FLM: Una ruta lectora o deambular

El 20 de septiembre de 2017, cuando la primera cubeta de escombros llegó a mis manos, me pregunté de qué carajos me había servido leer tantos libros el último año; si acaso con alguno de ellos había ejercitado mis brazos lo suficiente como para cargar piedras durante horas, o si alguno me había servido para […]

Texto de 22/12/17

El 20 de septiembre de 2017, cuando la primera cubeta de escombros llegó a mis manos, me pregunté de qué carajos me había servido leer tantos libros el último año; si acaso con alguno de ellos había ejercitado mis brazos lo suficiente como para cargar piedras durante horas, o si alguno me había servido para […]

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El 20 de septiembre de 2017, cuando la primera cubeta de escombros llegó a mis manos, me pregunté de qué carajos me había servido leer tantos libros el último año; si acaso con alguno de ellos había ejercitado mis brazos lo suficiente como para cargar piedras durante horas, o si alguno me había servido para fortalecer mi espíritu lo suficiente como para combatir las preguntas e ideas que en ráfaga siniestra se agolparon frente a mis ojos: ¿Por qué se les llama escombros? / ¿Eso es un despertador? / Lámpara / Sacacorchos / Esto no es escombro / Cubiertos / ¿Estaban sobre la mesa? / ¿Qué estaban haciendo? / ¿Qué estaban pensando? / Cubeta pesada / Cepillo de dientes / Triciclo / No se distraigan / ¿Qué es eso? / Libros / Enciclopedia / Colección / ¿De quién? / ¿Qué hace ahí? / Bolsa de mano / Se parece / Idéntica / Cartera / Zapato / Fantasma de Halloween / Luces de Navidad / ¿Eso es sangre? / Discos de U2 / Harry Potter / Ana Karen, 3er grado / Y también piedras, alambres y polvo: un polvo gris y árido, la amenaza del tétanos, un raspón, dejar de dormir, no bañarte en días, el estado de alerta sobre la piel, la amenaza de reconocer a alguien en medio del fin del mundo y no saber cómo decir su nombre o si su nombre es todavía su nombre porque ya no somos los mismos; la amenaza de olvidarlo todo.

El 20 de septiembre, cuando la primera cubeta de escombros llegó a mis manos, me pregunté si La poética del espacio de Bachelard me ayudaría a sostener los pies sobre la tierra y a cargar aquella cubeta que se multiplicaba, genérica, llena de “escombro” genérico, una y otra vez, en ese par de manos que ya no eran mis manos.

“La tierra nos enseña más sobre nosotros que todos los libros. Porque ella nos opone resistencia. El hombre se descubre a sí mismo cuando se mide con el obstáculo”, dice Antoine de Saint-Exupéry en el prólogo a su libro Tierra de hombres.

Mi forma de reaccionar a toda crisis, para bien o para mal, es perder el sentido. De todos los sentidos que tiene el hombre —y que francamente espero, sin miedo a incurrir en superstición, que sean más de los cinco que establece el dogma de la Iglesia católica, y sobre los que, pobremente, se ha pretendido que construyamos una experiencia unívoca del mundo—, el que pierdo es el sentido de la orientación. Éste básicamente nos permite saber dónde estamos y cuándo en relación con un todo. Nos permite saber las coordenadas de nuestra ubicación geográfica y de nuestra posición física. Así puedo saber si estoy en el norte o en el sur de la ciudad; si estoy cerca de la Juárez, de la Condesa o en Coyoacán; saber si es la mañana, el mediodía, la media tarde o el anochecer; saber si ando a pie, en bicicleta, en auto o a gatas; saber si me muevo o si permanezco inmóvil.

Las palabras en la memoria son como el cuerpo en el espacio: nos ayudan a orientarnos. Conectadas unas a otras en frases, oraciones, párrafos, tratados, novelas, cuentos, poemas, ensayos y obras de teatro, nos ayudan a ubicarnos en el espacio de la cultura y en la temporalidad de lo humano. Nos ayudan a nombrar y a determinar las coordenadas de nuestra experiencia, a construir sentido y dirección.

No me queda duda, como dijo Saint-Exupéry, de que la tierra nos enseña más sobre nosotros que todos los libros, pero ante los últimos acontecimientos, concluyo también que la literatura es necesaria porque es lo que le devuelve la vida al escombro revuelto, a la piedra, al alambre y al polvo gris y árido. Las letras y los libros no reemplazan a la cubeta, a la pala, a la inyección de tétanos, a unas buenas botas de casquillo y a unos guantes de carnaza, pero nos enseñan lo que hay debajo del grito de auxilio, nos permiten redefinir las texturas del silencio y hacer la poética de un espacio o la anatomía de un instante. Nos permiten darle nombre a la piedra y al polvo. Nos permiten rescatar la historia de las cosas perdidas, de las miradas azarosas, del potencial catastrófico de nuestra existencia. Nombrar. Articular. Reflexionar. Cuestionar. Dialogar. Sobrevivir. La literatura es otra forma de supervivencia. Sin las reflexiones de Antoine de Saint-Exupéry, lo épico y el heroísmo de las historias de sus compañeros Guillaumet y Mermoz, que aprendieron a domar las rutas aéreas de correos sobre los Andes y a través del océano Atlántico en aviones primitivos, no serían nada, sino historias sueltas e inconexas, o peor aún, inexistentes. Si los juglares no hubieran cantado las hazañas de los héroes, sencillamente no nos reconoceríamos a nosotros mismos en las coordenadas del tiempo y de lo humano. No habría noción de conciencia, no habría noción de espacio. No habría tiempo. No habría humanidad. Habría sólo hombres sueltos e inconexos.

