La vida horrible

José Emilio Pacheco había pasado de la cincuentena y tenía ya en su lista de obras dos libros de cuentos cuando, en 1990, reunió entre las tapas de un nuevo volumen una diversidad de textos narrativos escritos entre 1956 y 1984 y que se habían publicado en revistas y suplementos aquí y allá. La sangre de […]

Texto de 23/04/16

José Emilio Pacheco había pasado de la cincuentena y tenía ya en su lista de obras dos libros de cuentos cuando, en 1990, reunió entre las tapas de un nuevo volumen una diversidad de textos narrativos escritos entre 1956 y 1984 y que se habían publicado en revistas y suplementos aquí y allá. La sangre de […]

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José Emilio Pacheco había pasado de la cincuentena y tenía ya en su lista de obras dos libros de cuentos cuando, en 1990, reunió entre las tapas de un nuevo volumen una diversidad de textos narrativos escritos entre 1956 y 1984 y que se habían publicado en revistas y suplementos aquí y allá. La sangre de Medusa y otros cuentos marginales resulta, como sería previsible y sin que haya en ello desdoro, más una antología personal de lo disperso, un tomo misceláneo salpicado de las muy heterogéneas inclinaciones temáticas y técnicas del escritor entre la adolescencia y la precoz madurez. El adjetivo “marginales” efectivamente delataría la posición de estos escritos ante las dos recopilaciones de cuentos ya editadas por Pacheco; frente a la selección depurada y unitaria que hay detrás de El viento distante (1963) y El principio del placer (1972), los textos de La sangre de Medusa habrían quedado inicialmente fuera acaso no —o no solo— por un criterio insobornable de alta exigencia en la calidad, sino por parecer dispares o disonantes en una visión de conjunto. ¿Eso los hace menos parte de la obra de Pacheco? ¿Conllevan un signo de extranjería en el territorio literario del autor?

No ciertamente. Una de las derivas más relevantes en La sangre de Medusa luce una fuerte estela borgesiana que se manifiesta en reescrituras, parodias y pastiches de algunos hitos mayores de la tradición cultural de Occidente, y que estaría emparentada con generosos ejemplos en el corpus poético del autor, así como con la familiaridad exegética que se muestra en sus artículos literarios de la prensa. Una instancia de este perfil de escoliasta en La sangre de Medusa es “Gulliver en el país de los megáridos”, que se presume como un capítulo inédito de la obra clásica de Jonathan Swift y que originalmente apareció el 22 de noviembre de 1982, en las postrimerías del Gobierno de José López Portillo, en la revista Proceso.

Gulliver llega a la isla de Megaria. Su retrato del país imaginario involucra tácitas referencias al México de los años setenta. Con las sutiles armas del sobreentendido propias de la sátira swiftiana, Pacheco describe a su país al hablar de Megaria: una sociedad corrompida, con poderosos que gobiernan de forma despótica y habitantes que pasan de la agresividad a la cortesía súbitamente, así como un entorno aniquilado: “bosques enteros destruidos sin que se planten nuevos árboles, ríos agonizantes que arrastran toda clase de suciedades y desperdicios, campos fértiles transformados en basureros…”. Con todo, el Gulliver de Pacheco no dramatiza los hechos que conducen a los megáridos a esta situación tan infortunada; más que un conflicto, el relato enumera una serie de circunstancias que ya están dadas. La destrucción de Megaria ya ha tenido lugar.

No es ese el único escrito de La sangre de Medusa en que Pacheco une su carácter de escoliasta a una prospección pesimista de la realidad mexicana. En “Un visionario”, un pastiche de cariz periodístico, habla del descubrimiento en Viterbo de grabados desconocidos de Giambattista Piranesi: “El inventor de laberintos, hipogeos, prisiones, murallas oníricas describe en estas imágenes de hace doscientos años nuestro presente”. Además de los cuadros infaustos de Venecia, Roma y París, Piranesi habría pintado escenas del México moderno, una “inmensa ruina de fealdad y desastre”.

Es natural ver en José Emilio Pacheco a un autor, tanto en la lírica como en la ficción, obsesionado con los recuentos de la decadencia y la ruina, una voz que, a la manera de Jeremías, se conduele de las calamidades y naufragios que han hundido los valores y las bellezas pretéritas. Ese temple vincula de forma enfática a La sangre de Medusa con el resto de su obra. En ocasiones, este ánimo se aprecia con un tenor agriamente humorístico, como en la minificción “La lechera”, en que retoma, transgrediéndolo, el molde añejo del cuento tradicional, para insertarlo en el contexto amenazado por la bomba atómica durante la Guerra Fría: “La lechera hacía proyectos mientras caminaba por la ciudad. De pronto ella, su jarra y sus ilusiones se volvieron añicos en la explosión nuclear”.

