Manual para zurdos: (miscelánea) febrero de 2016

Levedad (?) El espacio de exhibiciones del Jardín Borda en Cuernavaca alojó hasta hace poco una espléndida retrospectiva de la pintora inglesa Joy Laville (Isla de Wight, 1923), quien lleva décadas residiendo en Morelos. En algún sentido, la obra plástica de la señora Laville retoma el camino de Henri Matisse donde este lo dejó entre […]

Texto de 23/02/16

Levedad (?) El espacio de exhibiciones del Jardín Borda en Cuernavaca alojó hasta hace poco una espléndida retrospectiva de la pintora inglesa Joy Laville (Isla de Wight, 1923), quien lleva décadas residiendo en Morelos. En algún sentido, la obra plástica de la señora Laville retoma el camino de Henri Matisse donde este lo dejó entre […]

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Levedad (?)

El espacio de exhibiciones del Jardín Borda en Cuernavaca alojó hasta hace poco una espléndida retrospectiva de la pintora inglesa Joy Laville (Isla de Wight, 1923), quien lleva décadas residiendo en Morelos. En algún sentido, la obra plástica de la señora Laville retoma el camino de Henri Matisse donde este lo dejó entre el final de los años treinta y el principio de los cuarenta, más o menos, antes de la etapa de sus aclamados recortes en papel. Joy parte de esa misma sencillez del Matisse tardío, sin embargo opera en ella una mayor depuración, de hecho la suya es extrema cuando se trata de la tenue paleta cromática y la notable austeridad de los elementos dentro de la composición, la cual a su vez redobla el rigor del equilibrio interno de cada cuadro, y paralelamente propicia que se subraye un ascetismo de las atmósferas. Una figura humana desnuda, una vasija en el quicio de la ventana, tres o cuatro aisladas flores en la vasija, un cerro despejado que es el paisaje tras la ventana, donde si acaso ubicaremos un árbol solitario a media planicie. La escasez le otorga —habiéndoselo propuesto la pintora o no— un aura simbólica a cada elemento, un valor y un peso arquetípicos: el sillón, la mesa, la mujer reclinada, la nube, una lista que gracias a los artículos que anteceden suena a la enumeración de las cartas de la lotería y también acaba equivaliendo a los modelos originales de cada cosa, su arquetipo. Encima de todo esto, el discreto humor, la profunda y callada gracia. La raíz secreta del humor, decía Mark Twain, no es la felicidad sino la tristeza. En efecto hay una pizca de eso, y es la misma melancolía que detectó en sus cuadros Jorge Ibargüengoitia, marido de ella desde 1973 hasta su temprana muerte. Pero nada de esto aparece como resultado de la consigna voluntaria de un ejercicio programático sino como el desarrollo de un proceso natural, el fluir de un temperamento genuino. A mis ojos, estos atributos en delicado balance la confirman como una pintora de importancia mayor. Pero en el nombre lleva la penitencia: Joy, regocijo, alegría, goce en inglés. Un retorcido criterio heredado por la crítica y parte del público especializado de nuestra época les permite apreciar el trabajo que expresa ligereza o júbilo pero los lleva de manera refleja a catalogarlo en la gaveta del arte menos trascendente; la grandeza se la reservan a la obra de notas dramáticas (hoy día esa preferencia se estaciona de plano en un gusto por la truculencia y la sordidez). Es un fenómeno parecido al que observábamos con otro par de pintores ingleses cuando la reverencia por un gran artista del angst como Francis Bacon desajustaba la percepción del espectador de modo que perdía sensibilidad ante los matices de contento y placer en un David Hockney. El prestigio del dolor humano suele seguir cegando el juicio de quienes están frente a una obra exultante o lumínica, aunque posea otras gradaciones más allá de lo venturoso. Así, como apunté ya, estas telas de placidez serena aún deben conquistar su lugar de verdadera grandeza, con todo y que hace más de treinta años que Milan Kundera dejara sentada una desarticulación de la condena a lo ligero al decir que “la única certeza es que la oposición entre levedad y peso es la más misteriosa, la más ambigua de todas”.

Reflexión en silencio

–Ya sabes, como siempre, yo ando loco con mi colección de timbres postales…

El diálogo lo profiere, satisfecho de sí mismo, un hombre cuyo nombre no recuerdo, del cual no creo ser más que un conocido casual. Me pregunto: ¿Por qué asume que yo “ya sé”, que conozco sus hábitos “de siempre”, si ni siquiera sé bien dónde me lo presentaron o cómo se llama su mujer o a qué se dedica, fuera de su recién coleccionismo declarado?

¿De dónde sale su discurso? El concederse tal importancia a sí mismo puede venir de que se haya quedado en un estadio infantil del desarrollo emocional, o bien que sea un hombre muy tonto, o bien que en el fondo no se conceda a sí mismo ninguna importancia, que más bien se infravalore salvajemente, y esta aparente importancia que se da, esta jactancia irritante es el mecanismo que la naturaleza le puso al paso para no hundirse en la vida. Tras estas instantáneas reflexiones voy del rechazo y la irritación a la conmiseración abrumadora y luego a la culpa: ¿Por qué desdeñé a este señor? ¿Será que tengo derecho a ello porque en verdad es insoportable? Esto me conduce a pensar: Bueno, está bien, lo soportaremos porque es un pobre hombre infantil o limitado o inseguro, pero entonces, ¿cuál es el juicio ante hombres probadamente sagaces, cultos y talentosos, que dan muestras claras del mismo tipo de jactancia, personajes encumbrados que también se conceden mucha, demasiada importancia a sí mismos? ¿Cuál es la disculpa aquí? Para este caso quedarían bien las palabras tajantes del actor argentino Ricardo Darín: “Creerse un consagrado es de imbéciles”.

