Exclusivo en línea Taberna: Entre copas

Columna mensual

Texto de 01/01/20

Columna mensual

Tiempo de lectura: 4 minutos

Quién no ha soñado con ser un ave.  Su agudeza visual, territorio incierto, el viento helado de frente.  A Armando Chacón le llamaron la atención los halcones por su porte, estoy seguro, y sospecho que también por el carácter imaginado de un rapaz exitoso, que no se ensucia las patas en el fango sino que permanece en las alturas, altivo.  Me lo imagino viéndolos y enamorándose de ellos, los Harris que desde hace unos meses vistan el parque Lincoln.

Hay uno que veo a eso de las 7 am en Chimalistac, y la gente se refiere a él como “aguililla”.  Esto es común pues este tipo de halcón, debido a sus colores, es parecido a esa pariente magna —aunque halcones como el Peregrino y Cola Roja, o el blanco y hermoso Geriflate, exceden con holgura el kilogramo de peso—.  El Harris ronda los 900 gramos (las hembras son las más grandes y dominantes en la parvada) y se reconoce por un plumaje marrón grisáceo, con toques rojizos en la parte superior de las alas, y franjas blancas en la cola.

El de Chimalistac da unas vueltas, nos obliga con su grito a admirarlo, y a veces se posa en uno de los dos árboles más altos antes de volver a casa.  Los ejemplares que habitan Chapultepec y visitan el Lincoln no tienen casa, sino que deben haberse escapado de algún cetrero urbano. Incluso pueden haberse reproducido, pues de los cinco que Chacón ha identificado, ninguno lleva anillo o pihuelas.

Mi amigo nos citó, a Alejandro Echegaray y a mí, para intentar avizorarlos por la tarde desde su apartamento en la esquina de Oscar Wilde con Emilio Castelar.  Yo llevé un par de cervezas grandes de Bélgica —la fuerte Duvel—, y Eche el conocimiento de una infancia de cetrería en Río Frío y una botella de nebbiolo mexicano.  Así, entre los tres, picoteamos queso y pan, bebiendo y mirando por la ventana, atentos al grito del animal al que un delirante William Burroughs hizo homenaje en The Western Lands como una de las acepciones del alma egipcia.

No hubo suerte, así que para pasar la tarde nuestro anfitrión nos relató que lo primero que le llamó la atención fueron los colibríes.  “Es el tipo de cosa que la gente ve en libros o en todo caso aviarios, pero nosotros los podemos ver con facilidad no en el campo ni en un gran huerto, ¡sino en el DF!”.  Es verdad, no hay que ser ingeniero ni poeta para admirar estos milagros del vuelo, aunque el “haikú” de Octavio Paz (“Quieto/ no en la rama/ en el aire/ No en el aire/ en el instante…”) resume bien el asombro ante el esfuerzo de ese diminuto y velocísimo corazoncito.

Así como un vicio trae a los otros (la holgazanería a la estafa, el robo a la mentira, etc.), la semilla de un gusto sano promueve un jardín de buenos hábitos.  Queriendo atraer colibríes, Chacón plantó geranios en su balcón, y a estos acudieron pero solo por unos días, ya que dicha flor solo se parece a otra cuyo néctar sí les gusta.  Cambió entonces a simias (un tipo de orquídea) y tuvo éxito. El cielo se volvió interesante, su vista se aguzó y, entonces, empezó a notar cosas raras en el horizonte. “Si se fijan en este árbol”, nos dijo, “parece que tiene una mordida del lado izquierdo, ¿no?, bueno pues a través de ese hueco se ve lo que parece una antena.”  Al observar con cuidado se dio cuenta de que la ciudad está llena de pararrayos, y al observar los pararrayos y las copas altas de los árboles descubrió a unas aves más grandes y veloces que todas las demás.

Los Harris suben a gran altura para buscar a su presa, y después descienden a una antena, cornisa o árbol que domine el parque.  Todo toma pocos segundos: de pronto la cabeza de uno de ellos se mueve mecánicamente hacia un lado, el pecho se hincha como si se tratase de un clavadista, y el halcón se lanza hacia abajo acelerando para tomar a un roedor, lagartija o pequeña ave, y cobrar su vida con la fuerza de sus garras.  Como son cooperativas, la parvada entera se reúne a despedazarla luego.

Nos muestra fotos y Eche dice que se ven un poco gordos.  Uno de los retos del cetrero es mantener a las aves en bajo peso (como hacen los cazadores con sus perros, cuyas costillas no deben contarse pero sí adivinarse, muy al contrario de lo que se ve en animales caseros) y es común que les den a comer algodones impregnados de sangre, cuya fibra expulsarán sin dificultad como hacen con los plumajes.  Chacón cree que se debe a que el parque es como una pecera, que permite la proliferación de las presas gracias a la basura y limita el territorio con sus calles.

Quisiera quedarme en las nubes y en las vidas fascinantes de estos falcos y olvidar que, como dijo Lampedusa a través de una conversación entre el cínico Príncipe Corbera y su yerno Tancredi Falconeri (interpretado en la película de Visconti por un deslumbrante Alain Delon), “a veces las cosas deben cambiar para permanecer igual”.  Pero hasta Horus, el Dios Halcón de Egipto que volaba con nuestra conciencia de noche para al amanecer volver a posarse sobre el hombro de la razón, debe aterrizar.

Mi amigo baja con su cámara a recostarse en el suelo del parque durante horas para tomar las fotos que incluye esta entrega.  “Ya soy el loquito del parque”, confiesa riendo. Los vendedores locales y deportistas de la mañana lo reconocen y señalan hacia arriba. EP


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