Nacido en 1939 en la Ciudad de México, José Emilio Pacheco creció durante los años dorados del Milagro mexicano. El joven país salido de la gesta revolucionaria con un puñado de ideales de redención social entró desde la década de 1940 en una etapa de crecimiento económico y estabilidad política conseguidos gracias a la sustitución de importaciones, la represión y la cooptación, y a la que se le aparejó una corrupción desmedida, siempre impune, en los distintos espacios del Gobierno. No deja de ser sintomático que muchos de los cuentos de Pacheco (sobre todo en El viento distante y el primer relato, homónimo, de El principio del placer) presentan, con ese trasfondo de una púber nación gradualmente despojada de sus sueños de igualdad y democracia, a niños o adolescentes en su camino hacia la adultez, y que este proceso conlleve el desengañado develamiento de la naturaleza malévola de los mayores. Estos niños son usualmente chicos sensibles y soñadores, cuya imaginación ha sido sostenida por historias de aventuras provenientes de la novela o del cine. La sociedad, no obstante, a través de unos pocos sucesos definitorios les opone facetas distinguidas por el prejuicio, la falsedad, el abuso, la hipocresía, el robo y la codicia, que hacen añicos, y ya sin retorno, los tenues pilares de ese reino primario de la infancia.

Lo que define a la adultez es una tara: la corrupción moral. Los padres, los tíos, los adultos en general, son tramposos, falaces, egoístas, en una sociedad regida por políticos que se enriquecen insaciablemente de la noche a la mañana, lo que dibuja un vínculo acusatorio entre la venalidad de los poderosos y la comunidad que los tolera y consiente. En “Langerhaus” (El principio del placer), el narrador, Gerardo, cuenta cómo uno de sus compañeros de tiempos escolares ha sido nombrado subsecretario. Durante una cena para festejar el nuevo cargo, Morales “se muestra sencillo y cordial con un grupo útil para sus ambiciones. Lo elogiamos sin recato como si nos hubiéramos puesto de acuerdo”. Poco antes, Gerardo ha consignado cómo “la gente de mi edad llega al poder como una concesión a esa juventud que se rebeló en 1968 y a la que no pertenecemos. Es decir, escala posiciones sobre los muertos del 2 de octubre en Tlatelolco”. Aunque ya un adulto, él comparte la perspectiva de los niños: no puede dejar de referir con crudeza y desazón el actuar ajeno tanto como el propio cuando este se aparta de lo justo.

Ya sea en tercera, segunda o primera persona, la escritura con la que se despliega esta visión ética en los cuentos de Pacheco es una prosa limpia y cristalina, destilada a partir de una búsqueda severa de la precisión y la contención. En “El principio del placer”, el protagonista, Jorge, lleva un diario en que narra su vida en el puerto de Veracruz y su enamoramiento de una chica pocos años mayor que él. Su cuaderno muestra una sencillez confesional, sin arrebatos. Y es en este diáfano río verbal donde se insertan las voces toscas de la madurez. El caso más agresivo es el de un anónimo que llega a la casa familiar alertando sobre la libertina conducta del hijo, que seguiría los pasos del promiscuo padre. Los diálogos tienen también una tonalidad contrastiva, no exenta de crispación: “tu error fue tratar a Ana Luisa como una muchacha decente y no como lo que es”, le dice a Jorge la novia de un ordenanza de su padre. “Te lo digo con todas sus letras: una putita que se acuesta con viejos repugnantes para sacarles dinero. La culpa es del borracho de su padre, un huevón al que no le gusta trabajar, y de la madrota que vive de conseguirle clientes a tu noviecita”. En general, la cuentística de Pacheco congrega una variedad verbal en la que diversos depósitos sociales del lenguaje —el habla viva de la calle o la radio, las formas a menudo mendaces del periodismo, por ejemplo— exhiben la tensión entre la limpidez y la suciedad moral o, con mayor enrarecimiento, las turbias danzas entre la verdad, la sospecha, la insidia y la mentira.

