Ila y el piñonero

(Traducción de Claudia Benítez) Sola, en el lado oeste de una colina arriba de su aldea, que estaba al Este, Ila, guardiana de los relatos, arrancó un piñón de una de las ramas del antiguo árbol madre. Estaba por guardarlo en la pequeña bolsa de algodón que colgaba de su hombro cuando se detuvo. Ese […]

Texto de 18/06/17

(Traducción de Claudia Benítez) Sola, en el lado oeste de una colina arriba de su aldea, que estaba al Este, Ila, guardiana de los relatos, arrancó un piñón de una de las ramas del antiguo árbol madre. Estaba por guardarlo en la pequeña bolsa de algodón que colgaba de su hombro cuando se detuvo. Ese […]

Tiempo de lectura: 8 minutos

(Traducción de Claudia Benítez)

Ila y el piñonero

Sola, en el lado oeste de una colina arriba de su aldea, que estaba al Este, Ila, guardiana de los relatos, arrancó un piñón de una de las ramas del antiguo árbol madre. Estaba por guardarlo en la pequeña bolsa de algodón que colgaba de su hombro cuando se detuvo. Ese piñón tenía algo distinto. Quizá que era más grande. Quizá que era más robusto.

Con cada sonido o aroma en las corrientes de aire, con cada extraña refracción de la luz o sombra fuera-de-lo-ordinario, con cada retumbo de la tierra, aparecían imágenes que el árbol madre guardaba. Ese registro era un buen lugar para encontrar historias.

El sol ya estaba descendiendo, pero todavía se encontraba a varios minutos de tocar el mar. Aún había tiempo. Ila miró a su alrededor buscando en la escasa maleza de la colina indicios de chicos curiosos: algún codo asomándose, o tal vez el brillo de una rodilla reflejando la luz del sol.

Cuando estuvo segura de que nadie estaba mirando, apretó el piñón entre los nudillos de sus manos. La cáscara crujió y se desprendió. Dejó caer los pedazos y colocó el piñón en el diminuto hueco justo detrás de la punta de su lengua. Allí lo dejó mientras entonaba en voz baja las gracias al sol por sus rayos dadores de vida y al árbol madre por todas las historias que guardaba.

Cerró los ojos y se imaginó el sabor leñoso pasando del piñón a su lengua, cargando con él las historias que el árbol madre había visto a través de los tiempos. Grandes tormentas distantes azotando la tierra con agua que da vida. Adversidades que había que resistir, pero en equilibrio con la ayuda y la calma. Barcos y lanchas pesqueras llegando del mar. Solamente idas y venidas rutinarias. La llegada de hombres a pie o a caballo. Solos y en grupos, desde el Norte y desde el Sur. Desde el Este. Se trataba únicamente de fragmentos de las historias, excepto por una interrupción: de cuatro hombres que habían venido, sólo tres se marcharon. Ila se detuvo por un momento, concentrándose en ese corte.

Cuatro hombres que habían cabalgado desde el Norte se detuvieron para mirar detenidamente el mar desde la altura del único acantilado en la costa, un solo afloramiento rocoso. Dos permanecieron sobre sus caballos y los otros dos desmontaron.

Uno de los que se habían bajado del caballo se acercó demasiado a la orilla. Una súbita ráfaga de viento sopló y él se alejó del borde, pero su pie izquierdo, enfundado en una bota de cuero, resbaló sobre las rocas mojadas. El hombre trató de agarrarse de algo. Luego cayó y gritó. Los otros no estaban lo suficientemente cerca.

Momentos más tarde, luego de una tranquila discusión, los otros decidieron cabalgar hacia el Sur. Los esperaba un trabajo, y la muerte de su compañero había sido solamente otra lección.

Ila inspeccionó la lejana costa con la mirada. Ubicó el afloramiento rocoso a cierta distancia en dirección al Sur y musitó una oración silenciosa por el alma de aquél que había muerto.

Volvió a cerrar los ojos, echó la cabeza hacia atrás y regresó a las visiones. El paso de carruajes y carretas. Barcos distantes navegando hacia el Sur, navegando rumbo al Norte, aparentemente balanceándose en el horizonte. Nada que valiera la pena. Y finalmente, las grandiosas vías de hierro. Sacudió la cabeza hacia delante, abrió los ojos. A lo lejos yacía un único par de rieles, una vía férrea de entrevía menor serpenteando a lo largo del desierto. Más lejos, apenas más allá del borde sur de su visión, los rieles cruzaban un lomo de tierra sobre una profundamente perenne y árida estela.

Los trenes. El piñón vibró.

Ila levantó la cabeza y observó los rieles. En su amplitud, centelleaban rosados y plateados bajo la suave luz occidental. Se estiraban hacia el Norte y desaparecían enfáticamente más allá de una cuesta. Se estiraban hacia el Sur y se desdibujaban en una sola línea. Y luego nada.

