A punto de no ser, pero fue es la columna bimestral del guionista y dramaturgo Ernesto Anaya Ottone. En esta ocasión, escribe sobre una de las obras cumbre de Michel Foucault y su conocida escena donde describe que “Velázquez se pinta pintando.”
Michel Foucault y Las meninas
A punto de no ser, pero fue es la columna bimestral del guionista y dramaturgo Ernesto Anaya Ottone. En esta ocasión, escribe sobre una de las obras cumbre de Michel Foucault y su conocida escena donde describe que “Velázquez se pinta pintando.”
Texto de Ernesto Anaya Ottone 25/03/20
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En abril de 1966, la prestigiosa editorial Gallimard publicó Las palabras y las cosas, de Michel Foucault. La primera edición de tres mil ejemplares se agotó rápidamente. En junio se reimprimieron cinco mil volúmenes, en julio tres mil más, y en septiembre otros tres mil quinientos. Hoy supera los ciento veinte mil ejemplares: un libro de filosofía (de arqueología, diría Foucault). Fenómeno inédito. Ni siquiera JeanPaul Sartre, faro intelectual de la Francia de esos años, habría podido soñar con el éxito editorial del joven Foucault. Peor aún, la obra fue un desafío directo a su persona, un desprecio a la fenomenología y al existencialismo. Si Sartre había puesto el foco en la existencia y el sentido, movido por el trauma de dos guerras mundiales, Foucault lo puso, con frialdad, en el lado opuesto, en el sistema. Y lo desarmó.
El filósofo es dueño de una retórica alambicada, pero las ideas que expone en Las palabras y las cosas son tan profundas y atractivas que uno acaba por hacer el esfuerzo y, tras varias lecturas, se aprende a nadar en ese mar de razonamientos.1 La tesis de base es la siguiente: de poco sirve pensar al ser humano si no se sabe dentro de qué coordenadas, dentro de qué orden, toma forma su pensamiento. A ese orden, Foucault lo llamó episteme y, escarbando bibliotecas enteras, avanzando hacia atrás, descubrió las grandes epistemes por las que el ser humano había transitado. El libro es un viaje que va de la realidad textual del hombre antiguo (regido por la episteme de la semejanza) a la realidad representada del hombre clásico (regido por la episteme de la representación), hasta la realidad analítica del hombre moderno.2 Resulta entonces que el hombre sobre el que reflexionaba Sartre había aparecido recién en el siglo XVII, cuando Velázquez pintó Las meninas; y había desaparecido en el siglo XIX, para dar paso al hombre moderno, que también estaba desapareciendo. La obra de Foucault termina con una imagen perturbadora: “[…] podrá apostarse que el hombre se borrará, como en los límites del mar un rostro de arena”. Sartre cerró el libro, mordió la pipa, dio una brusca bocanada y soltó todo su desprecio: “Desde luego no es una arqueología, el arqueólogo busca las huellas de una civilización para reconstruirla, lo que Foucault nos presenta es una geología: una serie de capas sucesivas que forman nuestro suelo. El éxito de su libro demuestra con creces que se le estaba esperando, pero un pensamiento verdaderamente original nunca se espera”. Lo que Sartre no esperaba fue el carpetazo que le dieron al existencialismo. Fue así como el hombre que introdujo la nada en el mundo terminó repartiendo periódicos maoístas por las calles de París, mientras Foucault daba conferencias por todas partes. El único intelectual rapado en las décadas de los sesenta y setenta.3
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El primer capítulo de Las palabras y las cosas no es un argumento, no ataca ni defiende nada, habla de un cuadro, como nadie lo había hecho. Se trata de Las meninas de Diego Velázquez. La escena es célebre: Velázquez se pinta pintando. Pinta un cuadro que le da la espalda al público, tan grande como Las meninas. Intuimos que pinta al rey y a la reina porque los vemos reflejados en el espejo del fondo, pero este espejo hace algo irreal: omite las espaldas de la primera fila, sale fuera del cuadro y capta (captura) la figura del rey y la reina, nadie más. Se trata del primer zoom-in de la historia. Por otra parte, los personajes de la primera fila miran de manera perturbadora hacia el espectador del cuadro real, integrándolo a la escena como si ocupara el lugar del rey y la reina: audacia tremenda porque convierte en rey a cualquiera que se le pare enfrente.4 El juego de espejos continúa, porque el cortesano que mira desde el fondo, más allá de la puerta (el único que observa la totalidad de la escena), refleja el “más allá” del espectador real, que por mirar el cuadro se ha desconectado del presente. ¿Qué está pintando Velázquez? ¿Qué realidad es la que atrapa el cuadro? Foucault lo explica de manera filosófica: estamos viendo la representación en estado puro, la nueva episteme que acababa de entrar en acción, en los albores del hombre clásico (la fecha del cuadro es 1656).
La episteme de la representación permite que el hombre hable de la realidad desvinculándose de la misma. Por ejemplo, el dinero. La humanidad entendió que la moneda vale no porque contenga un metal precioso, sino porque circula, porque es durable, maleable y divisible, no porque tenga oro. Cuanto más oro tenga, menos circula, y si una moneda no circula, no vale (en cuanto moneda). Esta desvinculación de las palabras y las cosas resultó revolucionaria: permitió que el ser humano pudiera hablar de las cosas, por primera vez en la historia, tal como las cosas son y no como las imaginamos.