Así como ocurre con el protagonista de la novela corta Las batallas en el desierto, la discrepancia entre lo ideal y lo real conduce a los niños y adolescentes al abatimiento de la neurosis. “La vida de todo el mundo siempre es horrible”, concluye Jorge en un punto de su diario. Parecería no haber asegunes para tan desconsolado dictamen. El viento distante incluye una colección de microrrelatos titulada “Parque de diversiones”. En una de ellas, se habla de una estación de ferrocarril a la que llegan muchos niños. Ellos suben al tren, se sobresaltan cuando el vagón arranca: “Luego miran con júbilo a los bosques, la maleza, la cadena de lagos, las montañas, los túneles. Lo único singular es que este tren nunca regresa. Y cuando lo hace los niños son ya adultos y están llenos de miedo y resentimiento”. Aquí, en una nuez, se encuentra condensado el conflicto dramático elemental de la prosa de ficción en Pacheco: el paso del júbilo a la decepción que significa llegar a la adultez. Y, quizás exagero, también está ahí la explicación de por qué el autor no acometió después de El principio del placer Las batallas en el desierto una empresa narrativa de otras extensiones y pluralidad de ámbitos: el pesimismo —como el que se ratifica en numerosos de sus textos— es tajante; no admite peros ni matices. Esta percepción por entero fatalista de lo que entraña ser adulto habría anulado la contingencia, la incertidumbre, la particularidad no determinista de la novela moderna, que requiere, sabemos, de tensión, conflicto, posibilidades contrapuestas en los destinos humanos. Pacheco, pienso, fue congruente con esta visión sin tonalidades de una sociedad y un país en irremisible caída hacia la podredumbre moral: ¿qué más se puede fabular de la devastada Megaria que conoce Gulliver y de la que con tantas dificultades logra huir? El casi total silencio de Pacheco en la ficción breve coincide con la traición final de los ideales de la Revolución mexicana: la última franja del siglo xx y los comienzos del xxi, las décadas terminales de la dictablanda priista y la desilusionada transición de los gobiernos del Partido Acción Nacional. Hasta podríamos elucubrar una suspicaz coincidencia en el hecho de que su fallecimiento, ocurrido hace dos años, se haya dado poco después de que el pri regresó al poder presidencial. La intuición de fondo sería: ¿para qué narrar los conflictos humanos en un país como este si en todas las instancias nos espera la amargura del fracaso?

Pero hay otra cosa. A diferencia de la dañada adultez, la infancia en Pacheco supondría una mayor abundancia de tonos y ánimos. Por lo menos, me interesa destacar el hecho de que el punto original desde el que arranca la pauta de desilusión en estos chicos no necesariamente tiene que ver con la pureza. Quiero decir: ellos —son varones casi siempre— traen en la cabeza una futura existencia donde la valentía y el amor los definiría; pero en su vivir diario pueden dejarse llevar por la trasgresión. Jorge, en “El principio del placer”, no tiene reparos en falsear los hechos cuando así lo requiere. Luego de pelearse con un compañero de la escuela que se burlaba de que anduviera con una muchacha “que se acuesta con todo el mundo”, él acepta que en su casa tuvo que mentir: “dije que peleé porque criticaron a mi padre debido al asunto de la presa”.

No sería sabio así llegar a la conclusión de que los niños de Pacheco son inocentes o puros. Ocurre más bien que su imaginario está nutrido por las historias tópicas de audacia y heroísmo que las sociedades humanas han moldeado para exaltar las mentes más impresionables y así encubrir las propias vilezas de la comunidad; se trata de un idealismo impuesto por el entorno, no de una inclinación natural de la especie (¿qué sería lo natural a fin de cuentas?). En “El parque hondo” (El viento distante), un niño es enviado con el veterinario a entregar para su sacrificio a una gata moribunda, la mascota adorada de su represiva tía. En el camino, sin embargo, acepta junto con su amigo matar a la gata y gastar en el cine el dinero. Otro ejemplo es Adelina, protagonista de “La reina” (del mismo libro), una adolescente enojada debido a que su mayor rival está por ser coronada reina del carnaval de Veracruz. La narración deja ver a una jovencita lacerada por la envidia y el despecho, a quien delata la discordancia entre las melosas cartas que dirige al muchacho de quien está enamorada y la violenta dicción con que habla a su hermano. En este sentido, es más adecuado hablar no de la “pérdida de la inocencia” sino del “descubrimiento de la propia corrupción” en los niños y adolescentes de Pacheco. La diferencia se halla en que, por lo menos, estos personajes no esconden hipócritamente sus taras; conocen y se dejan llevar, sin pudor, por el resentimiento, la ira y el miedo.

Conviene no olvidar que el título de uno de los relatos más notables de Pacheco es el ya citado “El principio del placer”. Hay aquí, por supuesto, un filón irónico, pues la narración de Jorge exhibe muy poco gozo por su desaliento ante lo imperfecto de la humanidad. Pero si leemos el título literalmente veríamos la historia futura de Jorge: la adolescencia como el inicio de la única existencia real, una en que se vive, e incluso se conoce el placer de vivir, en un mundo incierto y perverso, dominado no por la oscuridad total de una vida “horrible” sino por el claroscuro, el azar, el ir y venir de la dicha y el sufrimiento. Esta sería la contracara del orbe ficcional de Pacheco, los otros libros posibles de sus personajes, “lo que no está escrito, lo que no se dice”, como se lee en su último cuento, “La niña de Mixcoac”.  ~

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