, futbol llanero: el de las polvosas ligas del conurbado con equipos gordinflones pero adornados con ídolos de barrio apoyados por porras con matracas, jugadores que tras sus gestas de rodillas heridas se curaban con cheves heladas.

Como en mis veintes aquel era mi primer trabajo, me pagaban mejor que a mi papá profesor y porque Metro era una lanchita a la que nadie prestaba mucha atención pero tripulada por mujeres y hombres entusiastas, laboriosos y creativos en jornadas infinitas, yo me tomaba en serio mi oficio. 

Era puntilloso en las llaves con que Brazo de Oro vencía a Scorpio Jr, y denunciaba si el réferi Pepe Tropicasas se hizo el menso en una patada del malvado Pierroth Jr a los bajos del bondadoso Lízmark. Estudiaba el Manual de boxeo de Rodríguez Feu para no fallar al explicar el golpe con que “Bombero” Santibáñez desmoronó a “Manotas” Esquivel. Y en canchas de lodo y piedra, como la de San Nicolás Totolapan, llevaba las estadísticas de un Rosal Vs Agrario como si fuera la final de la Champions, y al acabar el duelo iba con el mejor jugador para sacarle su foto que en la sección Deportes se titularía “Crack de tierra” arriba de una mención sobre su desempeño.

Era tan bien portado, matadito, aplicado, que algo de eso debió ver un personaje que en la redacción se sentaba unos diez metros a mi izquierda. Yo sabía que el señor de gran corpulencia, bigotazo y difícil andar, José Vera, “Pepe” para todos, era el jefe de la sección Estelar (espectáculos), a la que yo, por supuesto, no estaba dispuesto a incursionar ni aunque me triplicaran el sueldo. Un día de 1998, Pepe, con el que hablaba poquísimo, me soltó un grito de computadora a computadora: “Aníbal, ¿cuándo te vas animar a escribir sobre espectáculos?”. Debo haber sonreído o lanzado una evasiva elegante a la que él respondió en calma: “pues deberías animarte”. La misma pregunta me la hizo varias veces, persistente, y lo máximo que de mí obtuvo debió ser un “es que tengo mucho trabajo”. Hasta que un día se cansó: “Tú lo que tienes es un prejuicio —me dijo suavemente—. No vaya a ser que te asocien a los espectáculos, sería terrible”. Reservado como era, le solté algo crudo y breve: las historias de la farándula no me interesaban. Me oyó atento y reviró: “Te voy a decir algo: en el periodismo no existen las historias tontas, sino las formas tontas de abordar las historias”. Sin necesidad de agitarla con sus manazas, Pepe sacudió mi cabeza. Jaque mate.

A los días, insistió. Armando, su único reportero, por alguna razón había faltado al trabajo. Y justo una modelo y actriz cubana de 30 años recién llegada a México estaba esperando en el estudio de foto: “Se llama Niurka Marcos, ayúdame a entrevistarla —me pidió—. Quiero que averigües todo sobre el ejercicio que hace, su entrenamiento, el cuidado de su salud, lo que para ella significa su cuerpo”.

Resignado como si fuera un puberto castigado, hice caso a Pepe. Tomé mi grabadora y entrevisté con la respiración agitada a una mujer hermosa con una seguridad demoledora que me contestó mientras la maquillaban. Sus respuestas iniciaban con un “mi amor” compasivo, consciente de mis nervios enraizados a mi inesperado debut en los espectáculos, nada menos que con ella.

““Se llama Niurka Marcos, ayúdame a entrevistarla —me pidió—. Quiero que averigües todo sobre el ejercicio que hace, su entrenamiento, el cuidado de su salud, lo que para ella significa su cuerpo”.”

Hice lo que pude, mi romance con Niurka nunca germinó, entregué la nota, se publicó y Pepe no me dijo nada. 

A los meses me llamó a su lugar. “Vas a cubrir en La Paz un concierto de la Banda el Recodo”. ¿La Paz? Sí, mi intempestivo nuevo jefe ni permiso pedía para nombrarme enviado a Baja California Sur, sacarme del deporte unos días y exigirme una crónica sobre una banda sinaloense de la que yo no tenía ni idea. Antes de volar con Edgar Medel, el fotógrafo, Pepe me avisó: “No te vayas a quedar paradito en la cancha escuchando y ya con eso. Ese grupo es un fenómeno: entrevista gente, camina, averigua, describe todo lo increíble que encuentres. Y no sé cómo le haces pero quiero que te metas a la casa rodante donde los del Recodo viajan por todo el país. Cuenta lo que pasa ahí, cómo es su vida dentro, qué sucede con las fans”.

Llegó el día. Llamamos a la puerta del vehículo una noche de octubre de 1999. Poncho Lizárraga, la estrella, abrió un filito de la puerta de la casa rodante estacionada junto al estadio de beisbol sudcaliforniano Arturo C. Nahl, donde tocarían en un par de horas. Su ojito disimulado escapaba de las decenas de mujeres que afuera lo anhelaban gritando, llorando, sudando. “Pásenle rápido”, nos dijo, y cruzamos el autobús con 15 camas a los costados, de tres en tres de piso al techo, hasta llegar a su recámara ambulante, forrada con todos los peluches imaginables, regalo de sus fans. 

—¿Cómo vives ser su fantasía?

—No puedo decir que soy la fantasía de algunas seguidoras. Pero estaría chido saber que estoy presente en el pensamiento de ellas, no solo por mi música, sino por algo diferente…-, sonrió, dio más respuestas y una de ellas con coraje: “La música de banda antes era para borrachitos y pueblerinos. La miraban bajo”.

A medianoche las luces se apagaron. “La tripulación ya desembarcó, mantener viva la leyenda es la misión”, retumbó una voz en las gradas y 10 mil mujeres gritaron en el césped. En un feroz bombardeo, la pirotecnia anunció a la banda. Con sus trompetas y clarinetes los músicos cruzaron el escenario bajo luces de colores, mareados por fans que enloquecían, lloraban, se estiraban para tocar a sus hombres perfectos.

“Ni un instante de Paz”, tituló la nota Pepe Vera en la edición del 5 de octubre de 1999. Meses después me fui de Metro y años más tarde supe que coordinaba espectáculos en Notimex, hoy la agencia noticiosa del gobierno. Hace unos meses me mandó un mensaje para decirme que recordaba con cariño los días de Metro

Un día del 2019, en Notimex, le negaron la entrada como a cientos de trabajadores. Sin un peso de retribución y con 62 años de edad estaba siendo despedido por Sanjuana Martínez. Hace cerca de 12 meses logró firmar un acuerdo de liquidación: jamás llegó. Sin trabajo, murió el 3 febrero por COVID-19​, seis días después que su padre. “Murió esperando que le llamaran para cumplir el convenio”, declaró Valeria, hija de Pepe.

José Vera Zambrano dejó muchísima gente que lo quería y a mí una enseñanza eterna para ver al mundo cuando me toca ser periodista: no existen las historias tontas, sino las formas tontas de abordar las historias. EP

Pepe Vera

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