ECM

Una noche del verano de 1977 el músico John Klemmer se le escapó al representante artístico que manejaba su carrera, abordó un auto y lo condujo desde Los Ángeles hasta un apartado estudio de grabaciones localizado en medio del desierto de Arizona. Ahí pasó la noche entera grabando un disco de saxofón solo que era su ilusión desde muchos años atrás pero que le era imposible realizar dadas las exigencias del severo contrato con su compañía disquera, reforzado por el mencionado representante, quien vigilaba sus pasos como un celador. De algún modo el saxofonista logró burlar alguna cláusula de su asfixiante contrato y al fin el disco, titulado Cry, apareció al año siguiente. La relativa aceptación pública de ese disco salvó a Klemmer de un castigo contractual e incluso le permitió hacer una segunda sesión de saxofón solo. Esos dos discos, que no pasan de ser una curiosidad, al menos se salvan un poco más que el resto del material discográfico del músico nacido en Chicago, quien se dedicó a hacer del jazz algo dulzón y simple, de fácil escucha a toda costa: un tipo de producto que solo encuentra cabida en el vestíbulo de un hotel de tres estrellas o en el repertorio de la estación del imer dedicada al género, cuya programación está dominada —como si fuera radio privada— por el gusto anacrónico y superficial de algún disk jockey al que misteriosamente nadie disputa la hegemonía. La pequeña historia del saxofonista que huye al desierto para poder grabar lo que él considera valioso me remite necesariamente a la figura titánica de Manfred Eicher, el productor alemán que fundó en 1969 la disquera ecm, siglas que equivalen a Editions of Contemporary Music. Una nutrida serie de grandes músicos hubieran tenido, en los mismos años setenta, que huir a un equivalente estudio de grabación recóndito de no ser por la presencia de Eicher en Munich. Tomemos por ejemplo December poems (también grabado en 1977), del contrabajista Gary Peacock, un disco en el que su instrumento se mantiene en solitario con la excepción de dos pistas en las que interviene, como único acompañante, el saxofón del noruego Jan Garbarek. ¿Un disco completo de piezas para contrabajo solo? ¿A quién se le hubiera ocurrido embarcarse en tal locura? ¿Quién va a comprar tal producto? Ya sea en proyectos donde hay un instrumento único o bien en ensambles reducidos, dúos, tríos o cuartetos, la lista de nombres de creadores promovidos —o rescatados— por Eicher es sin duda impresionante: desde Keith Jarrett y Chick Corea hasta Ralph Towner, Enrico Rava o Egberto Gismonti. Dedicado al equilibrio y la pertinencia de cada producto con su sello, dejando a un lado los criterios establecidos de lo que es comercial o no, el buen gusto y sensibilidad del productor Manfred Eicher se manifiestan también en la propuesta exquisita del diseño gráfico de los discos, terreno en el que igualmente ha dejado huella. Su influencia benéfica se ha extendido y a su derredor se han ido estableciendo con los años casas grabadoras de características similares, para beneficio de los músicos y su expresión, para beneficio de un público que ha emergido siguiendo la estela de un tipo de música sutil, propositiva y de calidad indiscutible, un público que en teoría no existía y que cobra definición al aparecer ecm. Coronando su proyecto inicial, en 1984 Eicher crea la New Series, donde se extiende a la música clásica, invitando a compositores de la estatura de Arvo Pärt y Eleni Karaindrou e intérpretes de la maestría de Andras Schiff o el Hilliard Ensemble. Nacido en 1943, Eicher se formó como contrabajista en la música de conservatorio y cultivó paralelamente el jazz. Pero una modestia prodigiosa lo llevó a reflexionar que tenía más que ofrecerle a la música del otro lado de los micrófonos, es decir: como productor. Fiel a ese carácter este hombre no suele aludir en entrevistas el elemento de enorme riesgo que es la clave de su inicial éxito: desatender las consignas cautelares de la mediocridad y seguir la pauta de su propio gusto musical. Según confiesa, hasta ahora su labor ha sido “movida por el misterio, el misterio de las cosas pasadas y las que han de venir.”

Inconciencia oratoria

El presidente Fox ignoraba que en español el plural es neutro y añadiendo un afán justiciero de corrección política lanzó en sus discursos las innovadoras y ahora famosas alusiones a “las niñas y los niños” o “las diputadas y los diputados”. Todo mandatario es humano y tiene derecho a su propio catálogo de faltas. Lo que no deja de ser asombroso es que se hayan esparcido como epidemia los brotes de su inconciencia oratoria y que además hayan trascendido los sexenios, de tal suerte que a la fecha sigan siendo habituales las alocuciones donde se proclaman los derechos de trabajadoras y trabajadores o los sueldos de las funcionarias y funcionarios. Darían ganas de que la Real Academia tuviera el estatus del Alto Comisionado de los Derechos Humanos y pudiera venir a atormentar al gobierno para vigilar el buen uso del idioma. 

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Escritor, artista plástico y cineasta, CLAUDIO ISAAC (1957) es autor de Alma húmedaOtro eneroLuis Buñuel: A mediodíaCenizas de mi padre y Regreso al sueño. Su novela más reciente se titula El tercer deseo (Juan Pablos Editor, 2012).

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