Formar lectores para estudiar mejor

Muchos creen que memorizar es igual a aprender, pero grabarse algo en la cabeza no necesariamente significa que se está entendiendo realmente lo que se piensa que se está aprendiendo. A continuación una interesante reflexión sobre lo que es una verdadera educación y en qué consiste el acto de aprender, de pensar, de desarrollar la inteligencia.

Texto de 23/04/16

Muchos creen que memorizar es igual a aprender, pero grabarse algo en la cabeza no necesariamente significa que se está entendiendo realmente lo que se piensa que se está aprendiendo. A continuación una interesante reflexión sobre lo que es una verdadera educación y en qué consiste el acto de aprender, de pensar, de desarrollar la inteligencia.

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No siempre los mejores alumnos son los mejores estudiantes, y casi nunca son los mejores lectores. Cuando decimos “mejores alumnos” es obvio que nos referimos a los más aplicados, a los que destacan, sobre los demás, por su gran disciplina y sus excelentes calificaciones. Lo cierto es que, en general, ser “aplicado” en la escuela es seguir, de modo muy preciso y sin dudar, las instrucciones exactas del maestro para cumplirlas del modo más satisfactorio, sin cuestionar nada ni reflexionar de manera libre sobre el sentido o la lógica de lo que se realiza.

Una gran parte de la educación formal es, por este motivo, simplemente escolarización acrítica. Para que realmente fuese educación tendría que sembrar, en los estudiantes, un ánimo y una vocación de reflexión y análisis sobre las tareas efectuadas, eso que el filósofo español Emilio Lledó denomina “la estimulación intelectual”.

Cabe aclarar que el concepto convencional que compartimos sobre educación, y del cual se desprende la ampliamente aceptada denominación “mejores alumnos” destinada a los más aplicados, no es algo creado por los maestros, sino impuesto a ellos por un sistema educativo que ha privilegiado la memorización de datos, a cambio de relegar el uso del pensamiento. Memorizar no es reflexionar, es recordar simplemente lo aprendido, y en lo aprendido puede haber falsedad o inexactitud.

Un verdadero estudiante es alguien que pone en marcha su cerebro: piensa, cuestiona, duda, y de este modo consigue distinguir entre las cosas falsas y las verdaderas, entre las benéficas y las dañinas o simplemente inútiles. El auténtico estudiante es alguien que le busca cinco pies al gato, porque el arte de pensar conduce siempre a no conformarnos con lo que nos dicen que solo puede ser de una manera.

Un estudiante no es únicamente un alumno y, por lo general, es alguien que lee libros y busca siempre algo más de lo que hay a la simple vista de todos. Paideia llamaban los antiguos griegos a la educación o a la formación del niño que no se reducía ni a la crianza ni al cultivo de hábitos y saberes técnicos, sino que abarcaba también la transmisión de valores y el arte de cultivar y desarrollar el pensamiento. Por ello, la educación no puede restringirse ni a la memorización de simples datos ni a la formación de determinados hábitos. Otra vez Emilio Lledó nos dice lo que realmente es la educación:

La auténtica paideia es aquella que nos libera precisamente de esas imposiciones educativas de la pedagogía trivial. El cultivo de la libertad interior, el juicio crítico, el cultivo de la lectura, de la reflexión, de la sensibilidad a través de nuestro contacto con el mundo del conocimiento, a través de las obras que nos lo descubre y a través de los maestros que nos hacen amar esa cultura, es el principio de la pedagogía.

Queda claro, entonces, que no hay educación sin lectura, aunque pueda haber (como de hecho la hay) cultura sin escritura, como es el caso de los pueblos ágrafos que, sin embargo, “leen” en la tradición oral y en el saber ancestral. De cualquier forma, educación y lectura son indisociables, ya sea que se lea en la cultura escrita o en otras formas del saber que no siempre están o han estado visibles sobre la superficie de algo: piedra, papel o pantalla. El conocimiento inmaterial o patrimonio cultural intangible (lengua, música, literatura, danza, juegos, comida, rituales, etcétera) también requiere ser leído, que es la forma de abrevar en las fuentes originarias de la educación, el cultivo del pensamiento y el desarrollo de la cultura en su más amplia expresión.

Bertrand Russell planteó de una manera magistral el problema de la educación, en cuanto a las diversas formas en que entendemos este concepto. En el prólogo a sus Ensayos sobre educación escribió:

La educación que deseamos para nuestros hijos depende de nuestros ideales acerca del carácter humano y de nuestras esperanzas respecto a su incorporación a la humanidad. La educación que desea un militarista no puede parecerle bien a un pacifista; las ideas educativas de un comunista no pueden coincidir con las de un individualista. La diferencia fundamental es la siguiente: no puede existir acuerdo entre quienes utilizan la educación como un medio para arraigar ideas definitivas y quienes piensan que debe producir una total independencia de criterio. Estos dos puntos de vista son de importancia tan fundamental, que es absolutamente preciso afrontarlos.

