—El éxtasis es la consecuencia culminante de los sueños, es la consecuencia y la comprobación mortal de las imágenes de nuestra perversión.—Ciertas imágenes provocan el éxtasis, que a su vez provocan ciertas imágenes. […] —El éxtasis constituye el “estado puro” de exigente e hiperestésica lucidez vital, lucidez ciega del deseo. Salvador Dalí, El fenómeno del éxtasis […]
f,l,m.:La clave de los sueños. L’interprétation de toutes les visions
—El éxtasis es la consecuencia culminante de los sueños, es la consecuencia y la comprobación mortal de las imágenes de nuestra perversión.—Ciertas imágenes provocan el éxtasis, que a su vez provocan ciertas imágenes. […] —El éxtasis constituye el “estado puro” de exigente e hiperestésica lucidez vital, lucidez ciega del deseo. Salvador Dalí, El fenómeno del éxtasis […]
Texto de Lino Monanegi 18/06/17
—El éxtasis es la consecuencia
culminante de los sueños, es la
consecuencia y la comprobación mortal
de las imágenes de nuestra perversión.
—Ciertas imágenes provocan el éxtasis,
que a su vez provocan ciertas imágenes.
[…] —El éxtasis constituye el “estado
puro” de exigente e hiperestésica lucidez
vital, lucidez ciega del deseo.
Salvador Dalí, El fenómeno del éxtasis
Para René Magritte,
a cincuenta años de su muerte
Las escenas “reocurren”. Todas tienen lugar en esta misma habitación; avanzan unas, se recorren otras, como persianas. No siempre en el mismo orden, de vez en cuando la que fue última llega primero, la que ocurrió al centro llega al final; sin embargo, como ya se sabe, el orden no produce ninguna variación en el efecto último. —Le déjà vu, mademoiselle Boirac, c’est correct? —interrumpo. Son combinaciones superpuestas de la sensación de una experiencia “aparentemente” vivida, que se desarrolla con total nitidez; un embuste en el páramo desértico donde brota en silencio el agua mineral, contesta sabionda mientras se inclina.
Su brazo se extiende hacia abajo, camino al bies inferior del vestido. Su mano se abre al tiempo que su pie abandona la zapatilla nacarada, ahora vacía en el suelo ruinoso de la habitación polvorienta. La sostiene frente a su rostro, la sacude boca abajo. De la zapatilla menguante caen un par de albinas piedras; seguro que son guijarros lunares, diamantes de una luna espejada, dice. La zapatilla regresa al pie, justo a tiempo para continuar.
La verdad a todo esto es simple y puede pasar por una tomadura de pelo: he vivido, desde mi edad temprana, rodeada de fantasmas; los he visto correr descalzos por los pasillos que nos han conducido hasta aquí. También los he encerrado, colgados de los ganchos de alambre para las camisas, en los armarios. Y a los que son pequeños, los he capturado en cajones y gavetas; una vez encontré el de un gorrión ceniciento que se había colado dentro la casa, lo atrapé bajo una cacerola, lo tuve ahí hasta que dejó de chillar de hambre, luego lo saqué y tiré a la basura.
Apenas ha terminado de decir esto último, dirige la mirada sobre su hombro, estira los labios hacia abajo, tuerce la vista en una sola dirección —hacia la derecha—, examina… y golpea con el dedo medio el vacío que reposa sobre su hombro, como si espantara a algún bicho, apunta: Los dípteros vienen, escuchan y van todo a contarlo.
René Magritte, La Clef des Songes, 1935
Sostengo su mirada fija en mi rostro, ¿busca aprobación a esto último que ha dicho, o quiere cerciorarse de que la sigo? Al parecer no le basta con haberme conducido a través de la casa de habitaciones vacías; quiere dar cauce a mis pensamientos, quiere… —según dice— cerrar los ojos por favor, ahora deme la mano, confíe en mí, justo ahora verá todo como yo lo he visto, con estos ojos que ahora son suyos.
Está parada frente a mí, lo sé a pesar de los párpados cerrados que han teñido de rojo mi vista; ha abierto mis manos, sobre mis palmas ha depositado las suyas echas nudo, siento el peso de sus puños cerrados, me aclara: para que los use, verá, insisto, verá con mis ojos.
Abro de repente los ojos: la veo y en su rostro su mirada ciega; dos pozos negros llenos de sangre se abren bajo sus cejas, en su frente toda lisa y desierta, la piel tiembla y se pliega al brotarle un párpado que guarda un tercer ojo, todo blanco como un huevo matinal; un ojo grande, sin iris y sin manchas, liso y perfecto. Su blancura es la de la flor racimal de la acacia que crece sola en el HaMakhtesh HaGadol. Sobre mis manos, advierto, ha confiado sus dos globos oculares, cada uno con hilachos rojos que son venas, y un listón largo y carmesí que se mueve como un gusano, que es su nervio óptico. Saca de no sé dónde una cuchara de bronce larga con florituras, y sin preverlo, en un movimiento rápido y violento incrusta la cucharilla en mi cuenca derecha y desprende mi ojo, que cuelga, tirante, cerca del labio. El dolor es agudo y se va derramando desde un solo punto de mi cabeza por todo mi cráneo.
