Nos pusimos en marcha cuando voló el último de los zorzales. Yo hice en la tierra una marca con la punta del pie. Caminamos, todo el día caminamos. Éramos tres, cinco, a veces nueve. El más viejo de nosotros hablaba en voz alta pero sus palabras no coincidían con lo que podíamos ver. Cada uno […]
Los que regresan
Nos pusimos en marcha cuando voló el último de los zorzales. Yo hice en la tierra una marca con la punta del pie. Caminamos, todo el día caminamos. Éramos tres, cinco, a veces nueve. El más viejo de nosotros hablaba en voz alta pero sus palabras no coincidían con lo que podíamos ver. Cada uno […]
Texto de Javier Peñalosa M. 24/09/16
Nos pusimos en marcha cuando voló el último de los zorzales. Yo hice en la tierra una marca con la punta del pie.
Caminamos, todo el día caminamos. Éramos tres, cinco, a veces nueve.
El más viejo de nosotros hablaba en voz alta pero sus palabras no coincidían con lo que podíamos ver.
Cada uno llevaba sus señales y el cuerpo para interpretarlas.
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Ya bien entrada la segunda noche encendimos un fuego.
Uno que había estado con nosotros desde el principio se quedó dormido junto a mí y comenzó a hablar entre sueños. Por aquí pasa el agua, dijo.
¿En dónde?
No puedo señalar dónde.
Y con un movimiento volvió a su sueño. Lo cubrí con una manta y me quedé callado mirando las brasas apagarse.
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Porque éramos más de uno, porque habíamos apretado el paso para no alejarnos de los demás, porque también estábamos buscando, nos reunimos.
Éramos del norte y del sur, de la parte baja de la cuenca, del oriente y del poniente, de puntos cardinales invisibles en los mapas. Porque todos, de alguna manera, veníamos del horizonte, nos reunimos.
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Lo que amábamos se movía también hacia delante, como nosotros, con nosotros. Había ternura en la forma en que pesaba la luz y en los rastros que habían dejado los animales. Cedíamos a la misma fuerza que abre los botones de los nísperos y que dobla y quiebra las varas.
Yo repetía el sonido de mis nueve sílabas y por un momento sentí que podía llamar a los árboles por su nombre.
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Detrás del cerro, el cauce. Detrás del cerro están las luces encendidas, dijo.
Recuerdo una puerta dócil en la última hilera en el costado izquierdo del callejón. Y señaló un punto perdido en la distancia. Detrás del cerro.
Nosotros queríamos que nos llevara, que nos hiciera entrar.
Es probable que la mesa esté servida, dijo.
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Detrás del cerro, el cauce. Detrás las luces encendidas. Detrás, detrás, como si en el reverso de las cosas, como si detrás de la cara que vemos se escondiera siempre el pedazo que falta.
Pero detrás del cerro, el cerro. Y el cauce era una cuenca vacía.
Por aquí el agua, dijo. Y señaló como un dios torpe una hondonada seca.
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Los paisajes no conservan lo que sucede en su extensión. Un cauce no guarda el agua corriente del río; las piedras no retienen los musgos, no guardan el vuelo de los pájaros que pasan, no acumulan las sombras.
Nosotros queremos llegar al lugar que nos llama. Pero seguimos un camino trazado en la memoria y nuestra línea recta es espiral.
Con los zapatos muy pesados, con el cuerpo como una punción, bajamos por el cauce.
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Y sólo encontramos piedras.
Piedras levantadas, con nombres y fechas, piedras con colores y formas diferentes. Era un campo listo para la labranza.
Me separé del grupo y caminé con cuidado para no pisarlas. Yo quería encontrar la piedra de mi abuelo.
Y también estaban las piedras anónimas, apiladas una sobre otra. Las piedras con las que hicieron los muros, los muros con los que levantamos casas.
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Pero los paisajes también conservan lo que sucede en su extensión.
También las piedras guardan el fuego y a fuerza de agua o viento se pulen.
Si los animales duermen ahí, si ahí crece un cardo o madura una fruta; si un grupo de personas atraviesa el cerro a la madrugada, el territorio como una vasija se va llenando hasta que ya no puede contener, y se derrama.
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Por rumores supimos que los otros se reunieron en la oscuridad. Que tenían la luz pero la usaban para cegar. Que tenían las palabras y las usaban para dividir.