Cuando fijó la escena en su mente, volvió a cerrar los ojos. Acomodó el piñón en su boca e invitó al siguiente recuerdo a que viniera.

El árbol madre no podía detectar detalles tan lejos como hasta donde llegaban las vías, pero guardaba en su memoria lo que podía: el estrepitoso pasar de un tren por la mañana, su estrepitoso regreso por la tarde, pensamientos y emociones lo suficientemente fuertes como para llevar dicho fragor hasta las raíces. Sólo una vez, en sus trescientos doce años, dos trenes habían provocado un estruendo al mismo tiempo.

Ila frunció el ceño. Eso no podía ser cierto. Solamente había un juego de vías.

El piñón todavía yacía cómodamente en su boca. Ella levantó la lengua tocándose el paladar por un momento, empujando suavemente al piñón hacia un lado, ligeramente hacia atrás, y le dio media vuelta hasta dejarlo posicionado perfectamente para filtrar la historia de los dos trenes convergiendo.

Las primeras sensaciones que emanaron del piñón hicieron que se estremeciera. Los estrépitos eran grandes. Fuertes. Todavía fuertes. Deseó ser una testigo más íntima. El árbol madre le concedió más detalles. La nuez del piñón cosquilleaba su lengua, una invitación a visitar ese recuerdo. Ella dudó, pero era sólo una nuez balanceándose en su lengua.

Otra vez el cosquilleo, y ella se dejó ir.

Había un solo propósito que fluía, restringido y mermado pero directo, como agua escurriendo por una roca. Pensó en la primavera que aparecía en el lugar a un lado de la colina a finales del invierno. Sabría cómo se sentía el agua, y más que eso. Estaban el tren y otras mentes. No era simplemente el escurrimiento a lo largo de la pared de un acantilado. Había granos de arena, pedazos de roca, la ocasional raíz, y a través de todo eso, ella flotó como un espíritu. Así debía ser como un espíritu se mueve. Y se elevó en el aire, y de ahí al interior del tren.

Era el quinto vagón, pero no supo cómo lo reconoció. Allí, en el séptimo asiento, en la parte trasera del lado derecho, estaba ella. Un hombre dormía a su lado tranquilamente. La parte izquierda de su cabeza estaba recargada en el respaldo del asiento, su frente pegada a la ventana. La mujer, María Escobedo de Salas, lo miró y sonrió, pensó en su madre y volvió a leer su libro. Viajaban al Sur para ver a la madre de él.

Confortada por los ritmos del tren que se mecía suavemente, María retomó la lectura de su libro de relatos. Terminó de leer una página y miró por la ventana el paisaje semiárido. Una sonrisa arqueó una esquina de su boca. Miró hacia abajo, pasó su mano por el suave asiento de cuero. Estaba en una máquina que la sujetaba firme y cómodamente en su sitio mientras veía el mundo, el tiempo y todos sus problemas pasando a toda prisa. Los relatos de su libro estaban dentro de ella.

Cambió de posición, volvió a poner atención al libro y dio vuelta a la página. Leyó por un momento y luego lo cerró, marcando dónde se había quedado con el dedo índice.

Mañana. Una lágrima brotó de uno de sus ojos. Ladeó un poco la cabeza, hizo que su barbilla sobresaliera y apretó los dientes, cuidando de no hacerlo demasiado fuerte.

Obligó a la lágrima a permanecer en el rabillo interior de su ojo, y a todas las demás a quedarse en sus respectivos conductos hasta que fuera un momento más apropiado. Mañana tendría que soportar muchas cosas, pero una de las peores sería escuchar las palabras de su suegra. Entonces habría oportunidades de sobra para las lágrimas.

Se enfadó, sin ser consciente de ello, al pensar en su suegra. Vestida toda de negro, como siempre, la mujer se le acercaría con los brazos abiertos pero rechazándola con la mirada, buscando un hombro dónde apoyar la cabeza para derramar lágrimas de cocodrilo, con una sonrisa triste plasmada en ese mapa de carreteras que era su rostro. María sonrió lánguidamente ante la crueldad de su propio humor y se sintió sólo un poco mal por haber permitido que ese pensamiento se le escapara.

Según las historias que eran leyendas en la familia, su suegra, en su juventud, había sido una belleza clásica. Cada mañana lavaba su cara en un manantial que brotaba de la tierra cerca de la pequeña aldea de la que su padre era alcalde. La mayoría de las versiones dicen que rara vez pasaba mucho tiempo contemplando su propio reflejo en la tranquila superficie del manantial. Algunos interpretan eso como que no era narcisista en lo absoluto. Otros dicen que estaba tan convencida de su propia belleza que le parecía que el perfecto espejo del manantial era indigno de su reflejo. Como fuera, su padre le pidió que lo ayudara a mantener alejado de una traición planeada a un joven capitán. En el peor de los casos ella debía debilitarlo como sólo una mujer puede hacerlo.

