En este cuento de Bernardo Esquinca se intercalan dos historias —la de un chef que llegó a su profesión para asegurarse de lo que come y los experimentos secretos del Coronel Sanders—: “Jamás lastimé a los especímenes mientras estaban vivos ni probé su carne: eran mis criaturas, las amaba, tanto como amo a las que ahora he creado y desarrollado para el Gobierno”.
En este cuento de Bernardo Esquinca se intercalan dos historias —la de un chef que llegó a su profesión para asegurarse de lo que come y los experimentos secretos del Coronel Sanders—: “Jamás lastimé a los especímenes mientras estaban vivos ni probé su carne: eran mis criaturas, las amaba, tanto como amo a las que ahora he creado y desarrollado para el Gobierno”.
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I
Recuerdo bien lo que salía del vientre de las ratas
cuando eran atropelladas. Expulsaban sobre el asfalto algo parecido a una
ensaladilla rusa a la que le hubieran agregado cuadritos de jamón; me causaba
un asco enorme porque a mi madre le gustaba preparar una receta similar, que
servía en pequeños platos de vidrio a la hora de la comida. En aquellos tiempos
era posible jugar en el exterior futbol, béisbol, tenis o cualquier otro
deporte; hablo de la época en la que las calles aún no estaban conquistadas por
el flujo constante de los automóviles. Lo único que importunaba nuestra
diversión eran los cadáveres de los roedores que nadie se atrevía a remover, y
que duraban semanas expuestos hasta que terminaban convertidos en una grotesca
oblea de pelos, vísceras y miembros. Entonces los quitábamos con una espátula
y, sujetándolos de la aplanada cola, los metíamos dentro del buzón de algún
vecino odioso.
El error fue confesarle a mi madre el auténtico motivo de
mi aversión a su ensaladilla rusa. Cuando le dije que me evocaba a las entrañas
de una rata atropellada me tildó de embustero, y desde entonces me obligó —con
ese adoctrinamiento cerril que las madres son capaces de aplicar a sus hijos— a
comérmelas todas. Imaginar que deglutía las tripas del bicho muerto me
provocaba arcadas; contribuía a ello la sensación fibrosa de los chícharos y
las zanahorias al fragmentarse en mi boca, mezclada con la densidad de la
mayonesa. Lo peor era sentir el jamón —aquellos cuadritos de carne rosada que había visto en
numerosas ocasiones fuera del vientre de las ratas—, que procuraba tragar sin masticar, conteniendo la
respiración…
Extracto
del diario del Coronel Sanders
Alguna
vez fui científico. Hoy en día no sé cómo llamarme a mí mismo, aunque sin duda
fueron mis habilidades en el campo de la ingeniería genética las que hicieron
que el Gobierno me contratara y me pusiera a trabajar en un laboratorio
secreto. Para la mayoría
de las personas con las que comparto espacio en este complejo subterráneo soy
una especie de chef, aunque tengo claro que se trata de un término absurdo, un
eufemismo que les ayuda a tolerar mis experimentos. Lo cierto es que no
necesito una clasificación para ubicarme: sé que mi misión es de máxima
prioridad. La gente habla a mis espaldas. Por más concentrado que esté en el
microscopio observando las mutaciones en los tejidos celulares, los rumores
llegan a mis oídos. Conozco el mote que me han puesto, relacionado con mi
anterior trabajo. Es pueril, pero incluso a mí me hace reír. Mi apodo es otro
eufemismo, por supuesto. Todos sabemos que en realidad deberían llamarme Doctor
Moreau.
“Para la mayoría de las personas con las que comparto espacio en este complejo subterráneo soy una especie de chef, aunque tengo claro que se trata de un término absurdo, un eufemismo.”
II
Fueron años en los que —pobre de mí— también proliferaron las leyendas urbanas que ligaban a
los roedores con la comida. La más famosa era aquella del pollo Kentucky. Todos
la habíamos oído y todos la habíamos contado al menos una vez: en la oscuridad
de un cine, un incauto disfrutaba de su comida hasta que se percataba de que la
carne empanizada con la crujiente “receta secreta” del Coronel Sanders tenía
cola y patas. Sin duda, dicha historia impactó de manera negativa en las ventas
de la marca durante un tiempo, pues nadie quería exponerse a tan escalofriante
posibilidad, por remota que fuera. Lo más siniestro vino tiempo después —antes
de que las franquicias de comida rápida fueran absorbidas por el Gobierno tras
la Crisis de las Vacas Tóxicas—, cuando Kentucky fue obligada a retirar de su nombre una
palabra clave, y pasó de ser Kentucky Fried Chicken a solamente KFC. Eso derivó
en otra delirante leyenda, en la que se afirmaba que los pollos de la popular
cadena eran criados como entidades de pechugas súper desarrolladas, sin cabeza
ni patas; una especie mutante que no podía recibir el nombre de chicken.
