Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.
Las tres apariciones del mariguano
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Texto de Alaíde Ventura 21/06/21
Que la comedia no es otra cosa que la tragedia aquilatada (tragedy + time = comedy) es una sentencia atribuida a Mark Twain y retomada por Woody Allen, según una investigación cero exhaustiva que realicé en internet. Me gusta pensar que la premisa es cierta y que al cabo de algunos años (semanas, en épocas pandémicas) cualquier desdicha puede revisitarse con ojos nuevos, acomodarse, resignificarse y provocar risas en la audiencia. También pienso, porque me gustan los relatos fragmentarios y azarosos a los que algunas teóricas han dado en llamar f(r)icciones, que dicha lógica es reversible: aquello que de noche parece gracioso, a la luz del nuevo día puede tornarse funesto. Para tal caso postulo, y recuerden que ante todo soy una científica, que la comedia mal repetida o sacada de contexto a menudo se vuelve un problema: tragedy = erf(comedy); o bien: no + tengo + idea + de + lo + que + estoy + diciendo.
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Las primeras apariciones del mariguano datan de octubre de 2020. Eran los días del insomnio crónico: dormir menos de tres horas por noche y pasar la madrugada en vela cocinando, trapeando, leyendo, mariposeando por el departamento igual que Apu cuando se queda solo en el Kwik-E-Mart. En El Paso los contagios iban a la alza y la municipalidad estableció el toque de queda de diez a cinco. Adiós, rodadas nocturnas. No me quedaba otra opción que estirar mis pasatiempos al máximo para soportar las tortuosas horas de vigilia.
Como si aquella maldita ansiedad natural (panza normal) no fuera suficiente, al cúmulo de mis inquietudes tuve que agregarle una más: el toquido abrupto de un desconocido en mi ventana, un muchacho desarreglado y de ojos vidriosos que me pedía un cigarro a las tres de la madrugada, saltándose el confinamiento y todas las reglas de civilidad estadounidense. Algunas veces lo corrí a gritos, otras tantas opté por ignorarlo, adherida a la pared como Spiderman para que él creyera que la casa
estaba deshabitada. Su silueta de pelo informe, delineada por el brillo de la luna, me provocaba escalofríos, pero mi escasa granularidad emocional no me dejó entender qué era exactamente lo que sentía. Ahora pienso que era miedo, aunque no puedo asegurarlo.
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Lisa Feldman acuñó el concepto de granularidad emocional para referirse a la capacidad de un individuo de identificar y nombrar sus emociones. Las personas que únicamente separan el sentirse bien del sentirse mal tienen baja granularidad; las que distinguen entre aburrimiento y enfado, entre besos y raíces, la tienen alta. Conceptualizar experiencias emocionales a detalle conlleva las mismas ventajas que aprenderse la taxonomía de las frutas: ninguna (o todas). Es una empresa en apariencia ociosa, a menos, claro, que los cítricos te apasionen; en ese caso, sí, tal vez te convenga averiguar que el alto precio de las naranjas dekoponas se debe a que un solo productor californiano mantiene monopolizado el mercado. Del mismo modo, encontrarás beneficios en la especificidad emocional; ahora resulta que aquello que considerabas encono era orfandad, que la vulnerabilidad y la cobardía no son la misma cosa, etcétera, no te confundas, no sirve el rencor, son espasmos después del adiós.
Yo, que siempre fallé en la tarea de espulgar frijoles, todavía batallo al interpretar la sintomatología del miedo. No sé si el mariguano me espantó o si me espantó más la idea de espantarme. Quién sabe. En aquel momento hice lo único que se me ocurrió: tuitear al respecto, caricaturizarlo, convertir el pánico en chiste pisando al fondo el acelerador (de partículas).
