Blasfemos El utopista francés Charles Fourier dedicó muchas páginas de su Extravío de la razón a la idea de Dios, pero lo acaba resumiendo en lo siguiente: de existir Dios, solo hay dos posibilidades: o es un ser cruel y perverso que se divierte torturándonos o es una criatura imberbe y torpe, apenas ensayando suertes con el […]
Manual para zurdos (miscelánea)
Blasfemos El utopista francés Charles Fourier dedicó muchas páginas de su Extravío de la razón a la idea de Dios, pero lo acaba resumiendo en lo siguiente: de existir Dios, solo hay dos posibilidades: o es un ser cruel y perverso que se divierte torturándonos o es una criatura imberbe y torpe, apenas ensayando suertes con el […]
Texto de Claudio Isaac 23/04/17
Blasfemos
El utopista francés Charles Fourier dedicó muchas páginas de su Extravío de la razón a la idea de Dios, pero lo acaba resumiendo en lo siguiente: de existir Dios, solo hay dos posibilidades: o es un ser cruel y perverso que se divierte torturándonos o es una criatura imberbe y torpe, apenas ensayando suertes con el mundo como si fuese un juguete. Por su lado, E. M. Cioran usa la falibilidad del entramado religioso para ensalzar a un gran músico, y nos dice satíricamente que si alguien le debe todo a Bach es Dios, pues sin su música sería insostenible el escándalo de la Creación.
En la dramática novela Luz de agosto, William Faulkner hace que un personaje suyo se dirija al cielo y le diga parcamente a Dios: “bastardo”.
Joseph Roth titula su novela La rebelión con base en la conversión de su protagonista, que de ser un creyente dócil y agradecido a los gobernantes y a la Iglesia pasa a descreer de todo, a rebelarse. Por largo tiempo soporta los embates de la circunstancia cual un Job. Tras finalmente perder todas sus ilusiones, le dirige estas palabras al Señor: “¡No quiero tu misericordia! ¡Mándame al infierno!”.
En El guardador de rebaños, poema escrito por el heterónimo bucólico de Fernando Pessoa llamado Alberto Caeiro, hay un largo pasaje sobre Jesús niño en la tierra hablando con el poeta, quien dice que aquel le enseñó a mirar las cosas y le habló muy mal de Dios:
Me dijo que es un viejo estúpido y enfermo
siempre escupiendo en el suelo
y diciendo indecencias.
Lo menos que Sabines llama a Dios es “desmemoriado”, lo cual encierra una irreverencia de largo alcance. ¿Hacia dónde conduce esta enumeración de blasfemias? No lo sé. Se reunieron en mi mente como un racimo. A posteriori podría observar algo: que en aquellos que crecieron cercanos a la presencia de la fe religiosa, la voz sacrílega es más atronadora y poderosa, mientras que la causticidad de los que nacieron ya agnósticos, o así razonan su condición, es como un veneno de corto efecto, una efervescencia que dura poco. No se me ocurre una fórmula que neutralice a Dios como aquello que también expresó Jaime Sabines: “Para mí Dios no es más que una muletilla verbal: que Dios se lo pague, que Dios lo escuche…”.
Consignas en aerosol
En una pared lateral de la fachada del Museo de San Carlos se lee la pinta: “La cultura no se vende”. Más allá de ser una consigna críptica, resulta paradójica: ¿no se ha de vender pero sí se ha de mancillar con letreros escritos en aerosol? Ignoro quién desea vender la cultura (y quién comprarla) pero sí me escandaliza que para informárnoslo se recurra a intervenir groseramente el edificio de Tolsá en el cuarto siglo abarcado por su existencia.
Misterioso como el Oriente
En su ensayo Orientalismo, y posteriormente en otros títulos como Cultura e imperialismo, el bienamado pensador Edward Wadie Said trató de demostrar qué tan distorsionantes y lastimeros son los lugares comunes y el reduccionismo que la civilización occidental aplica al Medio Oriente. Desde las políticas más arbitrarias concebidas desde la xenofobia hasta las aparentemente benignas o incluso admirativas miradas del arte y la literatura hacia el “misterioso Oriente”. Desde nuestras diversas paráfrasis de las Mil y una noches, pasando por los folletines del siglo xix hasta la aparición de Rodolfo Valentino como el seductor pero peligroso Hijo del Sheik, y llegando al estereotipo actual del terrorista —uno de los villanos favoritos del cine carente de humanismo, imaginación u hondura—, nuestra concepción global de esa parte del mundo y su gente no dista de la del ignominioso Donald Trump. En su estudio sobre la guerra, el analista junguiano James Hillman nos expone: “El principio elemental del método psicológico sostiene que para comprender cualquier fenómeno hay que imaginarlo con simpatía. Ningún síndrome puede ser verdaderamente dislocado de su condición maldita si no llevamos primero la imaginación hasta su corazón”.
Queda claro que esta propuesta nos acercaría mejor que cualquier estrategia armamentista o de “inteligencia” a la médula de lo que son Al Qaeda, Boko Haram o el Estado Islámico. Desde la caricatura o el perfil maniqueo es imposible entender al otro y mucho menos neutralizarlo.
Por otro lado, la política exterior de las potencias de Occidente se asemeja al tratamiento alopático que se concentra en los síntomas sin atender la causa original. Mucha homeopatía nos haría falta para resolver todo esto.