Por otra parte, Russell distingue muy bien entre la “educación del carácter” y la “educación de la inteligencia”. La primera tiene por principio la disciplina para marcar formas de conducta ideales dentro de una sociedad que, por convencionalismo y urbanidad, exige, para la mejor convivencia, expresiones prácticas de cortesía, prudencia, temperancia, tolerancia, buena fe, gratitud, etcétera. La segunda es la que corresponde a la verdadera instrucción: estimular el cerebro, fomentar el pensamiento para desarrollar el saber y la inteligencia emocional a fin de conseguir que una persona que haya pasado por las aulas sea capaz de tener discernimiento, gusto personal, juicio propio, autocrítica, voluntad para admitir sus equivocaciones y, con todo ello, lucidez y agudeza para no dejarse manipular por nadie.

Ambas educaciones son indispensables y no deben ser separadas, porque la “educación del carácter” incluye un concepto ético que debe correr paralelo al saber intelectual, pues no hay nada más incongruente y detestable que un “sabio” que se comporta de la manera más estúpida, negligente o incluso dañina. ¡Cuántos buenos y aun excelentes profesionistas no hay en el mundo que dejan mucho que desear como personas! Los conocemos, pasan junto a nosotros, tenemos trato con ellos, pueden ser nuestros familiares, nuestros parientes o personas a las que estamos asociados o subordinados.

Para esto sirven también la educación y la lectura: para distinguir y para engendrar el autoconocimiento. Es malo ser un idiota, pero es mucho peor serlo y no sospechar siquiera que se lo es. Muchas de las personas que ocasionaron grandes tragedias a la humanidad (llámense Hitler, Stalin o cualquier otro nombre menos conocido), ni siquiera sabían de su indecencia moral, porque estaban convencidas de una única forma de ser. Es lo malo de creer que la educación y más exactamente el adiestramiento siempre sirven a buenos fines, y es lo malo de creer que la educación es un fin en sí mismo. Lo que no sirve para liberar sirve para oprimir, pensaba Paulo Freire, y con mucha razón. No nos engañemos; Freire lo sabía y lo dijo muy bien: “La naturaleza de la práctica educativa, su necesaria directividad, los objetivos, los sueños que se persiguen en la práctica no permiten que sea neutra, sino siempre política”.

Esto que Freire llamaba la politicidad de la educación está presente en todos los sistemas educativos y sabemos muy bien que una tecnocracia educativa, cuyo fin es la formación de hábitos mecánicos, no persigue lo mismo que una educación libre para la autonomía ciudadana. No es lo mismo formar al individuo para pensar que formarlo para obedecer. Hitler lo sabía y todos los políticos lo saben, en su particular circunstancia. ¿Qué quieren de la educación y con la educación? Lo que su ideología y sus intereses les señalen. Por todo lo anterior, hablar de educación en un sentido abstracto es perder el tiempo, por muy buenas intenciones que tengamos. Si no debatimos cuál es el tipo de educación que queremos, y que merecemos, seguiremos hablando todo el tiempo de algo impalpable.

En su libro La educación en la ciudad, otra vez Freire nos ilumina: “Necesitamos una escuela democrática en la que se practique una pedagogía de la pregunta, en la que se enseñe y se aprenda con seriedad, pero en la que la seriedad jamás se vuelva gravedad. Una escuela en la que, al enseñarse necesariamente los contenidos, se enseñe también a pensar acertadamente”.

Ahora que tanto se habla en México de la mal denominada reforma educativa (que no es otra cosa que una reforma administrativa, como perfectamente la ha denominado el rector de la unam, Enrique Luis Graue), bien valdría que las autoridades y sus asesores releyeran, o leyeran por primera vez, a Freire. El gran educador brasileño nos dice y les dirá lo siguiente: “En una perspectiva realmente progresista, democrática y no autoritaria, no se cambia la ‘cara’ de la escuela por decreto. No se decreta que, de hoy en adelante, la escuela será competente, seria y alegre. No se democratiza la escuela autoritariamente”.