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A finales del año pasado, el mariguano modificó sus operaciones. Tocó a la puerta una noche, alrededor de las once, durante mi meditación. La puerta no tenía mirilla y yo no acostumbraba recibir visitas a deshoras, así que recurrí al clásico grito pelado, insignia de mi mexicanidad: ¿Quieeeén? Tuve que repetirlo tres veces, agazapada y expectante, hasta que a la cuarta él respondió: Enrique, como si aquella palabra pudiera indicarme algo. ¿Qué Enrique? Y él: ¿Me retiro? Y yo otra vez: ¿Qué Enrique? Y él: Enrique, me retiro. Y yo: ¡¿Quién eres?! Y él: Me retiro. Y se retiró.
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Cuando cuento la historia siguiente, malabareo las expectativas para ganarme algunas sonrisas. Apelo a la forma fragmentaria y a la narrativa en espiral; abandono las leyes de la causalidad, en cambio abrazo las de la casualidad, y en el armado dejo algunas piezas inconexas. Lo primero que digo es: Me enamoré. Lo segundo: Reapareció el mariguano. El cerebro de mi interlocutora rellena los huecos y su gesto se descompone en mil muecas para mi divertimento. ¿Serás capaz, Alaíde?
Para este truco me apoyo en el juego narrativo de Forster: si el rey muere y la reina muere, tenemos una historia, pero si el rey muere y la reina muere de tristeza, entonces tenemos una trama.
Me enamoré, ____ reapareció el mariguano.
a) y
b) pero
c) porque
d) amiga, qué te digo, caí, ah, y además, ¿sabes qué?,
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Venía llegando a mi departamento después de un viaje de una semana. Saqué el celular para escribirle al dude con el que había quedado de verme a la mañana siguiente. En eso noté que mi ventana estaba rota, el mosquitero fuera de su marco, la puerta entreabierta, y que adentro de la casa mis pertenencias estaban desarregladas. Me apuré a avisarle a Codell, el dude, que tenía una situación; eso dije, a situation. Él me sugirió que llamara al 911. También me dijo que venía heading over, pero eso no alcancé a leerlo porque en ese momento encendí la cámara para tomar fotografías del desastre. Mis objetos de valor, computadora y Kindle, habían cambiado de sitio, pero seguían ahí, lo cual no me tranquilizó en absoluto. Mi ropa estaba tirada y pisoteada, mezclada con otras prendas que no eran mías: pantalones caqui de hombre, calcetines deportivos, una playera tipo polo, un cubrebocas de tela negra. Mis tenis estaban desgarrados, como si un pelotón de mapaches se hubiera dado a la tarea de desprender plantillas y lengüetas. Había trastes sucios en el fregadero y la cama estaba mal tendida, como en el cuento de los tres ositos. El baño era una desgracia peor que la que relata El Gran Combo (se llenan las manos de lechón, después se limpian con la cortina). En el basurero de la cocina encontré latas de atún y Spam, y cajitas de cereales de esas que sirven en los bufets.
Aunque el departamento es minúsculo, su disposición en forma de L impide la vigilancia de la puerta principal desde la recámara. Ocupada en fotografiar, no me di cuenta de en qué momento el mariguano entró a la casa. De repente ya estaba frente a mí, poquito más alto que yo, con sus ojos vidriosos de siempre, preguntándome ¿qué haces? ¿Por qué estás en mi casa? ¿Eres mi compañera? Traía puesta una de mis playeras y mis pantalones favoritos, que lo hacían parecer un calcetín relleno de piedras.