Perder de vista la causa
El histerizarse en torno al síntoma perdiendo de vista su rastro hacia la causa que lo produce parece ser un comportamiento generalizado entre nuestras sociedades. Tenemos el ejemplo del narcotráfico y la prohibición, así como, muy recientemente, queda en evidencia la epidemia de ceguera (recordando la trama de Saramago) en la cuestión de la violencia policiaca en Estados Unidos, sus desproporcionadas y muchas veces injustificadas actuaciones. No he escuchado opinión alguna relacionando este fenómeno al de la omnipresente paranoia que rige el criterio de la Seguridad Interna de tal país. Claro, son temas distintos pero por contigüidad uno contamina al otro.
Modos y modas
Si se nos dice que alguien, por ejemplo un artista, ha ejercido enorme influencia sobre muchos otros dedicados a lo mismo, nosotros tendemos, en nuestra triste credulidad, a interpretar casi automáticamente que se trata de un personaje superlativo y que la obra que produjo es en sí trascendente. Entre otras cosas, se nos olvidan el mal gusto del que la humanidad hace gala tan recurrentemente y el atractivo que ejerce sobre nosotros el nuevo traje del emperador. De este modo, tenemos que un Andy Warhol sea quizás el pintor más influyente de finales del siglo xx y con reverberaciones hasta nuestros días. ¿Cómo se explica esto? Ya lo dije: somos crédulos, tenemos mal gusto, nos excita la novedad por sí misma aunque carezca de valor medular. Así como Hannah Arendt concibió alrededor de la figura del nazi Adolf Eichmann la idea de “la banalidad del mal”, con base en el frívolo e insulso Warhol —el crítico de arte Robert Hughes se refirió a él como “el hombre más aburrido y estúpido que jamás conocí”— podría tramarse una teoría sobre “la banalidad del influyente”, lo que hay detrás de quienes dictan modos y modas, tantas veces vacuos ellos mismos.
Películas de avión
Hasta hace apenas unos cuantos años el cine que se proyectaba en los aviones era invariablemente de una calidad inocua tal que en el imaginario colectivo se fundó un género llamado “películas de avión”, consistente en productos blandos, desabridos, con clasificación oficial de “para todo público” y que comprobaban que una cinta que garantiza no ofender criterio alguno probablemente tampoco interesa a público alguno. Con que el producto fuera mediano y tibio ya no se requería ir volando para ver cine de avión. Más tarde, junto con las facilidades que la tecnología brindaba, llegó la apertura a un menú con opciones múltiples, en el que hasta las películas de desastres aeronáuticos quedan incluidas, siendo que, si bien toda censura es infame, el filtro al cine catastrofista parecía, dada la circunstancia, razonable. Hoy casi cualquier película de estreno se puede ver en un avión y daría la impresión de que la laxitud en la selección de títulos va de la mano de las tendencias oportunistas de la corrección política: las historias de transgénero sí son admitidas pero algunas formas explícitas de la heterosexualidad no. Por estos cambios, la etiqueta “películas de avión” queda para la nostalgia, aunque hay un fenómeno interesante que se daba entonces y que perdura en algunos casos hoy día: se trata de la situación del viajero que —aunque no lo admita conscientemente— se siente frágil, pues se encuentra inerme en las alturas, en manos de la pericia del piloto o la eficacia del mecánico al revisar las turbinas, a merced de las turbulencias en el cielo, aparte de estar en tránsito, dejando la patria y los seres queridos, o a punto de reencontrarlos, dejando lo conocido y apacible, o ansiando regresar a ello; sea cual sea la particularidad del caso, hay un estado de excepción y está sensibilizado en extremo dada la combinación de factores. Así es cómo resulta que una película banal nos conmueve y descubrimos en nosotros mismos o en el hosco vecino de asiento una capacidad lacrimógena insospechada. Esto segundo ya no se referiría a las “películas de avión” como género sino como síndrome emocional, algo parecido a lo que ocurre con la música popular más abyecta cuando la escuchamos durante un transe álgido de nuestras vidas, en un taxi o un elevador, el día que un amigo fue hospitalizado o una novia nos dejó. Son los momentos de revelación en los cuales, como por una epifanía, entendemos a Cristian Castro y a “El Buki” en todo su poder de sacudimiento; con el ánimo lábil a todos nos queda el saco.
Afines
En una reflexión que, vista de primera instancia, podría tomarse por una broma, Samuel Beckett asevera en un ensayo sobre Marcel Proust que este debe haber tenido mala memoria y eso explica que se la pasara “recordando”. Desde luego suena a desacato que En busca del tiempo perdido sea obra de un desmemoriado, pero habría que admitir que el decir de Beckett posee su lógica incisiva. En un mecanismo de índole afín se podría cuestionar el título que Rodin no le dio a su más famosa escultura pero que el público, el tiempo y la costumbre le han acomodado: El pensador. Un nombre desafortunado para esa figura de bronce si partimos del principio de que alguien acostumbrado a pensar no requiere de sentarse y apoyar la cabeza en la mano para hacerlo, es decir: no necesita posar como pensativo para pensar. Algo semejante ocurre también cuando Octavio Paz —él sí— titula la exposición de arte basada en sus gustos personales Los privilegios de la vista. Por naturaleza humana —malagradecida, mezquina o distraída— nadie considera que la vista sea un privilegio —a menos que la esté perdiendo. ~
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Escritor, artista plástico y cineasta, CLAUDIO ISAAC (1957) es autor de Alma húmeda, Otro enero, Luis Buñuel: A mediodía, Cenizas de mi padre y Regreso al sueño. Su novela más reciente se titula El tercer deseo (Juan Pablos Editor, 2012).