Esa escuela y esa educación que se pretenden mejorar con autoritarismo no dejarán de ser una escuela y una educación autoritarias, una escuela y una educación del saber oficial, de la memorización de datos, de la chatura de pensamiento, de la falta de sensibilidad, y todo ello basado en un maestro sin libertad con el libro de texto en la mano a manera de látigo, capataz dentro de un sistema al que no le interesa el desarrollo de la inteligencia en los alumnos, sino la imposición de verdades sexenales.

Hay que decirlo, porque de otro modo las autoridades educativas creerán siempre que coincidimos con ellas, que estamos de acuerdo con ellas incluso en sus desatinos; hay que decirlo, repito: en términos de educación y lectura, los libros de texto plantean no un saber, sino una información estandarizada que se complementa con los exámenes de opción múltiple que solo admiten una respuesta correcta. ¿Cuál? La que la oficialidad ha autorizado, la que el sistema educativo ha legitimado. Esto no es educar, esto es adiestrar, e incluso amaestrar, verbo este que no es digno de los maestros sino de los domadores, y que no es digno para los seres humanos, sino para los canes, los caballos y demás animales irracionales a quienes amaestramos únicamente para obedecer.

Para los efectos del conocimiento, Gabriel Zaid ha dicho que no existe ninguna ventaja en la imposición de los libros de texto únicos (gratuitos o no), que imponen no solo información estandarizada, sino sobre todo la versión oficial de las cosas. Es obvio que no se refiere a los libros de ciencias exactas, porque en matemáticas no hay modo de cambiar el resultado de cuatro por cuatro, y en química y en física no hay manera de resolver un problema si no es con las fórmulas precisas. Se refiere a aquellos libros donde la ideología, los prejuicios, el punto de vista, la opinión, la reflexión y el análisis sitúan y despejan o enturbian algo de acuerdo con una determinada interpretación. Son los casos de los libros de historia, literatura, ciencias naturales, biología, sexualidad, las ciencias sociales en general y, por supuesto, el civismo que, en muchos casos, se ha convertido en cinismo.

Los libros de texto están llenos de la verdad oficial que los estudiantes aplicados memorizan para responder correctamente los exámenes. Esta “cultura estandarizada”, como la denomina Zaid, conspira contra el saber y encadena obligatoriamente a todas las escuelas públicas del país al libro de texto único con verdades únicas aunque discutibles. En particular, respecto de la educación primaria, Zaid advierte: “Los niños del mundo fronterizo en Tijuana, del mundo criollo en los Altos de Jalisco, del mundo zapoteco en la sierra de Oaxaca, del mundo costeño en Tlacotalpan, del mundo burocrático en el Distrito Federal, no tienen por qué ser estandarizados”.

En uno de los excelentes ensayos de su libro Dinero para la cultura (2013), el escritor y pensador se pregunta: “¿Debe estandarizarse el juicio histórico?”, y responde no sin ironía:

Quinientos años después del viaje de Colón, el significado de ese hecho, discutido por historiadores eminentes, sigue en tela de juicio. Pero unos cuantos meses después de un episodio burocrático de tantos, la sep, partiendo del origen del hombre en el continente africano, llega hasta el ridículo de enseñar que la historia de México ha culminado bien: “En mayo de 1992, se firmó el Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica”. Esto cabe en un informe presidencial, pero no es un hecho histórico digno de enseñanza obligatoria en todas las primarias del país.

No dudemos que si el pri se mantiene en el Gobierno federal el próximo sexenio, los libros de texto gratuitos incluirán entonces, como continuación de la historia del origen del hombre en el continente africano, la aprobación de la reforma educativa en el sexenio del presidente Enrique Peña Nieto, lo cual, debemos entender, según esto, es un avance no solo para México sino para el desarrollo de la humanidad y para la evolución del hombre desde que surgió en el continente africano. ¿Se puede ser más obviamente humoristas involuntarios?

Todo esto es reflejo de la falta de cultura y educación, de la falta de lecturas, de no saber distinguir, de no ser capaces de priorizar y jerarquizar ideas y, sobre todo, de utilizar la educación para amaestrar más que para desarrollar el espíritu crítico. ¿Cuál es la solución a este problema o a esta forma de enseñar llena de despropósitos? La verdadera solución, sentencia Zaid, “es que no haya un solo libro de texto, sino muchos, preparados por distintos editores” y por pedagogos y especialistas de la didáctica que tengan por principio la educación para la autonomía ciudadana y no el adiestramiento para la obediencia ciega y la adopción de supuestas verdades absolutas que, muchas veces, son mentiras rotundas.