Ellos eran los que no dejaban pasar, los que habían cerrado las puertas. Eran los de las manos teñidas de rojo, los amargos del siglo, los iracundos rompedores de huesos.
Y también se movían hacia delante.
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Ninguno de los que estábamos ahí sabía por dónde entraron los teñidos de rojo, los del cráneo brusco.
Y con mucho pesar uno de los nuestros dijo: Abrimos una puerta, la dejamos abierta toda la noche. No. Ellos estaban aquí antes de las puertas.
Ellos al mismo tiempo que nosotros.
Todas las horas son su hora.
Aunque también es nuestra.
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Y uno de nosotros tomó la palabra:
También ellos tienen sed, dijo. Y son el corazón dolido de alguien. Como los animales que cazan, la zarpa atenta, su manera de estar vivos es muerte.
Y esto pesó mucho en los ánimos, y pareció que los pájaros iban más lento y que ahora viajaban en dirección opuesta.
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Desapareció el camino y cierta dulzura en la mirada. Desaparecieron más de cien tordos e incontables palomas. Desapareció el cajón de las velas. En contemplar desapareció el templo. En considerar desaparecieron el cielo y las estrellas. Y una tarde desapareció Raúl. Sus tumbos y sus flores.
Desaparecieron o cambiaron de lugar.
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Aparecieron escarabajos diminutos en los brotes de un árbol. Apareció una espina con la forma de un pez. Y no pudimos explicarnos cómo llegó un olor a lluvia en la mañana. Apareció una caligrafía en las piedras y un venado muy quieto en el sendero. Cardos, tordos y nidos entre los árboles.
Aparecieron o cambiaron de lugar.
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No puedo recordar su nombre pero reconozco su voz y el vaivén de su cuerpo cuando avanzaba arrastrando la pierna.
Sabía leer los pájaros y el recorrido de las hormigas. Para nosotros eran importantes las correspondencias entre arriba y abajo.
Hacia el medio día, nos sentamos en círculo bajo la sombra de un árbol. Uno al que llamaban el Cuervo, y que no había abierto la boca desde que salimos, repartió higos maduros que partimos a la mitad con la yema de los dedos.
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El de Remedios tomó la palabra:
La casa en la que crecí era de piedra pero la hicieron sobre el lodo. También de piedra la calle y los arcos, y de piedra la pila bautismal que nombró a los días y a los fantasmas.
La ciudad en la que crecí era de piedra pero se hunde en lodo.
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Entramos porque la puerta estaba abierta. Lo llamamos varias veces por su nombre y sólo nos respondió el eco de nuestra voz. La cama estaba destendida, las cortinas cerradas. Lo llamamos por su nombre.
Buscamos en la azotea y detrás de los muebles, repetimos su nombre hasta que el nombre dejó de ser nombre y era ya sólo un sonido seco salpicando las paredes de la casa.
•
Ya en la noche, su hermano hizo preguntas al cuerpo, pero el cuerpo no respondió como antes. Estaba muy oscuro, no podría decir si había pájaros volando o si alguien más se movía.
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No teníamos el mismo tamaño, no éramos los mismos.
¿Cuántos éramos?
Éramos los del principio. Éramos dos, tres, a veces nueve. No recuerdo.
¿Cuántos éramos?
Nadamos en el río en la mañana. El agua era dura, mojaba ardiendo. La corriente era mansa y no arrastraba, pero no recuerdo cuántos éramos.
•
Todas las islas van a hundirse. El agua va a subir, las islas van a hundirse.
No hay agua.
Paciencia. Las islas van a hundirse. Los flancos, las pequeñas playas que se forman en la orilla. Todas las islas van a hundirse, dijo.
¿Qué es una isla? Pregunté.
Una isla es cuando no encuentras tus zapatos en la mañana. Una isla son palabras que no sabes cómo decir y parece que flotan pero te están tocando la lengua. Una isla es el recuerdo de tu madre. Una isla es un lomo asomándose en el agua.
No veo ninguna isla.
Estamos sobre una isla, ¿no lo ves? Estamos flotando.
Aquí no hay agua.
Todas las islas van a hundirse, todos los valles. No van a arder: van a hundirse con nosotros en el agua. ~
JAVIER PEÑALOSA M. fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de poesía (2007-2008; 2008-2009). En 2009 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa por Los trenes que partían de mí (Ediciones Sin Nombre / FLM / Ayuntamiento de Torreón, 2011).