Evoco también otro mito bastante extendido, originado en
una franquicia de lonches, célebres porque eran ahogados en una salsa picante y
cremosa, que tenía como protagonista a un estudiante. Para pagarse la escuela,
el joven aceptó un trabajo en las profundidades de la cocina donde se preparaba
la salsa. Cierto día, le tocó ver a una rata caminar por el borde de la enorme
olla donde se cocía el menjurje, y cómo esta terminaba por resbalar y caer en
el interior. Horrorizado, llamó al supervisor para relatarle lo ocurrido. Sin
inmutarse, el jefe se colocó un guante de goma, metió la mano en la olla y
removió el contenido hasta dar con la intrusa. Tras extraerlo, dio la orden de
que la salsa se siguiera cociendo y se sirviera cuando estuviera lista…
Extracto
del diario del Coronel Sanders
Cuando
coincidimos ante la cafetera o el garrafón del agua, mis compañeros del
complejo suelen hacerme preguntas sobre mi anterior trabajo. La duda más común
es si alguna vez probé los especímenes que desarrollaba. Es decir, antes de que
salieran a la venta. Al principio no sabía qué responder, pero después aprendí
a divertirme. “Sí —digo, en una especie de cuento
que voy perfeccionado y ampliando en cada ocasión—,
aunque había catadores contratados por la empresa y no se me pedía que hiciera
tal cosa, debía cerciorarme por mí mismo de los progresos. Al principio
resultaba bastante difícil, pues no sólo los probaba sin el recubrimiento
empanizado y las salsas que se les agregaban después, sino que debía extraer
las muestras mientras aún estaban vivos: un requisito fundamental para
comprobar la integridad de la carne”. El compañero en turno me miraba con una
mezcla de asco y compasión; entonces me gustaba concluir el relato con un toque
de resignación macabra: “A todo se acostumbra uno. Si los comes muertos, los
puedes comer vivos. Es muy parecido a masticar una almeja que aún se retuerce
en tu boca”.
III
¡Qué decir de los chinos! A medio camino entre la ficción
y lo comprobable, estaban también las numerosas anécdotas que circulaban en
torno a sus bufets. Su reputación de insalubres era legendaria. Cucarachas en
el arroz frito, huevecillos en el chop suey, larvas en los rollos primavera. Y
ratas: dueñas de aquellas cocinas, que se alimentaban de los platos con restos
de comida sin que nadie hiciera el menor intento por espantarlas. Era creencia
popular que las sobras se recalentaban cuando la demanda rebasaba a los
cocineros… Podría rememorar el día entero: más en el terreno de las noticias,
pero no por ello menos impactante, fue la historia que inundó los periódicos
sobre una conocida taquería que hacía pasar la carne de caballo por res. El
negocio quebró tras conocerse el engaño, y un pelotón de clientes indignados
apedreó los cristales e intentó, sin éxito, incendiar el local con el dueño
dentro.
Todo esto que relato, decía, pertenece a otra época: una
en la que había calles y no como ahora, que sólo existen circuitos para los
coches; una en la que el agua aún no había sido privatizada: salía del grifo
sin necesidad de que alguien te la vendiera; mucho antes, por supuesto, de la
crisis de la carne, tras la cual el control del suministro recayó en manos del Gobierno.
Era otra ciudad, también: los ríos estaban entubados, bajo el asfalto, pero al
menos sabíamos que esa agua era nuestra. Ahora por esos ductos ya no corre
líquido; el agua llega a los hogares en pipas equipadas con terminal para
tarjetas de crédito. Se ingresa la clave y el monto, después se toma la
manguera y se llena el tinaco. Algo muy parecido a las gasolineras…
Extracto
del diario del Coronel Sanders
Por
supuesto que todas esas historias que cuento en el laboratorio son mentira.
Jamás lastimé a los especímenes mientras estaban vivos ni probé su carne: eran
mis criaturas, las amaba, tanto como amo a las que ahora he creado y
desarrollado para el Gobierno. El tiempo que trabajé en aquella franquicia de
comida rápida me dio mucha experiencia, me volví uno de los mejores hibridistas—como nos llamaban entonces— e
hice que mis jefes ganaran un montón de dinero, pero también aprendí algunos
trucos que no contemplaba el programa. Años de atestiguar cómo mis criaturas
eran destinadas a los estómagos de personas que no sabían que se estaban
comiendo una obra maestra de la genética y la hibridación, me hicieron jurarme
una cosa: nunca más. Mi plan secreto ha funcionado a la perfección. Ahora mis
hijos tienen patas y pueden correr con velocidad. No poseen cabeza, pues eso
hubiera llamado la atención de mis superiores, que conocen bien mis diseños del
pasado, pero sí los he dotado con el olfato de un roedor, básico para su
supervivencia. La nariz está oculta en los pliegues de la prominente pechuga —más grande, más ancha, más jugosa, exigen los
supervisores—, al igual que las cuerdas
vocales, que les permitirán comunicarse entre ellos. También les he
proporcionado órganos sexuales y una poderosa capacidad de reproducción,
similar a la de las ratas. Escogí ya el lugar donde voy a liberarlas; mis
criaturas proliferarán lejos de los platos y las dentelladas de los humanos.