Con más granularidad emocional, sería capaz de especificar si me irritó, enfureció, preocupó, angustió o todas las anteriores. Lo que recuerdo es que le exigí que se largara de mi casa y le reclamé por haberse metido en primer lugar. Hablé recio, sin gritos; hace tiempo que perdí la capacidad de gritar. Él comenzó a alejarse de mí con pasos cautos en reversa hasta salir al patio. Repetía su propio nombre a velocidad acelerada, e insistía en que era yo quien estaba invadiéndolo a él. Lo perseguí hasta la calle cruzando el edificio, parecía que éramos las únicas personas vivas en toda la ciudad. Tomé el teléfono para llamar a la policía. Hice un primer reporte, en inglés, sin trastabillar (se los juro por las diosas de la verosimilitud). Yo también voy a llamarla, dijo él, y sacó algo de su pantalón (mi pantalón) que yo temí que fuera un arma, pero era solo un celular. Después se escabulló entre los andadores. Me quedé sola durante algunos minutos en lo que llegaba Codell y levantaba un segundo reporte, también en inglés, también sin trastabillar, porque, pues, bueno, ese es su idioma. La patrulla apareció de inmediato. Los agentes se dirigieron a mí en español cuando notaron que el inglés me traicionaba. Fueron tan meticulosos, y se tomaron tan en serio el análisis de la escena, que el tiempo corrió lo suficiente como para que el mariguano regresara a recuperar lo que él consideraba su hogar. Codell lo distinguió merodeando entre los buzones. Yo confirmé su identidad con un aullido desorbitado (¿excitación?, ¿alarma?). Los policías lo interrogaron, lo esposaron y lo encerraron en la patrulla. Luego apresuraron la recolección de evidencias.
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Mi mamá me ha pedido que no llame mariguano al mariguano porque resulta estigmatizante. La mariguana no te hace eso, insiste, y supongo que tiene razón.
El día después del incidente, volví al departamento a realizar una limpieza exhaustiva. Entre mis utensilios de cocina encontré una taza con restos de cristal de metanfetamina. Sobra decir que ni rastros de mota. A partir de ese hallazgo, Codell comenzó a referirse al intruso como crackhead, pero todavía se ríe cada que agito mi puño al aire maldiciendo al mariguano por su nombre verdadero: mariguano.
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El departamento quedó cubierto de polvo para huellas dactilares, como un pueblo veracruzano durante la temporada de zafra. El mariguano fue a dar a la cárcel con dos cargos y derecho a fianza. El casero se negó a ponerle barrotes a las ventanas, se limitó a reparar el mosquitero con dos tornillos nuevos y uno usado. Yo me fui a quedar con Codell y desde entonces no me he movido. He estado usando su ropa y comiéndome su comida. Ahora es mi compañero. O sea que me convertí en su very own mariguano.
Alguna literatura fragmentaria puede ser esto: un conjunto de postales para acomodarlas como prefieras, sin orden fijo. Si el mariguano viene en forma de tragedia, después llegarán las risas. Se acabó todos mis tés, incluso los más feos, y se despachó con la cuchara grande mi colección de aceites esenciales. Si tan solo me hubiera avisado, yo habría podido darlo de alta como promotor de Young Living.
Por el contrario, si el mariguano es la comedia, terminará convirtiéndose en problema. La verdad es que su primera aparición no era chistosa, yo la volví. Es una forma común de plantarle cara al espanto: cambiarlo de registro. Dice Ramachandran que la risa es un mecanismo de defensa contra la ansiedad y que el 80% de las carcajadas no son respuestas directas a bromas deliberadas, sino impulsos nerviosos que nos protegen del sufrimiento. ¿Acaso estuvo leyendo mi Twitter?
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No consigo averiguar si lo que sentía ante las acechanzas iniciales del mariguano era miedo. Lo que sí sé es que desde que no estoy en ese departamento duermo mejor que nunca. Guardé mis chivas en una bodega y le devolví al casero su inmueble de ventanas desnudas. Codell y yo, que apenas llevábamos algunas semanas saliendo, adelantamos los engorrosos protocolos de la vida doméstica: hilo dental, lavado de trastes, lentes de contacto, caricaturas para desayunar el domingo en pijama. Me siento cómoda, feroz, ligera, entusiasta, enamorada y, sobre todo, emocionalmente granular. Ando sin casa, pero con hogar. Lo que nos queda, y disculpen la cursilería, es toda una vida de primeras citas.
Lo fragmentario también puede ser esto: un conjunto de videoclips para mirar de manera aleatoria. ¿Estoy hablando de la literatura o estoy hablando de la memoria?
Ay, no. Creo que estoy hablando del amor.
Maldito mariguano, te odio, te aborrezco, pero si te acomodo desde cierto ángulo me regalas un presente feliz. Fin. EP
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