Es necesario que los estudiantes, si realmente lo son, dejen de ser simplemente alumnos adiestrados en las “verdades” del libro de texto gratuito, y sean lectores autónomos que comprendan lo que leen y que sean capaces de dudar sobre la veracidad de lo que están aprendiendo, de lo que les están enseñando no necesariamente los profesores sino, sobre todo, esos instrumentos que utilizan los profesores, impuestos por un sistema educativo que hoy se enorgullece de sus reformas pero que no renueva sus herramientas ni sus metodologías que se remontan a casi sesenta años, desde que era presidente de México Adolfo López Mateos, con el agravante de que los libros de texto de ahora son peores que los de hace décadas, porque los de ahora tienen como propósito legitimar la ideología del poder en turno: son libros políticos que reflejan los intereses y prejuicios, además de la ignorancia, de quienes nos gobiernan o desgobiernan.

El estudiante, para que lo sea, debería estudiar y no nada más memorizar y ser un buen alumno aplicado. Entre las diversas acepciones que ofrece el diccionario de la lengua para el verbo “estudiar”, es obvio que la principal no se cumple mínimamente si se procede con un criterio estandarizado del saber. Estudiar es “ejercitar el entendimiento para alcanzar o comprender algo”. Siendo así, un alumno que estudia (y que con ello se vuelve estudiante), ejercita su entendimiento, examina, analiza, duda y cuestiona. Puede ser, incluso, que un estudiante, en este sentido, se convierta en un problema dentro del aula para la verdad oficial, porque su duda pone en aprietos a quienes tienen por misión cuidar que ningún conocimiento se salga de lo establecido.

En su libro Libertad de conciencia (2009), Martha C. Nussbaum expresa que en todo proceso de enseñanza que busque la autonomía ciudadana, la imaginación y la inteligencia tienen una importancia central. Por ello, la formación de hábitos y la memorización de datos son insuficientes para el fortalecimiento de la democracia. Es necesario, agrega la filósofa neoyorquina, que los alumnos no solo lean y asimilen, sino que evalúen lo que leen, que hagan una verdadera lectura crítica no solo de los libros, sino de la realidad y su propia vida. Imaginar es ponerse en el lugar de los demás, y aquellos que han perdido la capacidad de imaginación, tampoco alientan dudas sobre lo que hacen o dejan de hacer.

Asimismo, en Sin fines de lucro: Por qué la democracia necesita de las humanidades (2010), la pensadora, galardonada en 2012 con el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, expone:

Estamos en medio de una crisis de proporciones gigantescas y de enorme gravedad a nivel mundial. No, no me refiero a la crisis económica global que comenzó a principios de 2008. No, en realidad me refiero a una crisis que pasa prácticamente inadvertida, como un cáncer. Me refiero a una crisis que, con el tiempo, puede llegar a ser mucho más perjudicial para el futuro de la democracia: la crisis mundial en materia de educación. […] Se están produciendo cambios drásticos en aquello que las sociedades democráticas enseñan a sus jóvenes, pero se trata de cambios que aún no se sometieron a un análisis profundo. Sedientos de dinero, los estados nacionales y sus sistemas de educación están descartando sin advertirlo ciertas aptitudes que son necesarias para mantener viva la democracia. Si esta tendencia se prolonga, las naciones de todo el mundo en breve producirán generaciones enteras de máquinas utilitarias, en lugar de ciudadanos cabales con la capacidad de pensar por sí mismos, poseer una mirada crítica sobre las tradiciones y comprender la importancia de los logros y los sufrimientos ajenos. El futuro de la democracia a escala mundial pende de un hilo.

Asimismo, Nussbaum advierte:

En casi todas las naciones del mundo se están erradicando las materias y las carreras relacionadas con las artes y las humanidades, tanto a nivel primario y secundario como a nivel terciario y universitario. Concebidas como ornamentos inútiles por quienes definen las políticas estatales en un momento en que las naciones deben eliminar todo lo que no tenga ninguna utilidad para ser competitivas en el mercado global, estas carreras y materias pierden terreno a gran velocidad, tanto en los programas curriculares como en la mente y el corazón de padres e hijos. Es más, aquello que podríamos describir como el aspecto humanístico de las ciencias, es decir, el aspecto relacionado con la imaginación, la creatividad y la rigurosidad en el pensamiento crítico, también está perdiendo terreno en la medida en que los países optan por fomentar la rentabilidad a corto plazo mediante el cultivo de capacidades utilitarias y prácticas, para generar renta.

