f,l,m: Fuego fatuo

El avión está a punto de despegar. Estamos en el Campo Marte un viernes a las cuatro. Es un avión pequeño: apenas caben treinta y tres pasajeros. Entre ellos está el doctor. Ya no es un hombre joven y luce preocupado. ¿Cómo no estarlo? El horror que está por venir, el horror ya sucedido, están […]

Texto de 17/02/17

El avión está a punto de despegar. Estamos en el Campo Marte un viernes a las cuatro. Es un avión pequeño: apenas caben treinta y tres pasajeros. Entre ellos está el doctor. Ya no es un hombre joven y luce preocupado. ¿Cómo no estarlo? El horror que está por venir, el horror ya sucedido, están […]

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El avión está a punto de despegar. Estamos en el Campo Marte un viernes a las cuatro. Es un avión pequeño: apenas caben treinta y tres pasajeros. Entre ellos está el doctor. Ya no es un hombre joven y luce preocupado. ¿Cómo no estarlo? El horror que está por venir, el horror ya sucedido, están frente a él. Cuando las puertas recién cerradas se vuelvan a abrir, se encontrará, como si de magia se tratara, en otro lugar, al norte. Magia, pero negra: sabe que lo que revelarán las puertas abiertas será, simplemente, el más intenso sufrimiento.

Respira con fuerza el olor a muerte que, como enjambre, lo sigue desde hace años. Sentado en el avión, no deja de preguntarse cómo llegó ahí. Más de treinta años en la profesión y una rama de ella que resultó oro puro: el primer pediatra especializado en urgencias en México. Una carrera prolífica y larga, empezada de la nada. Trabajo de calle, trabajo de oficina y, finalmente, el retiro. Y todos estos años, empapados de buen whisky: llegar a casa y ver una familia por detrás del cristal brumoso de alcohol. La familia, a su vez, viendo quién sabe qué y quién sabe cómo. Así pasan los días, gotas en un vaso constante y siempre renovado. La enfermedad le llega también al médico; se termina todo. Y sin embargo, el descanso prometido se suspende en ese avión.

Las llantas comienzan el movimiento. El avión navega la pista cada vez más rápido. El doctor piensa ahora las dos palabras pintadas de horror, teñidas indeleblemente con densas pátinas de hollín: San Juanico. Se transporta a golpe de recuerdo. Estamos en el año 1984 y el fuego se ve desde todos los puntos de la Ciudad de México. Mientras dos niños miran llenos de emoción el espectáculo resplandeciente desde una azotea en Lindavista, el doctor se dirige hacia las cenizas. El vehículo, similar al que ahora lo contiene, está por ejercer su extraña magia: se abren las puertas y detrás de ellas aparece, veinticinco años antes de hoy, el más intenso sufrimiento. Después de horas, después de subir en camillas sin apenas tocarlos uno tras otro a niños que no son más que un leñajo abatido por el fuego, intenta borrar el olor a carne quemada con un baño. No se da cuenta de que es un olor que cargará para siempre, porque no está grabado en la nariz ni en los sentidos. Llega a casa, come con sus hijos —los mira sin poder asimilarlos—, bebe su whisky, regresa al hospital, no duerme. Lo único que piensa es que mejor sería dejar morir a estos niños cuyo cuerpo está invadido por la extrañeza de una piel ajena, que nunca será la que era antes. Sobreviven, sin embargo, los frágiles cuerpos —¿para qué?—; sobrevive también el doctor. Sobrevive para poder presenciarlo todo años después. Para la rabia contenida de verlo de nuevo, de ser impregnado hasta los huesos por el olor a carne.

“Nunca más un doctor de calle”. Se dice entonces, y se encierra en su oficina y en su whisky. Desde el otro lado de la botella, la familia lo sigue amando. La gente lo sigue amando. Así pasan los años y consigue ignorar el ligero aroma que, como polvo, impregna el aire a su alrededor. Y luego, la noticia: “vaya a descansar, médico, porque ya se le acabó la salud”. El retiro. Al menos hasta el día de hoy.

Este avión parte hacia Hermosillo. Se eleva gradualmente y le deja esa sensación de ingravidez momentánea, de presión sobre los órganos. Sobrevuela la ciudad y la deja atrás rápidamente. El olor que ha cargado por los años se condensa entre el aire inmóvil del avión. Siente que su cuerpo transpira sin parar; siente que su corazón palpita con estridencia y sabe que no es sólo la terrible expectativa, es algo más. No es sólo la noticia, la impresión próxima de los cuerpos quebrados, es algo más. No es sólo la impotencia y la rabia contenida que regresa como un torbellino estremecedor. Es él. Es su propio cuerpo descompuesto. La presión de los órganos aumenta y le hace sentir que su pecho bombea hasta explotar. Siente el olor de la carne quemada a su alrededor. Sabe ahora, después de los años, que es un olor que se siente, no se huele, que se puede palpar con las manos enteras. Las mueve sobre el aire tratando de alejarlo ante los ojos atónitos de quienes lo rodean. Murmura nombres de muertos y de muertos-vivos que apenas conoció y tiene veinticinco años sin ver. Y murmura también tres letras, repetidas por voces nerviosas antes de partir: ABC. El olor a fuego y dolor se vuelve abrumador. Cierra los ojos: tramos de nubes oscuras lo rodean y apartan suavemente la pestilencia. Es un viaje tranquilo. El avión despliega sus patas en la pista. Las puertas se abren y los pasajeros observan una recepción rodeada de frenesí. Con los ojos cerrados, el doctor ya no puede sentir nada más.  ~

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AURA GARCÍA-JUNCO estudió Letras Clásicas en la UNAM. Actualmente es becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de narrativa.

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