La humanidad y El Decamerón

A punto de no ser, pero fue es la columna bimestral del guionista y dramaturgo Ernesto Anaya Ottone.

Texto de 11/06/20

A punto de no ser, pero fue es la columna bimestral del guionista y dramaturgo Ernesto Anaya Ottone.

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A mediados del siglo XIV, Génova tenía un potente enclave comercial en el mar Negro. Era el puerto de Caffa (actual Feodosia) en la península de Crimea: uno de los territorios más antiguos de Europa (dos mil quinientos años). Dominarlo no fue fácil, hubo que mantener a raya a mongoles, tártaros y, en particular, a Venecia, su eterna rival. Desde Caffa, los genoveses comerciaban con Rusia, aprovechando los ríos Volga y Don, y con el lejano Oriente por medio de un hormiguero de caravanas que iban y venían sin cesar. El mundo ya se globalizaba, y no dejaría de hacerlo nunca más. 

Caffa era el mayor mercado de esclavos de la época, lo que hacía más antipáticos a los altivos genoveses. En 1346 fueron asediados por los tártaros. En pleno sitio, la peste negra despuntó entre las filas tártaras que, sin misericordia alguna, catapultaron a sus muertos dentro de la ciudad1. Meses más tarde, en el nordeste de Sicilia, en el puerto de Mesina, unos pocos barcos genoveses arribaron a duras penas cargados con los sobrevivientes y con la peste. 

En Mesina se impuso la cuarentena, pero si no funciona bien una cuarentena en pleno siglo XXI, imaginemos en la Edad Media. La peste se propagó. Venía a lomo de rata, en las pulgas, que también se escondían en las telas. Carniceros, molineros, panaderos, fueron los primeros afectados porque sus lugares de trabajo eran el foco alimenticio de las ratas. Luego los comerciantes de telas porque eran el foco alimenticio de las pulgas que venían en las ratas: muertas las ratas, las pulgas se encaramaban en los humanos. En ese momento al rey de Hungría se le ocurrió declarar la guerra a Nápoles, desplazó su ejército por toda Italia, se apestó y tuvo que regresar a Budapest. Se terminaron contagiando su esposa y después toda Europa. Además de la reina húngara, murieron las soberanas de Navarra, Luxemburgo y Lancaster, también el rey de Castilla, Alfonso XI, mientras asediaba Gibraltar. Las cifras resultan espeluznantes: en cuatro años pereció la mitad de Europa, más de cuarenta millones de muertos; en Asia, sesenta millones; en África, veinticinco millones. La humanidad estuvo a punto de no ser, pero fue. 

Las bacterias son los organismos más abundantes del planeta, imprescindibles para el reciclaje de la materia orgánica; sin ellas desaparecería la vida en la Tierra. Las hay buenas y malas, y muy malas. La Yersinia pestis, madre de la peste bubónica, es de las peores. El nombre se debe al médico y bacteriólogo francosuizo Alexandre Yersin (1863-1943) que, en 1894, fue enviado por el gobierno francés a la colonia británica de Hong Kong junto al científico japonés Kitasato Shibasaburō para enfrentar una epidemia que había causado 80% de mortalidad en los afectados. Al examinar los cuerpos, los médicos advirtieron la presencia del típico bubón oscuro propio de la peste negra, también conocida como peste bubónica. Entonces Yersin recordó los cuadros de San Roque en las iglesias de París. San Roque fue un peregrino francés del siglo xiv que durante años recorrió Europa asistiendo a los contagiados de peste negra2. Las pinturas que se hicieron de él resultan grotescas: el santo siempre muestra una pierna desnuda con el espantoso bubón. Yersin lo reconoció y, tras una impresionante investigación, dio finalmente con la Yersinia pestis, con las pulgas que la inoculaban y con las ratas que la transportaban. Lo descubrió todo, cinco siglos después de que casi nos matara. 

La peste negra, o bubónica, directamente responsable de más muertes humanas que cualquier otra enfermedad infecciosa —a excepción de la malaria, que se cuece aparte—,3 duró de 1346 a 1894. Rebrotó varias veces, con episodios alarmantes: en 1582 exterminó a la mitad de Tenerife: 9 mil personas. En 1629 diezmó Italia: 280 mil muertos. En 1649 atacó a Sevilla: 60 mil decesos. En 1665 a Inglaterra: 100 mil fallecimientos. En 1679 apareció en Viena: murieron 76 mil. En 1720, en Marsella: 40 mil personas. En 1738 recorrió todo el este europeo: 50 mil muertes. En 1770 pasó por Rusia: 100 mil decesos. El origen de todo, China, otra vez.

Desde el Paleolítico hasta la Edad del Hierro, desde la Antigüedad hasta la Edad Media, desde la Edad Moderna hasta la contemporánea, la humanidad ha estado a punto de no ser varias veces: glaciaciones, depredaciones, hambrunas, cataclismos y enfermedades al por mayor nos han tenido pendiendo de un hilo. Hemos resistido milenios en las peores condiciones. Pensemos que el jabón, tal como lo conocemos y usamos, recién apareció en el siglo XIX, y la penicilina en el XX. Sin embargo, pululamos. De los mil millones que éramos en 1800 pasamos a ser alrededor de 7 mil 600 millones en 2020. 