Todo pasa en un instante y el dolor y el miedo confunden sus caminos. Apenas y logro sentir temor, mi cuerpo se estremece cuando repite con rudeza la acción y me extirpa el ojo izquierdo. Cierro mis cuencas vacías en un largo grito, aprieto los puños, ligeramente, pero siento palpitar sus globos oculares en mis manos. Tiene que usarlos, tiene que colocarse mis ojos, con ellos podrá ver como yo veo. Vuelve a tomar mis manos cerradas en puño y las lleva hasta mi cara, la sinrazón del dolor me convierte en un autómata y dejo que conduzca mis acciones, guardo sus ojos en mis cuencas y siento cómo el gusano —que es el nervio óptico— se remueve y alarga, busca, ciego, un camino entre mi cráneo y me muerde el cerebro; siento dos mordidas por ojo. El dolor se transforma en un sonido agudo, un acúfeno largo que se va enmudeciendo con su voz en la distancia. Me pide que no abra los ojos que son los suyos: manténgase así.
Me dice: ahora voy a mostrarle el lugar donde los episodios se repiten; la sigo en su delirio. Ha soltado mi brazo y me toma de la mano, siento su pulso correr a prisa mientras me hace andar dentro del cuarto sujeto por ella y con los párpados cerrados. Y sin salir de esta habitación pareciera que deambulamos por un laberinto de cuartos vacíos. Me advierte, casi gritando: Con cuidado, avance con cuidado, si hacemos mucho ruido todo puede resultar en vano. No contengo más tiempo los ojos cerrados, mis párpados se resisten… abro los ojos, y… la habitación se ilumina, frente a mí veo su figura recortada a contraluz, desenfocada, la veo como a través del vaso de agua donde duerme la borrasca su calma azul de Dios infante. Ahora es cuando comienza —explica—. Entonces las paredes se tiñen con el color que otrora las cubría, las escamas blancas de pintura se levantan, como alas de hormiga, los techos vuelven a lucir albos y limpios, sin las manchas negras de humo que las flamas de las velas dejan sobre el plafón. La casa vacía deja de estarlo, ocurre todo otra vez.
Aquí estamos nosotros en esta habitación. Hemos atravesado pasillos llenos de gente, avanzamos seguros. Atrás queda el sonido metálico de los anillos que liman el talle de las copas y la eclosión de diminutas burbujas efervescentes del champán; hemos abandonado el salón principal, una vez más estamos seguros. —¿Seguros? ¿De qué, de quién? —la cuestiono. Ella responde: De los hombres de piel verde; esos que de tan verdes verdoso que son, al verlos a la cara confunden, pues delante de ellos uno duda si en lugar de rostro llevan puesta una careta lustrosa color de manzana; una máscara que les borra las facciones y los pone verdes de envidia, por no poder mostrarse tristes, alegres ni furibundos. Se distrae por un instante, viendo el vacío con su gran ojo blanco en la frente, me ignora, aunque no tarda en volver a pronunciar palabra. Ahora me habla de tú, me dice, casi ensoñada: Me tomas del talle, la seda apenas se arruga bajo tus dedos, apenas gime… me das un beso largo inclinando mi cabeza sobre tu brazo derecho; tu piel se eriza y sientes correr la estática mientras mi cabellera aún húmeda se acerca al vellaje oscuro que recubre tu brazo derecho.
De pronto, una ráfaga de viento norsaha-riano, un suspiro violento del desierto, golpeó como un martillo el ventanal que se abrió azotando sus puertas contra la pared, reventando sus vidrios y lanzando esquirlas por doquier. Le siguió el redoble del monte en lontananza, desmoronándose bajo las patas rosadas de una estampida oscura que se deshacía colina abajo. Miré la columna de polvo levantada en el horizonte y ella rápidamente apuntó: Ratas de campo, las están exterminando; devoraron a los hijos de un trabajador de la fábrica de jabón. Dinamitan los montes de la isla para que no quede ninguna en las madrigueras… personalmente considero tales esfuerzos inútiles. Reventar los montes y colinas seguro diezmará la población de roedores de la región; sin embargo, en alrededor de un mes la reproducción compensará las perdidas y, demográficamente, volverán a superarnos en número; las ratas, me temo, son muy fértiles y pueden parir a más de veinte crías, las hembras tienen doce pezones, producen mucha leche, por ende. Se distrae, juega a deformar la luz con los cristales de su prendedor que lanza centellas sobre los vidrios rotos del ventanal.
¿Usted mamó de pequeño?, aguarda expectante mi respuesta, pero desespera y mete su mano dentro del escote, lo aparta y saca un bulto blanco rematado con un pezón colorado que en la aureola luce un lunar azul color de mosca. La noche se va abriendo paso en el cielo, la luna brilla muy alta y lechosa; se derrama toda láctea y redonda como la boca de un vaso de leche que se vierte al volcarse sobre el buró, dejando caer, después de vaciarse casi por completo, gotas claras que van nevando, una tras otra, sobre el linóleo en medio de la negrura nocturna que imita al opaco gabán del hombre de sombrero hongo, ése que cada noche, oculto entre la duermevela, visita mi alcoba para soplar en mis ojos visiones que yo no comprendo. ~
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LINO MONANEGI estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Veracruzana y trabajó allí en el Departamento de Radio UV y en la Dirección Editorial UV. Es miembro del Consejo de Redacción de la revista La Palabra y el Hombre. Actualmente es becario de la FLM en el área de ensayo y es parte del equipo editorial de la publicación del programa de becas para jóvenes escritores de la misma fundación, Pliego 16.