Finalmente fue requerido que así lo hiciera, y ello resultó ser su perdición. Más tarde, mientras el capitán se ponía la ropa, un rayo de luz entró por la ventana. Ella se quedó sin aliento ante la escultural belleza del hombre, y en la intensidad del momento, una oleada de curiosidad pasó sutilmente por su rostro como el movimiento de una pluma. Otra oleada más fuerte sacudió a su corazón. ¡Algo no estaba bien!

Saltó de la cama para alisarse la falda y la blusa. Arrancó su capa del pilar de la cama y huyó de la habitación, corriendo hacia el manantial para ver qué era lo que le había sucedido.

Se quitó la capucha y se inclinó sobre el manantial. ¡Su rostro! ¡Había grietas que corrían de la frente a la barbilla, de oreja a oreja, recta y diagonalmente! Y su vientre había crecido perceptiblemente. La pasión del capitán había sido tal que la había dejado embarazada, y el bebé nacería en tan sólo tres meses. Esa criatura sería el Pedro de María.

Ah, esa mujer. Las historias seguramente eran mentiras.

Esa mujer tomaría a María por los hombros con firmeza, la sujetaría guardando la distancia para no darle un abrazo de bienvenida, y haría un comentario mordaz pero cubierto de miel y canela.

María sonrió sombríamente.

Lo cierto era que esa mujer no tenía manos. Eran sólo los pies ásperos y callosos de una gárgola con afiladas garras apenas disimuladas. Perforarán la suave carne de mis hombros mientras me sujeta fuertemente. Gotas de sudor aparecieron en la frente de María.

Entonces su mordaz y muy afilada lengua, tras haber sido sumergida en miel para suavizar la entrega de sus palabras y en canela para cauterizar la herida, cortaría la carne de los buenos modales y de la cortesía así como una moledora de carne convierte el músculo en hamburguesa. ¡Cómo la despreciaba!

Algo le trajo una premonición, y vio ángeles. Se los imaginó bailando sobre la cabeza de un alfiler. Resplandecían por aquí y por allá, revoloteando y deslizándose de la inmortalidad a la mortalidad, del cielo a la tierra y de vuelta, todo en sintonía con los ritmos del tren. En un destello de claridad acompañado por un grito distante, pudo contarlos. Sonrió, aunque no lo suficiente como para evocar el pecado de la soberbia. Ella era la única mortal que cargaba con el conocimiento de ese número sagrado. Una lágrima apareció en uno de sus ojos. No hizo ningún esfuerzo por detenerla.

Se escuchó un fuerte grito. Parpadeó.

Ila conocía ese grito.

El tren que viajaba hacia el Norte aulló, como si el otro tren debiera hacerse a un lado para dejarlo pasar. Se imaginó el vapor saliendo disparado del silbato y siendo lanzado hacia atrás, penetrando en la columna curvada de humo negro antes de disolverse en ella.

El tren que iba al Sur continuaba su viaje con fuerza, su ritmo sacudiéndolo insistentemente.

El tren que iba al Norte hizo sonar su silbato de nuevo, más fuerte, y se escuchó otro alarido.

El tren que iba al Sur dio bandazos como si las ruedas se hubiesen trabado, para luego seguir girando. La sacudida obligó al operador a poner atención.

Otro grito, esta vez de la mujer. Enseguida: “¡Pedro! ¿Qué está pasando?”.

“¿Eh?”, Pedro hizo un ademán con la mano, los ojos todavía cerrados, su frente aún pegada a la ventana.

María quería gritar: “¿Por qué no pones atención?”, pero solamente exclamó “¡Pedro!”, y le dolió el brazo derecho al sacudir al hombre con fuerza.

Pedro se movió y, sintiendo el miedo de la mujer, abrió un ojo. De nuevo hizo un ademán con la mano. “Probablemente fue una vaca o un venado. Nada de qué preocuparse”.

El tren dio bandazos otra vez, pero más fuerte, con un gran chirrido. El vagón se detuvo y fue lanzado hacia arriba. María, a través de Ila, fue arrojada de su asiento hacia delante. Gritó de nuevo. El sonido fue interrumpido cuando llegó al frente del vagón.

La cabeza del hombre se golpeó con el asiento que estaba frente a él, e Ila… Rápidamente abrió los ojos.

En la distancia, las vías del tren. Res-plandeciendo rosadas y plateadas, pero no tan intensamente. Sólo la mitad del sol permanecía aún en el cielo.

A su izquierda, el piñonero parecía estar decayendo.  ~

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HARVEY STANBROUGH es un escritor y poeta estadounidense. Antes de ir a la universidad, pasó veintiún años en el Cuerpo de Marines de los Estados Unidos. Es autor de diecinueve novelas, más de ciento cincuenta cuentos y cientos de poemas <http://harveystanbrough.com/>.

CLAUDIA BENÍTEZ es maestra en Traducción Literaria por Trinity College Dublin. Es editora y traductora.

DOPSA, S.A. DE C.V