Podemos sobrevivir cualquier cosa menos a nosotros mismos: la cantidad de muertos por culpa de las guerras a lo largo de la historia de la humanidad hace palidecer a las pandemias. Basta con sumar la expansión de los mongoles, las guerras napoleónicas y la Segunda Guerra Mundial para llegar a una cifra cercana a los 160 millones de cadáveres. Miles de años, miles de guerras. Y seguimos. 

Hay dos cosas que puede que no sobrevivamos: el desastre ambiental que estamos provocando y la tecnología. Dicen los expertos que en treinta años más las condiciones serán nefastas, que las zonas cálidas serán infernales, que el mar subirá medio metro, que la producción alimentaria no será suficiente. Somos demasiados y hacemos demasiado daño (los nazis del reino animal)4. En segundo lugar, el manejo de la tecnología o, mejor dicho, la tecnología que nos maneja. El piloto dejó de ser piloto, maneja computadoras, si falla la computadora, el avión se cae. Algún algoritmo descarriado (o terrorista) podría causar un desplome en el mercado de valores. Hoy, un error en cadena puede provocar un final irreversible, Chernóbil, por ejemplo. Nick Bostrom, director del Instituto del Futuro de la Humanidad de la Universidad de Oxford dice, preocupado, que “estamos al nivel de los niños en términos de responsabilidad moral, pero con la capacidad tecnológica de adultos”. Nostradamus predijo el fin de la humanidad para el año 7074. Lo único cierto es que en 1534 la peste negra le arrebató a su primera esposa y a sus dos hijos, y él no lo vio venir. A ver qué dice la realidad. 

Florencia, 1348. La ciudad es la más golpeada por la peste, sobrevive apenas una quinta parte de la población. Diez jóvenes escapan de ahí (siete muchachas, tres muchachos), dejan atrás los muertos tirados por las calles y se refugian en una villa en medio del campo. Es el comienzo de El Decamerón. Para no morir de aburrimiento, ellas y ellos relatan cuentos: diez (deca) cada uno, un total de cien historias. Van de lo cómico a lo trágico, en un compendio de todo lo que se puede llegar a vivir, rezuman erotismo. En medio de la orgía de muerte, Boccaccio escribió una orgía de vida. Fue el primer bestseller de la historia, sin imprenta y con una humanidad analfabeta, aclamado por la burguesía, la clase emergente. El Decamerón inauguró un género literario inédito, la novela, que dominaría ampliamente el futuro. Esta obra es el primer paso, la protonovela. Se atisba la conciencia que habla, despunta el absurdo, la libertad y el desparpajo propio del género, capaz de mezclarlo todo con total impunidad, capaz de convertir cualquier cosa en obra de arte. 

La novela es el género del sobreviviente y es por eso que su tema recurrente, medular, es el (o la) sobreviviente: es Alonso Quijano que revive la orden de la caballería, es Anna Karénina que deja atrás su mundo y se aferra al amor, es Marcel Proust que busca el tiempo que se le fue. ¿A qué obedecen todas estas historias sino a la necesidad de contemplar, observar, estudiar al ser humano roto, enajenado? Como diría Viktor Frankl (otro sobreviviente), en busca de sentido. Sin la peste negra nada de esto hubiera sucedido. El apocalipsis medieval acabó con todo lo sólido, estable y fijo que fue el mundo antiguo. Dio paso no a otro mundo, sino al mundo opuesto, donde nada es fijo, donde todo se mueve y todo cambia. Boccaccio y sus congéneres cruzaron una frontera irreversible, tal como nosotros la estamos cruzando ahora, la humanidad sobreviviente del siglo XXI, atrapada por el coronavirus. 

Si hacemos a un lado El Decamerón, Boccaccio resulta un típico escritor de su época: de argumentos clásicos, prolífico en poemas alegóricos y fábulas, escribió sobre todo en latín. Hizo giras por Italia recitando y comentando la Divina Comedia, a la que veneraba5. Nadie en su época —él, en primer lugar— hubiera pensado jamás que ganaría la inmortalidad por algo tan frívolo como El Decamerón, que en verdad no tiene nada de frívolo: fue, de hecho, su tabla de salvación y la de una generación entera. Porque no es cosa fácil volver a sentir gusto por la vida cuando no queda vida. Pero fue un lapsus; en el fondo de su corazón amaba el mundo medieval como el que más, y le dolió verlo perdido. Al final de su vida se apartó de todo para dedicarse al estudio y la meditación, se hizo diácono y tuvo serias intenciones de quemar El Decamerón. Petrarca, que lo quería como a un hijo, le hizo prometer que no lo haría. Por suerte, Boccaccio murió un año después de Petrarca, pues seguramente no hubiera mantenido la promesa y hubiera empezado a recopilar ejemplares hasta quemarlos todos. El Decamerón estuvo a punto de no ser, pero fue. Lo último que Boccaccio leyó en su vida fue la Divina Comedia en una lectura pública. El ayuntamiento de Florencia se lo había pedido. No alcanzó a llegar al Paraíso, murió antes. EP

1 Los catapultados de Caffa se consideran la primera arma biológica de la historia.

2 No se sabe que en vida haya curado a nadie, el milagro realmente fue que Roque muriera de muerte natural.

3 Según datos de la Organización Mundial de la Salud, hasta 2008 morían cada año entre 700 mil y más de 2 millones de personas por causa de la malaria (75% son niños en zonas endémicas de África).

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5. El adjetivo “divina” se lo puso Boccaccio. El título era Commedia porque tenía un final feliz. Así las cosas en la Edad Media.

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