Muy bien, dice Foucault que Las meninas es una representación, se desvincula de la realidad: parece el retrato de un rey y una reina pero no es eso; parece el retrato de una princesa, pero tampoco lo es; parece el autorretrato de un pintor, pero resulta mucho más que eso. Nadie posó para el cuadro, fue la imaginación de Velázquez lo que estaba en juego. ¿A qué remite? Foucault no contesta la pregunta porque el problema no es filosófico, es dramático; no tiene que ver con una episteme, tiene que ver con una historia.
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Las meninas fue la última obra de envergadura que Velázquez pintó en su vida. La terminó cuatro años antes de morir. Toda una vida pintando y no había llegado a la pintura. Fue el artista más joven de la corte, con apenas veinticuatro años, convocado por el también joven Felipe IV, de tan sólo dieciocho años. El rey, más que un estadista era un esteta, y el pintor fue su mejor amigo. Es aquí donde empieza la historia: con el paso del tiempo, en la mente de Velázquez se fue incubando una idea extravagante: ser nombrado caballero de la Orden de Santiago, el título nobiliario más importante de España, un título militar, además. La idea era incluso ridícula, pues para la nobleza, un pintor era lo mismo que un albañil. Durante años, a Velázquez se le negó el título, aun con el apoyo del rey y del mismísimo papa Inocencio X (al que retrató). Su ambición tuvo un costo irreparable: durante dos décadas sólo pintó a la familia real y, ocasionalmente, uno que otro retrato por conveniencia. Había conseguido ser nombrado aposentador mayor de palacio, un título intermedio que le impuso penosas obligaciones: tener que ir a comprar cuadros por toda Europa, organizar eventos en la corte, incluso arreglar el techo, etcétera. Se volvió un pintor “de clóset”. Cinco años antes de su muerte, ni siquiera imaginaba Las meninas. El cuadro parteaguas de la historia de la pintura estuvo a punto de no ser… pero fue. Cuando sintió cerca el final, cuando se dio cuenta de que había desperdiciado los mejores años de su vida, Velázquez desempolvó el lienzo, tomó los pinceles y con gran valor propio se pintó pintando, junto a los reyes: todo lo que estaba prohibido, lo que él mismo se había prohibido. Dos años más tarde obtuvo el ansiado título, es probable que su última pincelada haya sido la cruz roja de la Orden de Santiago que lleva sobre el pecho. Murió un par de años después, en 1660.
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El debate sucedió en 1971, en Holanda: Foucault y Chomsky se enfrentaron como si fueran dos ajedrecistas, rodeados por un público vestido y peinado bajo una episteme muy distinta a la nuestra, y con un moderador excéntrico: joven, de cabellera lisa y larga, vestido con saco y pantalón rosa. La escena se encuentra en YouTube (“Debate Chomsky/Foucault. La naturaleza humana: justicia versus poder”). En el minuto 13:00 aparece un profesor que resume parte del debate. Al final de su exposición menciona: “[…] una reacción fuerte y negativa de Foucault hacia el moderador por mostrar interés en aspectos de su vida privada”, y concluye diciendo: “cuando debates con Foucault es todo menos Foucault”. Efectivamente, las cosas se pusieron tensas y alrededor del minuto 31:40 sobrevino la crisis: Foucault corrigió dos veces al moderador “color de rosa” que, molesto, atacó a Foucault diciendo: “Usted aquí se ha negado a hablar de su propia creatividad y libertad, me pregunto cuáles son las razones psicológicas para esto”. Foucault pegó un brinco: ¡el moderador insinuaba un trastorno mental! Convertido en espectador, Chomsky sonreía. El moderador “color de rosa” había puesto el dedo en una llaga muy profunda.
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Tal como la vida de Velázquez, la vida de Foucault también estuvo marcada por el rechazo. En primer lugar, su papá, el cirujano Paul Foucault (Michel se llamaba Paul-Michel), que no aceptó que el primogénito fuera filósofo en lugar de cirujano. Fue rechazado por ser homosexual (el padre lo llevaba a un psiquiátrico). También sufrió el rechazo del mundo académico francés, cuyos rituales y exigencias ponían a prueba la resistencia y salud mental de cualquier aspirante. No logró entrar a la Escuela Normal Superior de París (paso obligatorio de cualquier gran filósofo) sino hasta su segundo intento. Lo rechazaron la primera vez que trató de obtener el título de profesor. En Suecia rechazaron su tesis sobre la locura por su retórica. Nunca pudo dar clases en La Sorbona. Incluso siendo famoso no lo dejaron ocupar la dirección de la Biblioteca Nacional. Foucault también exacerbó el rechazo, como si no hubiera otra cosa que lo pudiera estimular. De temperamento nervioso, risa sardónica y comentario mordaz, en su época de estudiante (en la Escuela Normal Superior era interno), en un ambiente donde la humillación estaba a la orden del día, se volvió un personaje intratable. Se le tenía por loco. Tuvo varios intentos de suicidio. Un profesor lo encontró tirado en el suelo de una sala con cortes de navaja en el pecho. Cuentan que de broma le decía a sus compañeros que iba a comprar una cuerda para ahorcarse. El intento más serio ocurrió en 1948. Foucault estuvo a punto de no ser, varias veces… pero fue. El doctor de la Escuela Normal Superior lo tuvo bajo observación de manera permanente. La habitación de la enfermería pasó a ser su cuarto. Recluido y vigilado se hizo filósofo. Era lo que el moderador “color de rosa” quería escuchar. EP
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