¿Estoy loco? Este mundo sin duda me juzgará así. No me importa: soy un padre
amoroso, dispuesto a todo por salvar a sus hijos.
IV
No es gratuito que traiga esas historias en la cabeza,
pues ahora soy dueño de un restaurante. Hoy en día la mayoría de la gente se
alimenta en puestos callejeros; los locales cerrados son lujo para ricos.
Poseer un restaurante también es exclusivo; si puedo permitírmelo es porque
está localizado en una Zona de Exclusión. A primera vista, el barrio que rodea
mi negocio se ve cuidado y próspero: casas de dos pisos con jardín, elegantes
edificios de oficinas, glorietas con fuentes y alumbrado. Si alguien se fijara
con mayor detenimiento —cosa que ya nadie se molesta en hacer, porque la
comodidad es ciega— descubriría en la textura de las cosas un pixelado
apenas perceptible, una cuadrícula diminuta que revela la auténtica naturaleza
del paisaje urbano: una ilusión digital en tercera dimensión. Detrás de dicha
cortina de “humo tecnológico”, como le llamo yo, hay uno de los tantos
cinturones de pobreza de la urbe: kilómetros de chabolas y otros asentamientos
ilegales, fábricas abandonadas y un vertedero de residuos. El Gobierno argumenta que las
Zonas de Exclusión son un programa que busca promover el turismo, pero todos
sabemos que lo que pretende en realidad es evitar que los ricos se aíslen en
sus guetos. Lejos de polemizar con esa medida, la agradezco, pues
gracias a ella pude dejar mi puesto callejero, y prosperar.
Supongo que me hice chef por la lección involuntaria que
mi madre —junto a todas esas leyendas urbanas y noticias— me
dio de niño: la única manera de saber qué comes es prepararlo tú mismo…
Extracto
del Diario del Coronel Sanders
Fui
descubierto, mi ingenuidad me condenó. Mis superiores sabían todo desde el
principio, vigilaron mis avances con sistemas ocultos. Si no me detuvieron
antes, fue porque consideraron que lo que tramaba les beneficiaba. Incluso
esperaron a que liberara a mis criaturas. Me lo confesaron cuando vinieron por
mí:
—Es
una maravilla que tengan patas, que se puedan reproducir, y que los liberaras en
un sitio tan propicio.
—Eres
un genio, Sanders. Así la comida estará garantizada, se entregará sola y será
más fácil guardar el secreto.
Y
luego agregaron, disfrutando el sarcasmo:
—El
éxito de un restaurante es que nadie mire en la cocina.
—Y
tampoco en el laboratorio.
Escribo
esta última entrada desde una Zona de Exclusión, donde he sido confinado. Ya no
me necesitan. Resolví, muy a mi pesar, la crisis alimentaria. Mi destino será
congruente y no podría ser otro, pues no pienso comer la carne de mis hijos:
moriré de inanición.
“El Gobierno argumenta que las Zonas de Exclusión son un programa que busca promover el turismo, pero todos sabemos que lo que pretende en realidad es evitar que los ricos se aíslen en sus guetos.”
V
—Dos milanesas empanizadas. Urgen.
La voz del mesero me distrae de mis pensamientos. Tomo la
comanda y la coloco al lado de las otras que se me han acumulado. Trabajo solo
en la cocina. Para otorgar la licencia de restaurante, el Gobierno exige que el
dueño sea el único chef. No hay manera de burlar esta regla: existen cuadrillas
de inspectores que recorren los restaurantes y puestos callejeros sin previo
aviso.
—Muévete. La gente empieza a quejarse.
Debo tolerar que el mesero me hable así. No sabe que soy
el dueño. Piensa que soy un empleado como él, un tanto holgazán, poco dispuesto
a esforzarme si nadie me presiona. Lo miro alejarse, sudoroso y ajetreado. Es
un buen elemento, así que tomo nota mental de subirle el sueldo en cuanto me
sea posible. Salgo de mi pasmo, voy al refrigerador y compruebo que me he
quedado sin milanesas. Es un decir, pues el Gobierno ha garantizado el
suministro de proteína animal, tan solicitada por los comensales. En verdad
nunca falta, y es la misma carne tanto para los locales cerrados como para los
puestos callejeros.
Cojo el trinche, cuyo mango es tan largo como el palo de
una escoba, y que me hace parecer Diablo de pastorela; me dirijo al fondo de la
cocina, y abro la trampilla situada en el piso. Desciendo las escaleras de
mano; me detengo en cuanto siento la vibración del río que corre por los
ductos, la potencia de ese ejército que marcha de manera incansable por las
entrañas secas de la ciudad.
Hundo el trinche. Nunca me acostumbraré a sus chillidos. EP
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