Hace apenas unos meses, en diciembre de 2015, al recibir el doctorado honoris causa de la Universidad de Antioquia, en Colombia, Martha Nussbaum insistió en este aspecto de la educación. En su discurso afirmó:

El pensamiento crítico es particularmente crucial para la buena ciudadanía en una sociedad que tiene que luchar a brazo partido con la presencia de personas que difieren según la etnia, la casta, la religión y profundas divisiones políticas. Solo tendremos la oportunidad de un diálogo adecuado que atraviese fronteras si los ciudadanos jóvenes saben cómo participar en el diálogo y la deliberación en primer lugar. Y solo sabrán cómo hacerlo si aprenden a examinarse a sí mismos y a pensar en las razones por las que son proclives a apoyar una cosa en lugar de otra, en lugar de, como sucede a menudo, ver el debate político simplemente como una forma de jactarse, o conseguir una ventaja para su propio lado. Cuando los políticos traen propaganda simplista a su manera, ya que los políticos de todos los países tienen una manera de hacerlo, los jóvenes solo tendrían esperanza de preservar su independencia si saben cómo pensar críticamente sobre lo que escuchan, poniendo a prueba su lógica e imaginando alternativas para la misma.

Todo esto que describe Nussbaum en el panorama mundial es especialmente grave en los países que, como México, tienen un severo rezago educativo. Si los países ricos (con una muy larga tradición humanística y artística) están prescindiendo de las humanidades por considerarlas inútiles, más grave es aún la situación en México y los demás países de América Latina, donde generaciones enteras (las más recientes) están siendo formadas (y deformadas) para entender el éxito profesional como un simple triunfo económico, como un peldaño en la escala social, como un buen lugar en la zona de confort, carentes por completo de la imaginación necesaria para ponerse en el lugar de los otros. Y esto está ocurriendo en contextos donde las humanidades y el arte siempre han sido precarios.

La educación, en este sentido, está formando seres insensibles al dolor de los demás, solo preocupados por su individualidad insular, ajena, sin capacidad crítica ni mucho menos autocrítica, y con el único objetivo del éxito económico. Gente que no lee se enorgullece de ello porque es exitosa económicamente y porque, para serlo, no ha necesitado de los libros: es gente que no ve a su alrededor, refractaria a todo espíritu crítico, lista a acomodarse y a prosperar en el sistema que la engendró y que la recompensa, con un lugar mediano o elevado en la pirámide, por su buen comportamiento, su ejemplar subordinación y su ausencia de preguntas incómodas. En casos más graves, ni siquiera llegan tan lejos, apenas sobreviven, pero la ausencia de una educación crítica les impide cuestionarse lo que simplemente consideran el estado “normal” de las cosas.

Sin una lectura crítica no solo de los libros, sino también, y sobre todo, de la realidad, es imposible muchas veces distinguir el bien del mal, lo útil de lo inútil, sobre todo cuando lo único bueno y lo único útil es aquello que tiene una recompensa práctica e inmediata. Cuando alguien cree que el mundo está bien tan solo porque a él le va bien, hay un principio de inmoralidad en ello. Una buena educación tendría que enseñar ese espíritu crítico tan necesario para saber que el mundo no comienza ni termina con nosotros.

Digámoslo sin rodeos: por lo general (aunque haya sus excepciones), los mejores alumnos en México, los aplicados, son los talacheros, los memorizadores, los que se queman las pestañas, los que aprenden, sin dudar, la información oficial que les damos, y que además se la creen. Pero si los alumnos, además de alumnos fueran estudiantes y, además, de ello, lectores autónomos, la educación cambiaría radicalmente. Digámoslo, también sin rodeos: muchos grandes hombres, sabios universales, eminencias del arte, la cultura y la ciencia, no se caracterizaron por ser buenos alumnos, pero eran malos alumnos porque justamente eran buenos estudiantes: personas despiertas en la inteligencia, la sensibilidad y el pensamiento autónomo. Ni Balzac ni Darwin ni Edison ni Churchill ni Einstein ni Stephen Hawking, entre otros muchos hombres notables, fueron jamás “alumnos aplicados”; más bien fueron un desastre según el convencionalismo del sistema educativo de su país y de su época. Churchill llegó a decir: “Siempre me ha encantado aprender. Lo que no me gusta es que me enseñen”. Es fácil comprenderlo: ningún genio jamás será un buen alumno, pero sí lo han sido muchos presidentes de países, incluido el nuestro.  

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JUAN DOMINGO ARGÜELLES (Quintana Roo, 1958) es poeta, ensayista, editor, divulgador y promotor de la lectura. Sus más recientes libros son: Escribir y leer con los niños, los adolescentes y los jóvenes (Océano, 2014), Por una universidad lectora (Laberinto / UJAT, 2015) y Un instante en el paraíso: Antimanual para leer, comprender y apreciar poesía (Laberinto Ediciones, 2016).

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