“La casa”, dice Bachelard, “es un cuerpo de imágenes que dan al hombre razones o ilusiones de estabilidad. Reimaginamos sin cesar nuestra realidad: distinguir todas esas imágenes sería decir el alma de la casa; sería desarrollar una verdadera psicología de la casa”. Y es por eso que me sirvió leer La poética del espacio; y es por eso que fue necesario leerla antes de que llegara la primera cubeta de escombros a mis manos, no sólo para preguntarme por qué llamábamos “escombro” a aquello que no era exactamente “escombro”, sino también para entender por qué cuando la casa, cuando la ciudad —ese cuerpo de imágenes que dan razón e ilusión de estabilidad— se derrumban, también las certezas se derrumban; o por qué he perdido el sentido de la orientación y he empezado a deambular por las calles y por los libros, durante el día y durante la noche. Ahora, cuando pienso en una ruta lectora pienso sobre todo en eso: en deambular. De un libro a otro, de un género a otro, de una palabra a otra.

De vez en cuando abro una galleta de la fortuna que dice cosas como “Espere lo mejor y prepárese para lo peor” o “Hará muchos cambios antes de establecerse satisfactoriamente”. Eso es lo que yo reconozco como potencial catastrófico de la existencia. No tanto el hecho de que una galleta sugiera la fatalidad, como el hecho absurdo de que algo fatal suceda después de haber sido anunciado por una galleta de la fortuna. La catástrofe tiene la peculiaridad de destruir lo que estaba construido, de romper planes, de cuartear relaciones e ideas, de desorientarnos y de hacernos perder el sentido. Pero más que perder el sentido si lo que se pretende es sobrevivir en esta tierra de hombres, la fatalidad nos orilla a replantearlo. A replantear el camino, la ruta.

Sé que la palabra ruta, entendida como ‘itinerario de viaje’, como ‘camino o dirección que se toma con un propósito’, no empata en lo absoluto con la acción de deambular, pues ésta carece de aquello que define a la ruta, es decir, del propósito, del objetivo. Sin embargo, la ruta, para mí, consiste también en una búsqueda, una búsqueda que es reflexión, duda, prueba y error. Y es ahí donde los dos términos se encuentran. Ni la ruta persigue un objetivo fijo, ni deambular es andar sin causa; al deambular no se tendrá necesariamente un objetivo, pero sí un punto de partida que le predetermina. De modo que, para seguir una ruta de A a B, no puedo hacerlo en línea recta, sino deambulando como una onda que se propaga de forma irregular e impredecible por el espacio hasta que, finalmente, alcanza su propósito original o reconoce la necesidad de construir uno nuevo.

Mi ruta lectora de este año consiste en seguir una ruta propiamente dicha, sí, pero también en obedecer a la intuición y a la cosquilla en las manos que en la última semana, por ejemplo, me llevaron a leer Tierra de hombres, de Saint-Exupéry, y Temor y temblor, de Kierkegaard, libros que no estaban en la ruta original, pero que me han ayudado a nombrar y a articular de otra manera y desde otras perspectivas lo sucedido desde el 19 de septiembre de 1985 en esta tierra de hombres.

Sin saber exactamente a dónde me llevará esta ruta que, aunque trazada, es incierta y entre más específica menos probable, sé que uno de sus principales objetivos es estudiar el método Pimienta para llegar a hablar en octoñol, es decir, en octosílabos, rimados o no, y poder escribir si no en décima espinela fluida, por lo menos en romance. Ése es un primer eje de la ruta: el de la forma y el capricho. Pero al lado de éste se insertan otras piedras y otras partículas de polvo, como el eje de la rítmica, que sigo ahora minuciosamente en poetas como Castellanos y Quirarte; en tradiciones de la música popular como el son jarocho y el vallenato, y en dramaturgos como Shakespeare, Edgar Chías o Heiner Müller. Sobre el eje estilístico y de contenido seguiré obsesivamente con el estudio de la obra de Elena Garro, Óscar Liera e Ingmar Bergman hasta que termine de cuajar el proyecto que trabajo actualmente y que tiene todo que ver con ellos y su forma de exponer las relaciones humanas. En el eje técnico narrativo seguiré por ahora a Jaume Cabré, buen tropiezo con el que di hace unos meses y en quien encuentro gran cantidad de recursos narrativos y dramáticos, además de múltiples juegos con el lenguaje que caben perfectamente en la sensibilidad de la dramaturgia contemporánea. En el eje de la psicología procuraré no dejar de lado a Los hermanos Karamázov, de Dostoyevski (aunque no pueda evitar que en el ínter se me atraviesen ciertos caprichos que nada tienen que ver con él como City, de Baricco, los Diarios, de Altamirano, o Teoría de la novela, de Lukács). Finalmente, entre los imprescindibles, continuaré con mi eterna lectura del Quijote. El Quijote en microdosis es un buen sistema de orientación. Resiste. Sobrevive con nosotros y para nosotros. Siempre está ahí, nunca se va. Y lo demás… Lo demás será deambular, lo demás se lo dejo al caos, al azar, a las galletas de la fortuna y a los tropiezos que el año pasado me llevaron a hundirme hasta el cuello en la obra de Cercas, Kafka, Gorostiza y en unas decenas de poetas contemporáneos que ni sabía que existían y a los que ahora acudo constantemente en busca de consejo y consuelo. Al final, lo importante no será cuánto escombro, piedra y polvo acumule en mi deambular a lo largo de esta nueva ruta lectora, sino cómo lo articule y resignifique para dar sentido a mi obra.  EP

DOPSA, S.A. DE C.V